Horas críticas

«Que lo primero que aprendan los niños sea a leer y a nadar»

Reseña de «Palabras del Egeo», de Pedro Olalla

Palabras del Egeo, del reconocido helenista Pedro Olalla (Asturias, 1966), resulta de lo más útil no solo para resituar nuestro sentido de pertenencia sino para reivindicarlo en un momento en que las ambiciones de los imperios en liza —con la guerra en Ucrania alterando drásticamente los proyectos de vida de la gente común— nos empujan a confundir nuestra identidad, necesidades y objetivos con los de las locomotoras económicas. Somos Europa, somos mediterráneos, latinos, grecorromanos… ¿Qué significa esto exactamente?

Olalla construye su ensayo en forma de carta a su hijo Silvano, muchacho de diecisiete años que ha de llegar a Kimolos o Argentiera, pequeña isla del archipiélago de las Cícladas, donde su padre le espera redactando en unos cuadernos —ordenadas las notas en capítulos, y estos presentados como cuenta atrás de los diez días de verano que faltan hasta el encuentro— lo que ha de entenderse como un legado de la historia actualizada de los orígenes de la lengua y cultura helenas, pasión en la que ha fundado su vida, reconocido con distinciones como embajador del helenismo por el Estado griego y miembro asociado del Centro de Estudios Helénicos de la Universidad de Harvard. El ensayo se acompaña de un largo capítulo de notas en las que se documentan los hechos narrados y las citas, títulos y etimologías que, junto a la bibliografía y el extenso índice, no esconden que también apunta al lector universitario y especializado. Como todo en este libro, el planteamiento ofrece varias capas de lectura: la carta al hijo permite dulcificar la erudición abrumadora que, por fuerza, ha de transmitir en la temática elegida y enlazar ejemplos o conectar temas sin el pie forzado de una exposición ensayística; es una invitación al viaje a través de la geografía, el tiempo y los textos antiguos, además de ofrecer la tesis que vertebra el libro, según la cual desde esa zona del mar Egeo arranca la cultura que luego se expandió, como demostrarían las evidencias halladas en las últimas excavaciones, así como las conclusiones novedosas, especialmente sobre el origen de la lengua que hoy llamamos griega, que han propiciado las nuevas tecnologías. El hijo a punto de dejar la adolescencia, que nada en el idioma griego aprendido en la niñez «como un milagro natural y sencillo», desconoce las complejidades de su cultura y ha decidido que quiere «cultivarla». En eso la mayoría de lectores nos parecemos a él. Somos receptores y herederos naturales de esa Historia, de ese conocimiento, que los avances tecnológicos de las tres últimas décadas, incluido el empleo de sofisticados algoritmos, han permitido ampliar en direcciones muy interesantes —como la que discute que vengamos de África, un dato con el que hemos crecido la mayoría—, refutar o por lo menos discutir la teoría dominante —como hace Olalla con el origen de la lengua griega a partir del indoeuropeo, que «no es sino una lengua hipotética»—, así que no se trata de un resumen de Historia griega cerrada sobre la que volver una mirada nostálgica, sino una actualización de datos que alumbra una Historia diferente con muchas capas de tiempo y un extensísimo territorio de influencia.

Al principio de todo estaba el mar Egeo, las islas, el cielo y sus habitantes. El mar —o [hals] en griego— es el origen de la cultura; la palabra fundamental y la formación de las palabras obedecía a una asociación que hoy llamamos poética, según los sonidos y los lazos que unían realidades geográficas, fenómenos meteorológicos y sensaciones, sentimientos e ideas abstractas que se derivaban. Las palabras son indisociables de la voz humana y de la necesidad y voluntad, no solamente de referirse al mundo presente, sino especialmente de evocarlo en ausencia. No ha de extrañar el espacio dedicado a describir y analizar de qué modo la evolución de las palabras refleja las asociaciones de ideas que fueron el detonante de su formación. Deja para la parte final la exposición más filológica e histórica sobre el nacimiento y evolución de la lengua y la escritura griegas —«el alfabeto griego, ese primer sistema de escritura que consiguió representar la voz, de manera completa e inequívoca, por medio de los signos»—, su influencia en otros territorios, lo discutible que le parece describirla como una lengua importada desde zonas donde no queda ni rastro del supuesto núcleo generador. El mar son las olas, el rumor, las variaciones de la luz, la profundidad y las distancias, también es la sal y los animales marinos y enseguida la pesca, la navegación y ya podemos imaginar qué mundo surge de cada porción de realidad.

Un mundo nombrado mediante metáforas donde el lenguaje es «un ejercicio de comparación interminable». Junto con la recuperación del origen de la cultura griega a través de las etimologías de esos elementos fundacionales y el despliegue de imágenes que multiplican la realidad, Olalla centra su ensayo en el concepto de logos como el arte de pensar, ligado enseguida al relato y al cálculo. No tarda mucho en embarcarnos con los marinos del Egeo en unas travesías que abarcan más mundo del que siempre creímos que conocían y, basándose en los recientes hallazgos científicos que han detectado ADN en excavaciones en determinadas zonas de Canadá y de África, poder describir las rutas en busca de metales, como el cobre puro, que los llevaron nada menos que hasta el lago Superior (¡en Norteamérica!) para responder a las necesidades del Egipto faraónico, apoyándose en el conocimiento de las corrientes oceánicas. Es el avance científico de hoy, y dentro de él lo que el autor llama nuevas lámparas, el análisis de la materia y el del código genético humano, el que permite interpretar descripciones de relatos clásicos como muestra de que nuestros remotos antepasados se manejaban con un saber aquilatado en más siglos de lo que se daba por seguro, un saber que abarca tanto la astronomía como el idioma. Por eso escribe Olalla que «la vieja cultura del Egeo tuvo una edad de oro mucho antes de los tiempos de Homero, Pericles o Alejandro». En otro momento, en el Día Seis, donde relata el hallazgo en la isla de Ketos de un asombroso complejo monumental enteramente de mármol, «¡un islote entero esculpido en forma de pirámide escalonada!», mármol que había que traer de la vecina isla de Naxos, y lo que este descubrimiento revela sobre el sofisticado estado civilizatorio de la zona 4.600 años atrás, se aventura a proponer una tesis que cose el conjunto de este ensayo: «Yo creo, humildemente, que cicládicos, minoicos y micénicos no son sino etiquetas científicas que dividen en pueblos distintos lo que bien pudo ser una civilización unitaria, sujeta, claro está, al devenir del tiempo y a procesos diversos de evolución interna» (p. 95).

Esta afirmación suya subraya en qué medida nuestro conocimiento de la cultura griega puede cambiar aún al hilo de los hallazgos que propicie la revolución tecnológica, aunque por ahora ya son varios los expertos que avalan la teoría de las islas Cícladas como «cuna de la civilización helénica», al contar con tres elementos fundamentales —religión, tecnología y organización política— que iban a permitirles influir en la organización «de los minoicos y griegos del continente».

La carta al hijo permite enlazar fuentes diferentes, como la búsqueda Troya de la Edad de Bronce, historias de excavaciones, de expertos que vieron fracasar sus iniciativas por la convulsión política de los siglos en que floreció la arqueología, de estudiosos que aportaron teorías —como la del origen indoeuropeo de nuestros idiomas— o han validado otras que cambian las certezas consolidadas, de mitos que sirven para contar la historia de un lugar, unas costumbres, un arte, como el de la escritura. El saber escrito como raíz de una transmisión al alcance de todos y no de una élite, una forma de memoria que se recrea y transforma en el tiempo a partir del alfabeto. Pedro Olalla consigue transmitir su pasión y su compromiso con Grecia como una sed de descubrimientos, semejante a la que llevó a los primeros habitantes del Egeo a expandirse «en todas direcciones» en busca de materiales, riquezas, nuevos asentamientos —como cuando cataclismos en forma de inundaciones o de seísmos, que pasaron a ser mitos de origen, los expulsaron de sus territorios— y a compartir sus saberes —el saber de la agricultura y los cultivos, la recolección, la lengua y la unión de los pueblos para su mejor administración—, y lo hace con una erudición cautivadora.

Parece un sarcasmo que los europeos del sur nos reconozcamos como descendientes de una cultura que identificamos en un puñado de elementos fundacionales —«los mitos, los dioses, los ritos, la música, el vino, el aceite, el uso de metales, el trabajo de la piedra y del mármol, la navegación, la curiosidad científica o la sensibilidad artística»— y que estemos dispuestos a traficarla por una cultura de la violencia y la subordinación económica.

La metáfora de esa remota edad de creación de ciencias y técnicas y artes que decayó hasta morir, pero no sin dejar un rastro que fue simiente de un renacer, que generó a su vez nuestra cultura, funda una tercera capa de sentido de Palabras del Egeo, un sentido que Pedro Olalla ha defendido en otros libros y en intervenciones públicas, como durante la crisis de la deuda que dejó a Grecia a los pies de los caballos del FMI, el que defiende una voluntad de resistencia, el optimismo del logos, en estos tiempos donde la malversación del conocimiento por diferentes medios ha favorecido el crecimiento de discursos reaccionarios y una amenaza real a la democracia y a la cultura que va con ella.

 


 PALABRAS DEL EGEO. EL MAR, LA LENGUA GRIEGA Y LOS ALBORES DE LA CIVILIZACIÓN 
Pedro Olalla
ACANTILADO
(Barcelona, 2022)
400 páginas
24 €

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