Analógica

Sonidos en peligro de extinción; sonidos que hablan

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

En 2016, Carla Maier investigó el sonido del skateboard en la ciudad. Se dio cuenta de que el patinador activaba sónicamente las superficies de la ciudad. En su opinión, los patinadores forman parte de la lucha de los desposeídos por un espacio propio, un fenómeno permanente en las ciudades desde sus orígenes. El sonido que emiten sirve para entender las superficies de la arquitectura urbana y, al mismo tiempo, a los patinadores les resulta útil escucharse para saber qué trucos pueden hacer y cuáles no. Como conclusión, Maier dedujo que el sonido del skate incorpora nuevas formas de activar, componer y pensar la ciudad, puesto que los espacios urbanos no tienen significados por sí mismos, solo se vuelven significativos a partir de la relación que tienen con las personas que los habitan y utilizan.

Ese mismo año Vincent Battesti y Nicolas Puig publicaron su estudio sobre los sonidos de la ciudad de El Cairo. Una investigación antropológica realizada a partir de decibelios que definía el concepto de comunidades acústicas, espacios que ofrecen protección al ciudadano. Lugares donde los sonidos tienen un papel tranquilizador.

Son cazadores de sonidos. Los estudian y clasifican, como los entomólogos con los insectos. Uno de los mayores exponentes en España del estudio de diferentes materias a través de enfoques sónicos es el Audio-Lab de Bera de Bidasoa (Navarra). Xabier Erkizia, uno de los fundadores del proyecto, se define como un trabajador de la cultura de la escucha. Viaja constantemente por los cinco continentes recogiendo horas de sonidos cotidianos o de lugares insospechados. Todos los materiales los reúne y clasifica en mapas de sonidos, una labor desconocida, pero de un valor incalculable. Cada pequeño cambio social o tecnológico puede modificar e incluso hacer desaparecer sonidos que nunca más volverán a producirse.

En los años 70, en Canadá, se inició una corriente de ecología acústica, que tenía una vertiente romántica, por la conservación de sonidos en peligro de extinción. Erkizia no se considera dentro de esta corriente totalmente, su motivación para el registro y clasificación de sonidos está más relacionada con un deseo de compartir: «Empezamos realizando grabaciones de campo, material para composiciones de música experimental, pero nos dimos cuenta de que tenían un valor; por eso, a partir de 2005, decidimos incorporar todo el corpus a un mapa de sonidos del País Vasco que se ha ido ampliando con miles de grabaciones».

Ahora esos sonidos los puede usar cualquier persona. Generalmente, suelen recurrir a este banco sónico compañías de teatro o cineastas, pero los registros también tienen un gran valor para investigaciones antropológicas, arquitectónicas o urbanísticas. Sus iniciativas, además, han servido para fomentar debates sociales. Uno de sus proyectos se inició tras la pregunta de a qué suenan los ríos: «Nos pusimos a buscar qué sonidos definen un río, que no suelen ser solo el ruido del agua. Miramos si un río sonaba distinto a otro, porque aquí importa mucho lo que hay alrededor de cada río». En las comunidades a las que se acercaban con el equipo técnico para obtener las grabaciones, los vecinos acababan discutiendo por la naturaleza de los sonidos, explica. «Había sonidos que para unas personas podían ser sinónimo de economía y para otras, de contaminación. La gente debatía en los pueblos qué sonidos deben perdurar y cuáles deberían eliminarse, son discrepancias que llegaron a ser incluso políticas».

Uno de sus enfoques más curiosos lo realizó Nader Koochaki, un colaborador de Audio-Lab que creó, en Paisaje Dorsal, un archivo sonoro con los cencerros de los rebaños de ovejas de Gipuzkoa. Los estudios sobre el pastoreo eran abundantes, pero nunca se habían detenido antes en el sonido de los rebaños. Al final, reunió más de cien registros que se pudieron comparar con el sonido de rebaños de otros países. Como explica Erkizia, «el estudio permite estudiar la política de terrenos comunales para el pastoreo». En la actualidad, de hecho, trabajan en un proyecto de escucha de colmenas, una práctica que han descubierto que tiene un origen ancestral y transnacional. Se realizaba en muchos países, se entendía que el sonido de la colmena era el del oráculo.

Erkizia acepta la comparación de su banco de sonidos con el banco de semillas de Noruega: «Ellos, conscientes de que hay una industria que controla las semillas, han creado este archivo por si acaso, por si desaparecen. Para nosotros, todo lo que hacemos también está motivado por una espinita que tenemos clavada: no sabemos a qué sonaban nuestros lugares hace cien años».

Aunque huye de la nostalgia, este investigador acústico lamenta la pérdida de sonidos que tuvieron gran importancia para la humanidad, como el de los carros: «Antiguamente, los carros se llegaban a afinar, el sonido que hacían dependía mucho del tipo de maderas con las que estaban hechos. Había un diseño sonoro que tiene cinco mil años de antigüedad, es posiblemente el sonido no estrictamente musical más antiguo de la humanidad». De hecho, la rueda nunca deja de girar y los cambios siguen modificando constantemente el paisaje sonoro, señala. «Los escritores del siglo XIX muchas veces se referían al sonido de los carros como algo perteneciente al mundo primitivo, luego se pasó al sonido de los motores, pero ahora mismo, el ruido del motor diésel probablemente desaparezca de nuestros entornos dentro de diez años y le ocurra lo mismo que al de los carros. Un sonido puede hacer el retrato de una sociedad».

Los sonidos no solo reflejan el avance técnico-científico de una sociedad, según Erkizia, también pueden señalarnos los cambios políticos, incluso los esquemas de creencias, porque hay algo que está claro, la religión también suena. «Las religiones, conscientes del poder del sonido, han desarrollado sus propias acústicas. En los últimos años, la llamada a la oración en el mundo musulmán se ha tenido que empezar a regular porque las mezquitas han llegado a competir entre ellas y el resultado llegaba a ser insoportable; el ayuntamiento de El Cairo tuvo que ponerles límite. Pero nosotros hemos tenido siempre el sonido de las campanas, la gente que trabajaba la tierra y no tenía reloj necesitaba escucharlas. Ahora a los turistas les molestan y muchas se han sustituido por altavoces; es un hecho curioso porque, para las nuevas generaciones, la escucha del sonido de una campana les hará pensar en un altavoz, no en un objeto de bronce, que no solo delimitaba el tiempo sino también los terrenos comunales: cuando se oía otro tipo de campana, el caminante sabía que estaba en otro término municipal».

Los miembros de Audio-Lab han trabajado por todo el mundo. En el momento de esta conversación, Erkizia acaba de regresar de Laos, donde los monjes les han pedido un registro sonoro de todo el país. Ha pasado por Tanzania, por Japón, en cada lugar puede recoger cientos de horas, que luego se archivan. Esos sonidos no solo son el testimonio de épocas y lugares, también guardan una relación íntima con las personas. «Estuve hace cinco años en el sur de Suiza, en la parte italiana, mapeando el sonido del nodo de comunicaciones ferroviarias que hay allí. La gente que vive en esa zona necesita escuchar el ruido de los trenes para poderse dormir. Le ocurre igual al que va de la ciudad al campo, que tarda en acostumbrarse al silencio, y viceversa. Nosotros podemos registrar el canto de un pájaro, pero hay pueblos donde la gente sabe, por el timbre de ese canto, si va a llover al día siguiente».

Para ser una disciplina prácticamente desconocida, lo cierto es que el estudio de los sonidos cotidianos resulta inabarcable. Como explica Erkizia, «lo bueno de trabajar en la escucha es que no hay un fin, y por lo tanto, es un estudio infinito». Un campo de investigación sin límites y, al igual que otras materias, también con gran potencial transformador. Subrayando ese aspecto es como quiere concluir: «La mayor droga que existe es el aprendizaje. Todos los que estamos trabajando en esto sentimos la necesidad de seguir aprendiendo continuamente, porque si pierdes la curiosidad, dejas de aprender, y si dejas de aprender, dejas de vivir, te vuelves conservador, conformista y dogmático. Eso es lo bueno de la escucha».

 


Jelena Arsic es doctora en Periodismo, escritora y especialista en análisis de contenidos. Colabora en diversas publicaciones como las revistas Jot Down y Yorokobu.

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