Entrevistas

Antonio Rivero Taravillo: «¿Para qué quieres una librería de mil metros cuadrados si tienes menos títulos y encanto que una de doscientos?»

Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963) es un autor polifacético, escritor, traductor, ensayista y poeta con unos conocimientos enciclopédicos de la literatura y el folk irlandés, además de muchos otros temas. Ha publicado trece libros de poemas, cuatro de viajes y varios más de ensayos y crítica. Ha traducido a los más importantes poetas en lengua inglesa, como a W. B. Yeats, cuya Poesía reunida publicó con extraordinario éxito en 2010. Sus biografías de Cernuda y de Cirlot le han valido respectivamente los premios Comillas y Antonio Domínguez Ortiz. Ha obtenido, ademá,s el Premio Andaluz de Traducción Literaria Rafael Cansinos Assens y el Premio Feria del Libro de Sevilla. Dirigió durante un corto periodo de tiempo la revista Mercurio, cuando la gestionaba la Fundación Lara, y actualmente dirige la revista Estación Poesía

Antonio también ha sido librero y gestor. Empezó trabajando en The English Bookshop para, seguidamente, dirigir la Casa del Libro de Sevilla desde su apertura en 2001 hasta el año 2006. Durante su etapa como director, participó activamente en la vida cultural de Sevilla y tuvo el privilegio de conocer en profundidad los entresijos del mundo del libro. Todas esas vivencias las cuenta en Un hogar en el libro (Newcastle Ediciones, 2022), un texto autobiógrafico por el que desfilan la flor y nata de los escritores, editores y otros especímenes del sector editorial de la época. Nos reunimos con él en la librería Caótica para ahondar en sus aventuras y desventuras editoriales y revivir una época clave de la transformación del sector a nivel nacional y de la escena cultural de Sevilla.

Antonio, si se busca información sobre ti en Internet, en todos los sitios apareces como poeta, traductor, escritor y biógrafo; sin embargo, Un hogar en el libro narra tus peripecias como librero, un trabajo que desempeñaste desde 1989 a 2006. ¿Cómo empieza tu relación con las librerías?

Yo había estudiado hasta cuarto curso de Filología Inglesa. Arrastraba alguna asignatura y no me tentaba la salida natural para esa carrera, la enseñanza, de modo que después de 1986, año en el que me dieron una beca para ampliar estudios en Edimburgo, me dediqué a remolonear en lo tocante a lo que supuestamente debía hacer, y a trabajar muy duro en el aprendizaje del gaélico (tanto el escocés como el irlandés), así como a escribir poesía. Cuando en 1989 dos socios propietarios de academias de inglés decidieron poner una librería en Sevilla, vi la oferta de trabajo, me presenté, me entrevistaron y fue mío el puesto. Me formé brevemente en otra de Valladolid y estuve al frente de la nueva librería sevillana, The English Bookshop, que luego abrió sucursal en Huelva, hasta el año 2000. Aparte de todo lo necesario para aprender inglés, mimé una sección de literatura. La lástima es que no fuera un lugar céntrico y tuviera clientes de paso. El mercado del libro de texto entró en crisis por la competencia desleal de las editoriales y la venta directa en centros de enseñanza. En cuanto a la importación de libros, hubo también un declinar por la irrupción de Amazon, fundada en 1994. En aquel tiempo la compañía de Jeff Bezos solo estaba dedicada a la venta de libros, que los primeros años le hacía perder dinero pero aumentar cuota de mercado.

Es difícil encontrar a un poeta que se desenvuelva fluidamente con conceptos como logística, recursos humanos o marketing. ¿De dónde le vienen todas estas habilidades relacionadas con la gestión empresarial a un enamorado y traductor del gaélico?

Bueno, tengo grandes deficiencias matemáticas. Mi padre, científico, las padeció. Pero las he suplido siempre con intuición, lo cual quizás me venga de la mentalidad poética, que se basa en una forma aguzada de relacionar ideas. Por otra parte, se olvida que hay también unas matemáticas poéticas. La prosodia no es sino una organización de simetrías y correspondencias. Y aunque hoy es arcaísmo, «número» es sinónimo de verso. Hay que recordar, además, que muy importantes poetas han trabajado en el mundo de la banca o de los seguros: T. S. Eliot y Wallace Stevens en el ámbito anglosajón, y aquí José Antonio Muñoz Rojas. No pocos poetas han sido y son libreros (Lawrence Ferlinghetti, Abelardo Linares), y han sabido conciliar letras y números. Me gusta reconocerme como el último mico en esa cofradía. Y ya que hablamos del gaélico, en la Irlanda anterior al año mil se copiaron muchos manuscritos en los scriptoria de los monasterios, lo que podríamos llamar editoriales de la época, antes de Gutenberg. Algún día compilaré una historia del libro en aquellos siglos y en aquellas tierras. En cuanto al mercado del libro, aquí una curiosidad: un manuscrito de una epopeya irlandesa se canjeó por otro de las Etimologías de san Isidoro, consideradas el culmen de la sabiduría. Y es una lástima, porque de estas hay numerosas copias, pero aquella gaélica se perdió, aunque se han conservado otras versiones.

Has estado en las más importantes tertulias literarias de Sevilla, la ciudad donde has desarrollado tu carrera profesional. ¿Cuál te estimulaba más intelectualmente, las tertulias que realizabas en la Academia de las malas letras y peores costumbres o las que se daban en el Flaherty’s?

La entrañable Academia de malas letras y peores costumbres es una reunión de amigos en la que de lo que menos se habla es de literatura. Por desgracia, algunos de sus doctos miembros ya no están entre nosotros, como los inolvidables Vicente Tortajada e Íñigo Ybarra. Otros que la frecuentamos con cierta asiduidad lo hemos hecho menos en los últimos años; pienso en León Lasa, gran autor de literatura de viajes. Pero de vez en cuando sigo acudiendo a la «previa», con Fran G. Matute, Ignacio F. Garmendia, Luis Sánchez-Moliní o Fernando Iwasaki, entre otros, sin olvidar al querido aglutinante de todos Pepe Serrallé. A Lasa lo conocí precisamente en el Flaherty’s, local que para mí merece un lugar de honor en la mitología irlandesa: en sus buenos momentos, ningún antro, garito o pub de Sevilla llegó a nada equiparable. Al principio fue, empleemos un epíteto fordiano, homérico. Mi vida entonces no se medía por horas o por minutos, sino por pintas con arpas doradas en el cristal, a las que yo giraba para, una vez dados dos tragos, ver el escudo de Irlanda mirando a la izquierda y no el de la marca de cerveza negra.

¿Es Sevilla una ciudad joyceana?

Y tanto. Cuando dirigí la Casa del Libro traté en la medida de mis posibilidades de que la tienda se pareciera a Hodges Figgis, gran librería dublinesa que aparece mencionada en Ulises. En Un hogar en el libro cuento cómo desde la librería nos implicamos (mera casualidad, siendo yo su responsable) en las celebraciones del Bloomsday. En la sala de actividades y su azotea hicimos una lectura como si se tratara de la torre Martello en la que principia Ulises. Todo esto lo desarrollé en un libro que coordiné para la Fundación José Manuel Lara: Cien años y un día. Ulises y el Bloomsday, publicado con la excusa del centenario del día en el que tiene lugar el libro de Joyce. Exploré todas las posibilidades, hasta lo paródico.

¿Cuándo y cómo decides postularte para la gerencia de la Casa del Libro en Sevilla?

Visto que en The English Bookshop había tocado techo, y ante la ilusión de comenzar otra etapa, cuando se rumoreó que se iba a producir la apertura, contacté con el director de la recién abierta Casa del Libro de Barcelona, a quien conocía porque había sido proveedor mío anteriormente. Él me orientó y me allanó el camino. Desde el principio supe que aquello era para mí.

¿La Casa del Libro de Sevilla significó un antes y un después en el ámbito cultural de la ciudad?

Creo que sí. Además de la vasta oferta bibliográfica, hubo multitud de actividades en una sala destinada a ello. No solo presentaciones de libros, también hubo tertulias y diferentes ciclos. Las librerías locales sufrieron un descenso en las ventas al principio, pero algo enriquecedor fue que el mercado se ensanchó. No tengo datos, pero sí percepciones propias y comentarios de otros libreros: en Sevilla se vendieron más libros a partir de entonces, y no a costa de las librerías ya existentes. Que yo recuerde, y como consecuencia de nuestra apertura, solo cerró durante el periodo 2001-2006, el de mi etapa, la Antonio Machado. Lo lamenté, pero también digo que, de haber aguantado un poco más esa librería, se habría recuperado en poco tiempo, porque ofrecía el trato personal y selecto que Casa del Libro fue dando cada vez menos, despedidos también dos de los tres responsables de planta. A largo plazo han sucedido muchas cosas en las que la librería no ha sido decisiva, pues no tiene ya la relevancia que tuvo y se han producido nuevos fenómenos. Sevilla es una ciudad con una enorme energía cultural, demostrada en el arte, la música, la literatura. En esta hay ahora una generación de escritores que, desde Sevilla, están llegando con fuerza a toda España y fuera de ella. En la capital o en su área de influencia viven y desarrollan su obra autores como Sara Mesa, Juan Bonilla, Jesús Carrasco o Daniel Ruiz. Y también aquí está Renacimiento, que últimamente se beneficia del empuje juvenil de Christina Linares.

Fuiste impulsor de los talleres literarios en la Casa del Libro, que tuvieron bastante éxito y seguimiento. En el libro mencionas a más de veinte profesores para las clases magistrales que se daban por géneros, pero no mencionas ni usa sola mujer. ¿Qué papel tenían las escritoras durante el tiempo en que fuiste director de la Casa del Libro?

Sí, corrigiendo las pruebas me he dado cuenta de eso que dices. Lo cierto es que yo tomé la iniciativa, pero no articulé el programa del taller, responsabilidad que cayó en otras manos (muy cualificadas, por cierto). Hoy es fácil ver esto como una anomalía, pero a decir verdad hace veinte años (que parecen siglos) en España el número de autoras con obra publicada era muy inferior, casi insignificante, comparado con el de sus colegas varones. La otra tarde, por casualidad, escuché unas declaraciones de la directora de la Feria del Libro de Madrid. Se comprende que tenga que defender ciertas políticas, para las que le pagan y que justifican que esté ahí, pero, en fin, soltó la simpática mentirijilla de que hay más mujeres que hombres en todo el espectro del mundo del libro. No es cierto, o solo es verdad en parte. Hay mujeres muy señaladas en la edición, la traducción y la corrección, sí. Pero sigue habiendo más escritores publicados que escritoras, esto es un hecho comprobable; y hace dos décadas, ni te digo. En cuanto a los lectores, las mujeres son mayoría por lo que hace a la narrativa, pero no en otros géneros. Y en cuanto a la poesía, en 2003 por cada diez poetas hombres había una poeta mujer. Lo mismo se puede aplicar a quienes compraban poesía. Podemos buscar explicaciones sociológicas, pero esa es mi impresión a partir de lo que yo mismo veía en la librería y en el mundillo literario.

Una de las pocas mujeres que figuran en el libro, entre tanto señor, es Charo Albarrán, que además aparece en muchas ocasiones. ¿Qué significó ella en tu carrera como librero?

Charo Albarrán fue para mí providencial en lo personal, pero sobre todo fue la mejor directora que haya tenido Casa del Libro: alguien que había ido escalando puestos y responsabilidades, desde simple dependienta en la librería de Gran Vía hasta ser directora de esa tienda y luego directora general de la cadena, cuando esta comenzaba su expansión. Cuando yo dejé la empresa tuvimos algún contacto. Me felicitó por haber ganado el Premio Comillas y supe que barajó la idea de hacerse agente literaria, pero luego no supe más de ella. Perdí su dirección y teléfono en algún cambio de móvil y ordenador. ¡Han pasado más de quince años! Mi aprecio sigue intacto aunque no hayamos vuelto a hablar. No alabo a nadie para congraciarme porque me pueda leer, sino por justicia, del mismo modo que no callo cosas que puedan molestar por el temor de la reacción que susciten, si creo que deben ser dichas.

En Un hogar en el libro conectas tus vivencias con la historia editorial española, ya que fuiste testigo de la compra por parte de los dos grandes grupos, Planeta y Penguin Random House, de multitud de editoriales, pero también de la aparición de independientes como Nórdica, Libros del Asteroide o Acantilado. Con la perspectiva que da el tiempo, ¿cómo ves en la actualidad la salud del sector editorial?

El comienzo de este siglo (y milenio, si nos ponemos estupendos) fue muy movido en el mundo editorial, con esas adquisiciones, y por el fenómeno inverso del surgimiento de nuevos sellos. En la actualidad ya hay pocas editoriales históricas que puedan ser adquiridas por los grandes grupos; quizá por eso, a falta de compras en bloque, estos se atraen autores con la herramienta de los premios y otras tentaciones. Luego se ha impuesto un factor de peso, el de la edad, el de la jubilación de editores importantes: Beatriz de Moura, de Tusquets, diseñó la integración de su sello independiente en el Grupo Planeta, asegurándose ciertas dosis de autonomía. Algo parecido ocurrió luego con Anagrama: Herralde vendió a otro grupo, en este caso el italiano Feltrinelli, también previendo una transición ordenada. Todos nos vamos haciendo mayores. Confío en que Pre-Textos, por ejemplo, asegure su independencia para el día de mañana. A aquellos sellos que surgieron hacia 2002 les deseo muchos años también de independencia, asegurada de momento por la juventud aún de sus fundadores.

En el libro mencionas a muchas personas, tanto para bien como para mal. De las primeras, citas en reiteradas ocasiones a Manuel Borrás, ¿Qué papel ha tenido este editor en tu carrera y en la promoción de la cultura en España?

Manuel Borrás es un editor de valor indiscutible. Tiene además una virtud: lee los manuscritos. Y rechaza lo que tiene que rechazar. Yo he publicado en su editorial, Pre-Textos, pero también me ha dado noes; eso sí, con argumentos. Siempre estoy atento a sus observaciones. Como editorial mediana, los problemas económicos no le son ajenos, y en la crisis de 2009 sufrieron un importante golpe. Pero Borrás ha sabido como nadie mirar a los países de Hispanoamérica, con el doble efecto de que allí, en el circuito más escogido, circulan sus libros y aquí, además, se publican los más interesantes autores de aquellos países. Cuánto le deben, por ejemplo, Colombia o Venezuela. No es casualidad que en 1997 recibiera el Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial y en 2008 el Reconocimiento al Mérito Editorial de la FIL Guadalajara.

Las cosas empiezan a cambiar en la librería cuando las compras se centralizan en Madrid o Barcelona, dejando poco margen de maniobra a los directores y jefes de sección de las librerías. ¿Por qué ocurre esto si las ventas iban bien?

Las ventas iban bien, y en el caso de Sevilla muy bien (aunque lógicamante esto no iba a ser para siempre). Alguien en la cúspide de Espasa, propietaria de Casa del Libro, decidió, mal asesorado, que para pilotar el nuevo modelo de cadena en expansión había que optar por una dirección que procediera de esa tontería anglosajona que aquí se deja sin traducir, el retail, forma boba de llamar al comercio minorista. Y se despidió a Charo y a algunos directores de su equipo (yo no era tan importante y permanecí algún tiempo más). Quienes llegaron procedían de hipermercados y lugares igualmente sin alma y, como no sabían, lo confundieron todo. Recuerdo que uno muy principal me decía que venía de la distribución. No sabía de lo que hablaba: en el mundo del libro, la distribución son las distribuidoras, el elemento logístico intermedio entre la editorial y la librería. Como no tenían ni pajolera idea del sector en el que habían aterrizado, cometieron muchos errores. Las compras centralizadas son, en ocasiones, no solo aconsejables, sino necesarias: verbigracia, en el caso de un gran lanzamiento si se van a pactar mejores condiciones por volumen. La interferencia, sin embargo, en la compra de novedades del día a día y la no supervisión humana de las reposiciones, confiando en automatismos dudosos, crean muchos problemas. La librería de Sevilla, además, tenía el inconveniente de contar con un almacén separado en un polígono industrial. Esto restaba agilidad.

Mario Vargas Llosa publicó hace veintitantos años un artículo que, si no me equivoco, se titulaba «Endecha por la pequeña librería». Se ha recuperado en El fuego de la imaginación, primer tomo de su obra periodística. Allí el Nobel, aunque con cierta indefinición por sus conocidas tesis liberales en economía, cuenta lo que yo mismo viví, mutatis mutandis. Se refiere a los movimientos que ocurrieron en Waterstones y que dieron con el director de la tienda de Manchester en la calle.

Para un personal amante de los libros, ¿cómo se vive este cambio de filosofía en el que se despoja al librero de su conexión con la obra que tiene que recomendar?

El tiempo enseña a abandonar cualquier maximalismo. Lo ideal es conciliar gestión económica con espíritu de librero tradicional. Me consta que en la cadena hay excelentes profesionales, pero están atados de pies y manos. Por otra parte, no se puede tener al personal con horarios demenciales que no vinculan. Y los contratos deberían tener mayor estabilidad. Formar a un librero cuesta tiempo: a un reponedor o cajero, no tanto. Además, es absurdo que las librerías reduzcan una oferta de 50.000 títulos, digamos, a 15.000, como ha ido sucediendo en las grandes cadenas, no solo en Casa del Libro. Es una calamidad que se ha podido constatar en las Barnes & Noble estadounidenses o en las Waterstones británicas. Hace poco volví a Edimburgo: el inmenso flagship (sigamos con el lenguaje que gusta a esa gente) de Waterstones en Princes Street tenía menos libros que la muy recomendable y menor en superficie, pero acogedora y cálida Topping & Company. En ese momento no lo sabía, pero luego he comprobado que es una librería fundada por Robert Topping, el mismo librero al que se refería Vargas Llosa en el artículo que antes mencioné. ¿Para qué quieres una librería de mil metros cuadrados si tienes menos títulos y también menos encanto que una de doscientos? Yo podría hacer un informe detallado, pero los trabajos de consultoría hay que pagarlos y, como no me quiero dedicar a ellos, los cobraría disuasoriamente caros.

Todos los libreros tenéis multitud de anécdotas sobre la relación con los clientes. ¿Para cuándo un libro sobre títulos de libros que no existen?

Seguramente existirá, y es algo que saca a pasear oralmente, de vez cuando, todo aquel que ha trabajado en librerías. Hubo quien publicó un Necronomicón, para seguirle el juego a Lovecraft. Algo que echaba de menos cuando pasaba muchas horas en el despacho era ese contacto directo con los lectores (incluidos quienes no sabían qué estaban buscando). Por eso, y no solo por motivos de salud, recorría a ratos las plantas (había cuatro y un ático), y subía y bajaba a pie las escaleras. Ver, oír, son cosas necesarias si el trabajo de uno depende del público.

Como bibliófilo que eres supongo que sigues la actualidad del libro. Ahora mismo el género que más vende y con diferencia es el manga. ¿Entiendes el fenómeno?

Últimamente no sigo en detalle los números del sector, pero sí las informaciones sobre tendencias, que en general son buenas. Cuando yo dirigía Casa del Libro de Sevilla, ese fenómeno apenas empezaba a surgir en España. En mis viajes por librerías de otros países ya vi en Nueva York, en el 2000, grandes establecimientos dedicados al manga, pero aquí la incidencia fue mucho más tardía. Entiendo el fenómeno, aunque no me interesa. Comprendo que en la edad difícil de la pubertad y la adolescencia muchos se adentren en ese mundo que me parece individualista y simple. Pero no lo demonizo. Yo a su edad, junto a Hermann Hesse y literatura seria, leía novelas de El Coyote o Sven Hassel, y no digo que sean mejores los revólveres y los lanzallamas que las colegialas de faldas cortas y ojos rasgados. Ahora, en punto a lo nipón me quedo con Yukio Mishima o los haikus. En cuanto a los monstruos y las aventuras hijas de Mazinger Z, etcétera, que nunca me gustaron, prefiero los relatos de siempre y la mitología occidental. Cada pueblo tiene sus héroes y heroínas. Comprendo que la globalización injerte aquí modelos lejanos que a su vez han sido modelados por referentes occidentales (contra los que se rebeló Mishima). ¿Me gusta esto? No. Y a riesgo de parecer descortés, dudo mucho que el manga sea el género más vendido. Lo será en el segmento del público joven, en el que también hay altas ventas de literatura romántica adolescente y de seudopoesía, que es tan floja que yo llamo subprosa, pero no en el conjunto de lectores de todas las edades. Además, que sea el género que más crece es solo un dato relativo, no lo convierte en mayoritario. Por otra parte, la mayor parte de las ventas de manga entiendo que se realizan en establecimientos que entran en un circuito especial, donde se venden también juegos, figuras, complementos, y no en librerías propiamente dichas.

En un momento determinado empiezas a hacer una transición entre proyectos del Grupo Planeta, desde la Casa del Libro a la revista Mercurio. ¿Cómo se pergeña esa transición?

Casa del Libro y la Fundación Lara formaban parte del Grupo Planeta. Desde la Fundación se requería a menudo mi presencia para actos culturales, y luego se me encomendó dirigir Mercurio en un proyecto que incluía hasta su distribución en América, con una enorme tirada. Compatibilicé como pude ambas cosas, esperanzado con cambiar de división dentro del Grupo, pero la dirección de Mercurio fue uno de mis dos talones de Aquiles ante mis jefes de Casa del Libro, que no la vieron con buenos ojos. El otro talón de Aquiles fue que mi posición estaba ya deteriorada: ellos sabían que yo era un elemento discordante en aquella deriva de la cadena.

Cuatro horas antes de tu nombramiento oficial como director de la revista Mercurio ocurre una gran desgracia que da al traste con tus proyectos. ¿Cómo se gestiona la contemplación del abismo? ¿Hay negación, resistencia?

En realidad fue minutos antes, cuatro por no corregir la cifra. Ya venía trabajando un tiempo en la revista y en ese momento se iba a escenificar la nueva etapa, con una presentación del ambicioso proyecto. Y en ese momento, al director de la Fundación Lara, que era quien me había llamado para dirigir Mercurio, le dio un ictus, tuvo que dejar su puesto y recibió la invalidez. Afortunadamente, pese a la gravedad inicial, luego se ha recuperado relativamente. Pero al quedar fuera de combate mi valedor ante José Manuel Lara, la dirección de entonces de Casa del Libro aprovechó para despedirme. Y cinco números después también se me destituyó de la dirección de Mercurio. Una cosa no debería tener que ver con la otra, pero vinieron encadenadas. Unas horas después de mi despido de Casa del Libro sentí un gran alivio, pasado el primer momento de rabia. Yo ya no quería estar en ese barco que tenía poco que ver con aquel al que había subido a bordo. Era un fenómeno curioso ese de ver que unos polizones en el sector del libro se habían apoderado del puente de mando, cuando ni siquiera sabían manejar el timón. Sentí más no poder seguir en Mercurio, donde había introducido importantes novedades y mantuve al que había sido su anterior director, Javier González-Cotta, que colaboró conmigo en aquella etapa. Pero como cuento en Un hogar en el libro, estos dos lances me sirvieron para centrar mis esfuerzos en la investigación y la creación, con el complemento de la traducción literaria, a la que me llevaba dedicando desde 1989. Quien lea este volumen de memorias verá que al final hay un punto de optimismo.

Te sustituye un director que viene de Leroy Merlin y que no parece un gran lector… ¿Hay que desmitificar el libro como mercancía o, por el contrario, hay que seguir reivindicándolo como un objeto especial?

Es sin duda un objeto especial, aunque solo fuera por las reglas singulares que lo convierten en mercancía diferente. Es un sector que funciona de manera muy distinta a otros. Por citar solo algunas características: tiene precio fijo (con algunas salvedades recogidas en la ley); los márgenes son escasos; sus novedades no tienen parangón con la moda, que podría asimilársele si no se está avisado, pues aunque en el comercio textil también entran continuamente nuevos productos, estos, cada vez con más frecuencia, son exclusivos de esa tienda y, pasada la temporada (incluso antes), dejan de estar a la venta. En las librerías, sin embargo, conviven títulos recién llegados con otros que se publicaron hace, digamos, quince años. Son mucho más que, por seguir con el símil textil, «fondo de armario». Pero, aparte de estas peculiaridades, hay que reconocer en el libro algo distinto y superior a la mayoría de productos. No hablo aquí de los libros de consumo, sin calidad o los técnicos. La literatura toca el núcleo de la condición humana.

En cuanto a la persona que me sustituyó, o a la que me despidió, que venía de una cadena de productos complementarios de los libros (los sofás), no sé si leen o, si lo hacen, qué puedan leer. Eso es cosa de ellos y no querría incurrir en descalificaciones personales. Sí he dicho y mantengo que su perfil dista mucho de ser el idóneo. Sea como fuere, seguro que han aprendido. Nadie nace siendo librero. Lo que sí sucede es que la vocación es fundamental: no es lo mismo amar los libros que amar las ventas de lo que sea. Un librero vocacional, alguien que forma parte del mundo de la cultura, puede conciliar ambas cosas. No sé si otros pueden decir lo mismo.

Justo cuando sales de la Casa del Libro recibes el Premio Comillas de Historia, Biografía y Memoria, que convoca la editorial Tusquets, por la biografía Fuego con nieve. La vida de Luis Cernuda. Años españoles (1902-1938). ¿Qué significó este premio para ti?

Fue la confirmación de que no había errado mi camino. Al abandonar la librería no busqué recolocarme en el sector. Con el premio vi que era posible salir adelante trabajando tantas horas o más como había dedicado al puesto directivo, pero ahora a mi aire, libre. Como decidí escribir dos tomos, el premio al primero supuso que me contrataran el segundo, aún sin escribir. Cobré así, además del importe del premio, un respetable anticipo poco después. En vez de gastármelo en gambas lo empleé en viajar para documentarme. Fue una etapa de felicidad, a la que no estorbó trabajar de lunes a sábado en algo que, tal como había evolucionado, y más que lo iba a hacer, ya no me atraía.

Fui leal a Casa del Libro hasta el último día: dejé en la pared de mi despacho un bello grabado de Soledad Sevilla porque, aunque me lo había regalado un distribuidor, el marco lo había pagado a cargo del presupuesto de la librería. Hará un año volví a entrar casualmente en el despacho. Ya no estaba allí.

Cómo biógrafo y gran conocedor de Cernuda y su ciudad, ¿crees, como él, que los sevillanos son cainitas? ¿Es un rasgo nacional, o quizás propio del ser humano?

Luis Cernuda nos lanzó a sevillanos y españoles esa diatriba terrible, «A sus paisanos». No creo sin embargo que el cainismo sea endémico de España, aunque estamos bien servidos. Muchos otros países han tenido sus propias formas de guerra civil. Hace pocas semanas Michel Houellebecq fantaseaba con una posible guerra así entre los franceses de pura cepa y los musulmanes. Me preocupa que en vez de avanzar en igualdad de derechos las nuevas formas de cainismo levanten nuevos muros identitarios.

En 2022 se ha concedido el Premio ISA a la modernización de Sevilla a la librería Caótica y el Premio Librería Cultural 2022 a Rayuela. ¿Cómo ves el panorama librero de tu ciudad? ¿Dónde compras tus libros?

Ya me gustaría comprar mis libros en Rayuela Infancia, pero ya no tengo edad, y tampoco hijos a los que regalárselos (algunas veces lo he hecho a sobrinos). En Caótica sí he comprado, naturalmente, y he presentado un libro mío de viajes acompañado de Eduardo Jordá, aunque me resulte incomprensible que dé la espalda a la Feria del Libro, en la que creo que debería participar (el pasado año, por ejemplo, se habría beneficiado de importantes ventas que seguro que le habrían venido muy bien), pero donde más lo hago en la actualidad es en Librería Palas. Me gusta cruzar el río, adentrarme en el barrio de mi infancia y llegar hasta la librería, que tiene un amplio fondo, quizás demasiado abigarrado pero ahí está precisamente su virtud: la cercanía a la exhaustividad, cada vez más inalcanzable por otra parte, dada la elevadísima cantidad de novedades. Además, a unos pasos se encuentra el herbolario donde compro el pan y no, no me voy a resistir al tópico (porque en este caso es cierto y no mero cliché): así mato dos pájaros de un tiro, comprando pan para el cuerpo y pan para el alma. Póngase música de violines si se quiere, acompañando un fundido en negro.

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