Ni en la vida ni en la literatura ni en la sociedad los movimientos son siempre hacia mejor, o miran sin dudar hacia delante. El consabido ejemplo de Irán y su retroceso generalizado en pocas décadas, la sustitución del rock por el pop y de este por el reguetón, la infantilización social palpable en Instagram, son algunos de los innúmeros casos citables. Y también la historia artística del gusto es cuento de disgustos y de regustos, de flujos y reflujos y, por supuesto, de influjos. Yuri Tinianov decía en 1927 que una visión historicista de la literatura solo era posible si se admitía su evolución condicionada por otros sistemas. «El estudio de la evolución», añadía, «no excluye la significación dominante de los principales factores sociales. Por el contrario, solo en ese marco la significación puede ser aclarada en su totalidad».
Para centrar el asunto en cuestiones literarias, que también son sociales, pongamos sobre la mesa la ardua cuestión del valor de la literatura neoclásica española del siglo XVIII. No hace mucho, el profesor Miguel Ángel Lama reflexionaba en su ameno blog de libros y crítica Pura Tura acerca de la imagen de la literatura de esa centuria, cuestionada por Juan Goytisolo en su artículo «Cuando la palabra poética nos abandonó» (El País, 2 de octubre de 2011), donde el añorado autor de Makbara comentaba que en ese periodo se produjo en España un «estiaje creativo que, exceptuando el milagro de Goya, apenas permite vislumbrar algunas brasas en tan extenso y ceniciento erial», antes de poner varios ejemplos. Miguel Ángel Lama tachaba de desinformada la opinión de Goytisolo, y realizaba después una de sus encendidas defensas de la literatura dieciochesca. Sin embargo, la opinión de Lama —experto conocedor del periodo— dista de ser la dominante. Un ejemplo: hace muchos años asistí en Córdoba a una lectura poética de José Hierro; en ella, el autor de Cuaderno de Nueva York recorría la historia de la poesía española y, terminada la riqueza asombrosa del siglo XVII (Quevedo, Góngora, Lope de Vega, Villamediana, Bocángel, Aldana, el Cervantes del Parnaso, Soto de Rojas, el verso dramático de Calderón y un interminable etcétera), hizo un inciso teatral y añadió, más o menos literalmente: «El siglo XVIII me lo salto», y pasó a Bécquer, Rosalía y Espronceda. Y lo cierto es que, tras la lectura de Hierro, intenté recordar un solo verso de un poema ilustrado, y ninguno me vino a la mente —yo era joven aún—, salvo… las fábulas escolares de Samaniego. Para aliviar mi ignorancia saqué de la biblioteca antologías poéticas del siglo aparentemente funesto, que a su vez me llevaron a voces concretas, tanto en verso como en prosa. Debo decir que el resultado no fue demasiado halagüeño, aunque el posterior estudio filológico alivió algo la mala impresión, sin deshacerla por completo. Hace poco leía la monumental novela de Andrés Ibáñez Leonís (2022), un recorrido de quinientos años por la historia y la cultura españolas. Al describir la situación del país en el siglo XVIII, la protagonista y narradora (que vive cinco siglos, en un claro guiño al protagonista de Orlando, de Virginia Woolf), Inés de Padilla, una mujer cultivada y ya por entonces con cientos de años de lecturas y sabiduría a sus espaldas, sentencia sobre el neoclasicismo: «Lo que me sorprendía era la pobreza de las letras españolas. Quise conocer a los nuevos poetas, a los nuevos novelistas, a los nuevos dramaturgos, y cuando me di cuenta de que no había poetas de valor ni novelistas de clase alguna y que un ingenio de segunda o tercera fila como Cañizares parecía ser la figura más destacada de su tiempo, se me cayó el alma a los pies. Pero ¿qué había pasado en España?» (p. 450).
Pues lo que había sucedido tiene un nombre: involución literaria —en el seno, paradójicamente, de una evidente y necesaria revolución intelectual y política—. Y esos cambios de compás son una especie de constante histórica. Cuando, después de un periodo de esplendor literario no solo no se desarrollan sus aportes o se cambian por otros, sino que se mantienen como remedo deshilachado de sí mismos, se llega a un empobrecimiento regresivo, que no se dirige hacia delante, sino que revierte la flecha temporal y va contra la literatura de calidad de la que proviene, como perro que muerde su cola o Pájaro que ensucia su propio nido. Así sucedió con la lucha entre didactismo y entretenimiento en la prosa española desde el fin del medievo hasta la novela naturalista. Otro ejemplo, tan polémico y complejo que lo reservamos para un futuro razonamiento sosegado y de la debida extensión, sería el regreso durante el XX de la narrativa realista decimonónica —cuyos estertores, por desgracia, son perceptibles aún en nuestros días— o las revivificaciones cíclicas de la literatura social de baja intensidad, o de la mala experimentación. Porque la buena experimentación es aquella que, por su grado de innovación y de ruptura de los marcos estéticos, está libre de temporalidad y de ritornelos: ella marca su propio tiempo. Por eso es tan escasa e indispensable.
Evolución e involución. Fases de mutaciones progresivas, que conllevan adelanto y progreso, y fases de involuciones regresivas. Como dice Germán Sierra, en su novela en inglés The Artifact, «we’re not the product of a movement forward but of a series of jumps aside»; podemos crecer o decrecer dando saltos hacia los lados, no necesariamente en línea recta. Algo, por supuesto, muy natural, lógico en seres humanos que también son naturales, aunque a veces se nos olvida. La literatura y la biología tienen más relación de la que pudiera parecer a simple vista. Por ejemplo, Lydia Feito Grande y Tomás Domingo Moratalla publicaron en 2020 un libro titulado Bioética narrativa aplicada, continuación natural —nunca mejor dicho— de Bioética narrativa (2013), donde defendían que la medicina debe tener en cuenta la necesidad de un relato, que permita un mejor acceso comprensivo a la experiencia clínica. Autores como Iser o Granger han acechado el darwinismo literario o pictórico; María del Carmen Bobes Naves escribe en su Crítica del conocimiento literario que «tanto la actividad creativa como la investigadora están sometidas a las leyes de la evolución histórica». Pero la opinión de que se trata de un fenómeno biológico común e idéntico a todas las especies no es compartida universalmente. Por ejemplo, Kevin Brophy, en un artículo titulado «Art and Evolution: A Partnership in Excess» (New Writing, n. 6, 2009), sostenía que el arte es precisamente un exceso evolutivo humano que nos diferencia de los demás animales. Sin embargo, hay un hilo común entre todas las opiniones: de una u otra forma, lo evolutivo y lo involutivo están indisolublemente unidos a la creación artística, porque así lo están las personas que la posibilitan.
Por eso es normal que en todas las literaturas haya movimientos de avance y de retroceso. Por eso retaguardias costumbristas suelen suceder a fogonazos de ruptura o de vanguardia. Por eso la poesía conversacional española pudo aparecer tras la estética novísima, cuando su lugar histórico cabal hubiera sido cien años antes. Es algo frustrante que personas supuestamente cultas no comprendan que su presente recomienda seguir adelante, en vez de retroceder, pero es una constante, porque somos animales imperfectos. T. S. Eliot decía en su Milton que «en literatura, como en el resto de la vida, no se puede vivir en un estado de revolución permanente»; son necesarios periodos donde las mentes se detengan a pensar si es preciso el cambio (r)evolucionario, y cómo hacerlo —o retardarlo, si uno no da para más—.
Benito Pérez Galdós, un enorme creador que ha sufrido el infortunio de tener incontables discípulos involutivos de escaso valor, se dio cuenta de que los fenómenos de aceleración histórica, descritos después por Koselleck y otros autores, han producido también una especie de aceleración evolutiva en términos literarios en el último siglo y medio: «La misma confusión evolutiva que advertimos en la sociedad, primera materia del Arte novelesco, se nos traduce en este». Por ese motivo, añadía con sorna el escritor canario en su discurso La sociedad presente como materia novelable (1897), «hemos llegado a unos tiempos en que la opinión estética, ese ritmo social, harto parecido al flujo y al reflujo de los mares, determina sus mudanzas con tan caprichosa prontitud que si un autor deja transcurrir dos o tres años entre el imaginar y el imprimir su obra, podría resultarle envejecida el día en que viera la luz». Esto nos abriría un sugestivo asunto, ligado a este, pero que nos limitamos a apuntar para darle fin a este texto: ¿acaso no hay evoluciones e involuciones entre las obras literarias de una misma persona? ¿No es este artículo una involución dentro de mi trayectoria? Y así todo.
Vicente Luis Mora es escritor, crítico literario, profesor y doctor en Literatura Española Contemporánea. Ha publicado una veintena de libros de ensayo, poesía, aforismos y narrativa, el último de los cuales se titula Circular 22 (2022).
Es curiosa esa superstición del Progreso, esa supeditación completa del Arte al Tiempo, esa creencia en que la calidad de una obra depende de la época en la que fue escrita, que El Quijote escrito en el siglo XIX no hubiera sido una obra maestra sino un libro anti-moderno, que la poesía de San Juan de la Cruz escrita hoy perdería por arte de magia toda su calidad.
Quienes juzgan la calidad de las obras de arte por su modernidad o su anti-modernidad, por su evolución o su anti-evolución, niegan la autonomía del Arte y demuestran sobre todo un desconocimiento total de lo que es. Bastaría llevarles a un museo e invitarles a que nos expliquen por qué es más bella, entre dos bellas estatuas egipcias, una 500 años más «moderna» que la otra.
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