Crónicas en órbita

Ixtepec, o cuando las piedras gritan

Sobre «Los recuerdos del porvenir», de Elena Garro

El evangelista Lucas recoge la respuesta rotunda de Jesús, quien asegura, increpado por los fariseos que le solicitan escandalizados que mande callar al gentío tras bajar del Monte de los Olivos camino ya de Jerusalén, que «si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19, 40.). Las piedras, naturalmente, no articulan sonidos, no hablan, no gritan ni realizan ninguno de los actos ilocutivos y perlocutivos que llevamos a cabo los humanos; las piedras, si acaso, señalan o balizan, por ejemplo, dónde habita el olvido (en donde esté una piedra solitaria / sin inscripción alguna, cortesía del miliar de Bécquer y Cernuda) o dónde estuvo, resuelta en polvo ya —aunque nunca fuera hermosa— la pequeña Ixtepec mexicana de Elena Garro en Los recuerdos del porvenir, de la que se cumple ahora su sesenta aniversario.

Corre el año 1963, Cortázar publica la hipnótica Rayuela, y el mundo editorial en lengua española anda todavía fascinado tras un 1962 que ha consagrado, en el lado de allá, a Mujica Lainez con Bomarzo (hasta el punto de que, para celebrar ambas obras argentinas, el gigante bromea con la publicación conjunta de unas hipotéticas «Boyuela» o «Ramarzo») y al cubano Alejo Carpentier y su revisión desgarrada y exótica de la Ilustración en El siglo de las luces, mientras que en el lado de acá un médico joven, Luis Martín-Santos, hace lo propio con su primera y única novela, Tiempo de silencio, y Torrente Ballester culmina una de las trilogías inmensas de la narrativa española con el volumen final de Los gozos y las sombras: La Pascua triste. Había que coger aire, con semejantes precedentes (y Rulfo como flamante ganador de la primera edición), para afrontar el desafío de presentar también tu ópera prima al Premio Xavier Villaurrutia, alzarse con él, asumir de manera personalísima algunos de los parámetros de lo real maravilloso de un Carpentier determinante, y preludiar en parte ese otro enclave construido por palabras, pero con la corporeidad que confieren estas y la ficción conchabadas para hacerte clásico (el libro que persiste como ruido de fondo pese a la imposición de la actualidad más incompatible, Italo Calvino dixit), que va a ser Macondo.

Los recuerdos del porvenir irrumpía con la fuerza de la madurez vital —Garro cuenta 47—, desde el anclaje en la estética que amalgama los códigos que rigen lo tangible y lo onírico con naturalidad, y con la capacidad de depositar en el relato de la piedra no fundacional, sino testigo, la fisicidad de un tiempo concebido como vector, pero también como pulsión subjetiva e incuantificable. Comienza uno a leer y lo hace por un título incoherente a efectos pragmáticos: no pueden generarse recuerdos, que caen bajo el dictamen de lo pretérito, a partir de lo venidero. Lo futurible es hipótesis, elucubración o previsión a lo sumo, pero nunca hecho firme o consumado sobre el que desplegar memento alguno. Un primer aviso la construcción del mismo, que parece alertar de que junto a los hermanos Moncada —Nicolás, Juan e Isabel—, Felipe Hurtado, Julia y las muchachas del hotel, Luchi y las suyas con Juan Cariño como señor presidente, y Francisco Rosas y sus hombres, azotes del pueblo, hay un personaje vertebral más, aunque incorpóreo, que los regula a todos y que es el tiempo. Si a menudo se ha señalado que la novela de Garro anticipa el realismo mágico de García Márquez y sus Cien años de soledad, emplazada en otro porvenir breve de apenas cuatro años, también cabría preguntarse si radica la transgresión de esa realidad formal y fenoménica no tanto en la magia o la maravilla, como en la estética de un tiempo tensionado, que en Los recuerdos del provenir se ensancha, se congela y precipita al vacío.

La novela de Garro es un catálogo plástico que muestra desde el tiempo dilatado, que se excede a sí mismo y se anula, hasta el que está en caída libre y se aloja en una eternidad negativa, sin dejar de replicarse regresando eternamente y sin abandonar el transcurso de la historia. De todo ello nos pondrá al corriente la voz quejumbrosa del pueblito, sentada en una piedra en el íncipit del texto, la misma sobre la que se labra la inscripción definitiva que dejará constancia del amor vesánico de Isabel. El tiempo y la memoria exigían su topónimo, y el nuevo cronotopo que es Ixtepec se suma así a Luvina, San Gabriel o Comala, por donde atravesaron las llamas los del llano y anduvo el Pedro Páramo de Rulfo, ampliando la cartografía imaginaria —pero tan real— de los espacios que recorren ambas Américas: desde Salinas, Yoknapatawpha o el Sweet Home esclavista de Toni Morrison en el norte, hasta Santa María o el lugar sin límites que es El Olivo de Donoso, ya en el sur.

En Ixtepec la historia de repite. El eterno retorno. Lo advierten Jorge Luis Borges (Historia de la eternidad, 1936) y Mircea Eliade (El mito del eterno retorno, 1949): el hombre necesita de la progresión lineal que aporta la sucesión de los cuantificadores del tiempo (los segundos, las horas, los días, las semanas, los siglos…) para representarlo y sustraerse a la condición cíclica y replicante de sí mismo sobre la que también incidió Nietzsche. De este modo, como la mula a la que se le cubren los ojos para que dé vueltas en la noria de Machado, cree el individuo que camina en línea recta, sin percatarse de que reitera un trayecto que no es tal, porque no contiene avance alguno. Ixtepec también se ve abocada al sueño de una parusía política que los libere de las tiranías que soportan unos y otros, y alcance a situarlos en un estadio nuevo de su pequeña historia. Sin embargo, la fallida revolución zapatista de principios de siglo deviene en la represión militar que ahoga la intrahistoria de Ixtepec, de la misma manera que alienta, como contrapartida, nuevas y retornadas esperanzas de cambio, ahora enarbolando los paños cristeros en los balcones. El mito de la liberación del pueblo oprimido, si se sabe aguardar con paciencia el devenir natural de los acontecimientos, se trueca en eterno retorno —redoblado— de las condiciones con que fueran ya sojuzgados. Para ellos tampoco habrá una segunda (o tercera) oportunidad sobre la tierra, porque en Ixtepec «una generación sucede a la otra y cada una repite los actos de la anterior», como una suerte de mektub que los predeterminara.

La escritora mexicana Elena Garro (1916-1998)

En casa de los Moncada, «un lunes era todos los lunes» y la dilatación del instante hasta hacerlo eterno presente, tiempo en construcción, elástico y sin avances, la consiguen el padre y los hijos desprendiendo el péndulo del reloj: los Moncada parecen encararse con este y conminarlo, como Quevedo, a que deje correr las horas sin sentirlas porque no quieren medirlas ni que se les notifique / los términos forzosos de la muerte. «Hoy ya no vas a corretear», le sueltan a la esfera y las manecillas, y entonces todos los días se concentran en esa jornada concreta, y todas las horas se reducen a la caída en el tiempo y del tiempo con que Bergson llenaba su durée. Suspendida la secuencia aritmética, solo la consciencia plena de lo inmanente, que es el ahora del aquí, permite a los hermanos y al padre la introspección que los conduce a rememorar lo futuro y especular con el pasado, atrapado Félix, este último, en un estado de memoria hiperestésica feliz que lo lleva a conocer, conocerse y reconocerse en un niño y un adulto múltiple y pleno. Los recuerdos del porvenir es por ello un texto profundamente lírico.

Ixtepec también es el infierno, que ha contado con innumerables definiciones (para Sartre «son los otros»), pero que se construye invariablemente dando un paso más sobre la durée anterior: si al tiempo caído se lo provee de pulsiones aterradoras y lesivas, entonces se transforma en la eternidad negativa de Cioran, asfixiante y ominosa. Reverdece en ella el vértigo que produce la conciencia absoluta de que, como en la aurora lorquiana, ya no hay mañana ni esperanza posible, porque ha debido abandonarse toda ella al traspasar el umbral del Infierno del Dante, que Garro trueca por el aire de plomo, el fuego de un sol abrasador, el blanco que ciega y la lluvia ausente de los días sin término en que se ha de cazar a los rebeldes cristeros. En el infierno de Ixtepec la condena también es el ser conocedor del derramamiento irrevocable de la sangre que terminará por anegarlos a todos, aun cuando el final dé comienzo con los fusilamientos, no más, de los cabecillas rebeldes.

Solo así, cuando Isabel insista en huir con Francisco Rosas, asesino de Juan y Nicolás, el tiempo se reanudará mágicamente en Ixtepec para correr hacia su disolución en el espacio y la memoria. La restricción imposible de su deseo, la locura y los remordimientos la trascenderán haciendo de ella una nueva Anajarte, aunque no sea el desprecio sino el exceso de pasión la causa de su metamorfosis. Gregoria, testigo de todo, bajará hasta el pueblo a contarlo, como versión ágrafa de un mito clásico trasplantado a la tierra mexicana. Y más tarde colocará la inscripción con la voz femenina y el nombre de Isabel en aquella misma piedra, que desde entonces gritará a los cuatro vientos que todos los tiempos del mundo los contuvo Ixtepec, del que solo quedan el polvo y ella.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*