Ficción

Azul cobalto

Me lo llevo al cuarto de baño. Cierro el pestillo. Bajo la tapa del váter. Me siento. Tamborileo el sobre de cartón con los dedos, posándolos sobre el tiempo débil y sustituyendo los tiempos fuertes por silencios, contratiempo por culpa de los nervios. Me quito la roña de las uñas y miro la compresa que sobresale de la papelera. ¿Cada cuánto limpian los baños de mujeres?

Introduzco la mano. Hoy no tengo paciencia para el juego de adivinar, así que saco lo que sea que haya dentro del sobre sin valorar que pueda tratarse de algo peligroso. Encuentro otro sobre, uno pequeñito, y un pin (¡algo punzante!) que dice: ¡MÍRAME! El pin es de color azul cobalto, tal y como anuncian las revistas. Después, desgarro el sobre pequeño con las uñas limpias, el corazón a mil porque es justo lo que estaba buscando, lo que todo el mundo estaba buscando: la invitación a juego con el pin. En la invitación pone: ¡MÍRAME!, ¡MÍRAME!, ¡MÍRANOS Y TE MIRAMOS!, todos los martes y jueves a las 20:30, calle Nomeolvides nº3, Quinto C, acceso restringido, solo personal verificado con la insignia azul cobalto.

Guardo el pin y la invitación en el bolso, por fin, por fin, por fin, los acaricio entre los pintalabios, las llaves, la cartera y el teléfono, y luego levanto la tapa de la papelera rebosante de tampones y compresas. Me abro camino entre los restos y escondo el sobre grande y el sobre pequeño, las pruebas del delito, abajo del todo, en lo más seco de la sangre seca.

A continuación, tiro de la cadena para no levantar sospechas, descorro el pestillo, me lavo las manos y me asomo al ajetreo de las cervezas yendo y viniendo, a los nachos con queso, a las hamburguesas que nunca ganarán el Concurso Nacional de Hamburguesas y a… ¡la mochila de la chica sigue abierta! ¡Y la chica todavía no ha vuelto! ¡Y nadie parece haberse dado cuenta de lo que ha pasado!, ¡de lo que he robado! Cojo mi abrigo, pago la cuenta en un pispás y me marcho como una ladronzuela satisfecha, sabiéndome verificada, bien bonita, coloreada entera de azul cobalto, aunque los demás todavía no lo sepan.

El martes a las ocho y media me planto en la calle Nomeolvides nº3, un edificio de los años cincuenta, con el pin sobre la solapa del abrigo. El pin a la vista: ¡MÍRAME! La persona al otro lado del timbre me abre la puerta y subo cinco pisos por las escaleras porque ya tengo treinta y tres y el culo hay que cuidarlo.

Me reciben con abrazos y me llaman por otro nombre. Me llaman Silvina porque ese debe de ser el nombre de la chica del bar. La chica a la que le robé el sobre que asomaba de la mochila. «Querida Silvina, bienvenida, ¡qué ilusión conocerte!», me dicen. Y yo les complazco con una sonrisa tímida y me dejo conducir a la Sala de los Miramientos.

Que no te extrañe que no se den cuenta de quién soy o, mejor dicho, de quién no soy. En este mundo nadie ha visto verdaderamente a nadie. Por eso existe la Sala de los Miramientos.

La Sala de los Miramientos es rica en texturas sin caer en excesos, salvo por las flores de cinco pétalos que inundan las esquinas: nomeolvides azul cobalto en macetas y floreros sobre el suelo, los muebles y las estanterías. Nomeolvides por todas partes para recordar la mirada atenta y delicada del amante eterno. ¡MÍRANOS Y TE MIRAMOS!

Nos sentamos en círculo sobre unos cojincitos como los que hay en las salas de yoga, y durante unos minutos nadie dice ni hace nada. Hasta que:

–¡MÍRAME! –grita una mujer.

Y todos la miramos.

–¡MÍRAME! Soy Diana, ¡MÍRAME!

La miramos y Diana sabe que la estamos mirando.

–¡MÍRAME! –repite–. ¡MÍRAME!

Diana se levanta, avanza hacia el centro del círculo, alza las manos y da vueltas como si estuviera en un festival, excitada, la piel de gallina. Diana gira y gira como si hubiera consumido la droga del amor. Diana continúa gritando ¡MÍRAME!, ¡MÍRAME!, y gira y gira, y ya está casi de puntillas, a punto de salir disparada, centrifugada, el pin azul cobalto resplandeciendo en la camisa, cuando se desploma sobre el suelo. Me incorporo para ayudarla en un gesto casi automático, pero la persona que está a mi lado me detiene. Me sujeta con firmeza y me obliga a seguir mirándola. Todos mis compañeros la están mirando. Todos están en su sitio, quietos. Así que yo también la miro. No me muevo. No quiero que me echen. Un rato después, una mujer con capa entra en el círculo, la recoge con cariño y se la lleva a otra habitación.

Después de Diana sale Julio.

–¡MÍRAME! Soy Julio, ¡MÍRAME!

Luego lo hacen Ricardo, Martina, Fran, Jimena, Sergio, Héctor y Unai. El proceso es el mismo. Se levantan, se colocan en el centro del círculo y gritan: «¡MÍRAME!», «¡MÍRAME!». Y todos los miramos. Y cuando acaban, cuando se corren en una especie de orgasmo ocular, algunos se desploman y la mujer con capa se los lleva a otra habitación. Julio, Ricardo, Fran y Jimena están en la otra habitación. Martina, Sergio, Héctor y Unai siguen conmigo, sentados en círculo, preparados para mirarme. Solo falto yo.

Pero es que me pica el pin clavado en el jersey. Me pica el jersey. Me pican la vergüenza y el miedo a la muerte, aunque no creo que Julio, Ricardo, Fran y Jimena se hayan muerto, quizá solo se marearon, ¿no? Pero es que quiero salir y que me miren, Dios, quiero que me miren, que me reconozcan. Seguro que Julio, Ricardo, Fran y Jimena solo se desmayaron un momentito, nada más, ¿no? Ssshhh. Venga. Sal. Levántate. Grítalo, ¡grítalo!, ¡GRÍTALO!

Para eso has venido.

–¡MÍRAME! –grito–. ¡MÍRAME!

Y todos me miran. Me levanto temblorosa, las piernas como las de un cervatillo recién nacido, y sigo gritando para que el chorro de aire me mantenga erguida.

–¡MÍRAME! Soy Silvina, ¡MÍRAME! –y me da un ataque de risa. Luego me echo a llorar.

Solo me calmo al saborear sus pupilas.

–¡MÍRAME! –y me relamo los labios, los ojos de mis compañeros como banderillas de aceitunas y cebollitas–. ¡Qué gusto! ¡MÍRAME! ¡Dios, qué gusto! ¡Sí! ¡Sí! ¡MÍRAME!

Y todos me miran y se me escapan las palabras:

–Mírame porque no hay nadie como yo, mírame porque me deseas, deséame, quiéreme, quiéreme, ¡MÍRAME!

Y me miran y me miran y me miran y colapso, exhausta de gratificación instantánea.

Me despierto en la otra habitación, donde no hay flores azules. No hay nada de nada. Todo es blanco: colchas blancas, cortinas blancas, alfombras blancas. Un espacio aséptico, desnudo de intensidades como las que se viven en el Salón de los Miramientos. Un lugar de descanso. La mujer con capa me mira sin que se lo pida y me dice:

–Incorpórate despacio, sin prisa. Y cuídate mucho estos días, guarda esto que sientes ahora, guárdalo bien, porque solo ofrecemos dos sesiones a la semana, ni una más, ni una menos. No quiero verte merodeando por aquí si no es para asistir a los eventos programados.

Asiento con la cabeza porque no sé qué otra cosa hacer. No tenía pensado volver hasta el jueves. Con lo bien que me siento, ¡puede que ni me haga falta venir el jueves!

Oh, pero sí. Resulta que sí porque el gustito se esfuma en cuanto salgo del edificio (el pin en el bolso para no ir por ahí alardeando) y me doy de bruces con cientos de ojos ninguneantes y egoístas. Cada cual a lo suyo y siempre hacia delante. Tampoco puedo compartir mis inquietudes con nadie porque no soy Silvina, no puedo arriesgarme a desvelar mi nombre. No puedo enseñarles el pin a mis amigas, ni a mi madre, ni siquiera contárselo a mi psicóloga. De mi psicóloga no me fío ni un pelo, me saldría con eso de que mentir es ir en contra de mi yo más auténtico, y ya sabemos lo que te pasa cuando finges ser otra persona.

El jueves llego cuarenta y cinco minutos antes a la calle Nomeolvides nº 3 pero no llamo al timbre hasta las ocho y media. Estamos los mismos del martes, salvo por Unai.

–¿Dónde está Unai? –le pregunto a Martina, y me responde alejándose de mí para sentarse en la otra punta del círculo, si es que los círculos tienen puntas.

La sesión transcurre maravillosamente, incluso mejor que el martes, ¡MÍRANOS Y TE MIRAMOS!, y todos nos desmayamos y todos nos despertamos en la otra habitación, en la habitación blanca, brillando.

Antes de marcharme, la mujer con capa se acerca sigilosamente y me coge la mano con una suavidad que me sorprende y me relaja. Que me deja a su merced. Me acaricia la mano –me fijo en su manicura perfecta– y me mira, y me dice:

–No hagas preguntas, Silvina, no hables con nadie. Y no vuelvas a llegar antes de la hora.

Sus ojos penetrantes me anclan al suelo y solo me liberan cuando digo:

–Sí, señora.

El jueves por la noche estoy bien, duermo bien; el viernes se me hace largo; el sábado, demasiado largo; y el domingo estoy que me subo por las paredes. Arranco el papel pintado. ¡MÍRAME! ¡MÍRAME! Pero en mi habitación no hay nadie para mirarme. El lunes no voy al trabajo. Le digo a mi jefa que estoy enferma y no es mentira. Es verdad. Estoy fatal. Estoy muy, muy mal. Tengo pesadillas y alucinaciones en las que los ojos se transforman en bocas de caballo llenas de telarañas y bichos asquerosos, y me devoran, como en la película de los Hermanos Grimm, esa en la que salen Matt Damon y Heath Ledger. La señora con capa me come a través de los ojos como bocas de caballo y desde el interior de sus vísceras le pido ayuda a mi psicóloga, ¡socorro!, ¡ayuda!, pero la señora con capa también se la ha comido, la señora con capa se ha comido a mi psicóloga. Mi psicóloga está sentada en un sillón blanquísimo en un rincón de su barriga, esperando a que le cuente que robé un sobre que contenía una insignia azul cobalto, un pin salvavidas. Pero no me atrevo.


Marta Argüelles Hortelano (Madrid, 1993) es graduada en Publicidad y Relaciones Públicas por la ESIC Madrid y máster en Innovación en Industrias Culturales y Creativas por la Aalborg University. Ha trabajado en proyectos de bandas y artistas como Maria Arnal i Marcel Bagés, Guitarricadelafuente, Bejo, Delaporte, Sen Senra, Dellafuente, La Zowi, Bad Bunny, Jorja Smith, Oasis o BTS, y ha ido a muchos conciertos. Hace casi dos años dejó su trabajo para ganar espacio y exponerse a la vida en la naturaleza, una decisión de la que surgieron Volcánidas, manuscrito de su primera novela, y «¿Dónde está la pelota de baloncesto?», una newsletter de cuentos para adultos.

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