Ficción

Hace un minuto que he despertado en la sacristía

Nunca me he considerado una persona fuera de lo común. Trabajé desde joven, pasé el final de mi adolescencia en un taller de joyería engarzando, refundiendo y esmaltando, nada especialmente lujoso en realidad. Durante esos años fui guardando con disimulo escorias de todos los materiales con los que trabajaba: oro, plata cruda, diversos aceros, rodio, titanio. Conseguí conservar todos los dedos y a eso de los diecinueve, con la vista ya forzada, abandoné el taburete giratorio, pero lo más lejos que llegué fue a una cerrajería del barrio contiguo. El cambio no era muy apreciable. Seguía sentado delante de herramientas y de máquinas, escuchando los engranajes girar en su interior. Las moldeadoras y copiadoras de llaves, las tronzadoras para cortar rebabas, las troqueladoras, las pulidoras, a todas las conocía por su sonido en funcionamiento.

Como cualquier maquinaria, todas ellas necesitan un mantenimiento pautado y periódico. Se desmontan determinadas partes, se eliminan los residuos de metal con pinceles, imanes y aire comprimido y luego las piezas se lubrican a mano. Era un proceso que disfrutaba mucho y que, con mayor calado que en el taller de joyería, sentía extrañamente íntimo, como una seducción mutua y visceral. La contraparte de la tarea, como también me ocurría en el taller, era la insidiosa supervisión de mi encargado, a la que aquí había que añadirle las continuas interrupciones de la clientela. Necesitaba hacerlo a mi ritmo, fuera del horario comercial y en soledad, sin otro par de ojos oteando sobre mis hombros.

Tocó su limpieza por quinta vez durante mi contrato. Sobre las dos de ese mediodía mi encargado, terminando de enfundarse un anorak sobre el guardapolvo, señaló el mostrador con el índice arqueado mientras se dirigía en diagonal hacia la puerta. Con algo de prisa, no sé el motivo, me dejaba al cargo de la limpieza de todas las máquinas y del cierre del local. Ah, y hoy no se abre por la tarde, claro. Vete en cuanto acabes la toilette de tus marquesas, me dijo. Mientras lo miraba salir sonriendo a su propia ocurrencia, lancé la mano a la repisa bajo el mostrador y palpando enganché la argolla de la que pendían la llave de la puerta principal y el mando que controlaba la persiana metálica. Vi algo aleteando sobre mis pies y enfoqué: un billete reblandecido de veinte euros caía lento sobre los cordones de mi zapato. Esperé soliviantado un tiempo prudencial antes de pulsar el botón de cierre.

Reservé las pulidoras para el final. En su turno, les cepillé delicadamente los recovecos, trasladando el polvo y las virutas de metal a una lata plana de puritos que llevaba encima con ese propósito. Lo hacía cada día fuera de la vista de mi encargado, tocara o no tocara limpiar la maquinaria. Luego, en mi dormitorio, etiquetaba y guardaba esos restos en un maletín grueso con aislamiento de plomo. Las escorias que fui guardando cuando trabajaba en el taller de joyería estaban en la misma situación.

Acabé mucho más tarde de lo que podría haberlo hecho. A cada máquina le había asignado un juego específico de trapos con los que me recreaba al engrasar las piezas. Puedo reconocer por el simple tacto cada parte de esos modelos y reconstruir el conjunto desde cero, y no es un farol.

Fue por entonces la madrugada en que, creyendo estar dormido, un parpadeo en la oscuridad me evidenció que solo estaba absorto en ella. No sé cuánto tiempo llevaba en ese estado. En algún reducto de mi conciencia tenía una maquinaria zumbando. Me destapé de una patada. Cogí los maletines de muestras y encendí mi kit de fundición casero. Cuando la temperatura se acercaba al punto de fusión de la plata decidí fabricar un mondadientes propio, por el pasatiempo de recordar cómo malear la plata a mano alzada. Uno de los extremos obviamente apuntado; el otro lo adapté a la cizalla que harían mis dedos al sostenerlo. Resbalando por él la mirada durante el pulido, frío sobre un trapo de gamuza, pensé que parecía una ramita bañada en la plata y no un producto íntegro de ella misma.

Como tenía bastante cantidad, y gracias al insomnio, fabriqué varios objetos de plata. Mi favorito es este anillo moebius, reforzado con un poco de níquel. Aunque he fabricado también adornos y chucherías, baratijas por entretenimiento que a veces me acompañan como amuletos en los bolsillos, el anillo es lo único que siempre llevo conmigo, en el pulgar derecho. He intentado vestirlo en otros dedos y en la mano contraria, pero en algún gesto que no advierto lo devuelvo a ese pulgar y ahí lo encuentro después de horas sin siquiera mirarlo.

Noche tras noche, contemplando la superficie de arena prensada que encierra el molde, apartaba la tentación de producir otras cosas con mi kit. Las hendiduras y muescas de los cientos de llaves que pasaron por mis manos se confundían sobre el lienzo virgen en una sola silueta mutante. Salvo en el caso de aquellas que, por confianza con el cliente o habladurías, conozco dónde se encuentra la puerta que abren y si ocurriese algo podría haber sospechas hacia mi persona y lugar de trabajo, no habría habido problema ninguno en que las fabricara por pura distracción. El problema real es que, si las hubiera fabricado, no sabría cómo no acercar mis llaves a los labios de las cerraduras. Esta es la verdadera tentación de la que me alejaba.

Pasado algún tiempo caí en hacer la cuenta y ya llevaba dos años largos trabajando en la cerrajería. Según mi encargado, ya estaba aprendido todo. Cada vez tenía más turnos a solas, cada vez él trabajaba menos y cada vez yo me sentía más empujado a reproducir llaves allí mismo. En cierta ocasión llegué a imaginar posibles planes de negocio sobre ello, todos ilegales. Quería irme. La maquinaria y la soledad tras el mostrador me lo ponía todo demasiado fácil. Allí no había otras tareas que pudiera yo realizar, el local estaba dedicado únicamente a la cerrajería y a ciertas reparaciones de calzado, así que para cambiar de trabajo agucé el oído por mis zonas habituales de paso, busqué por los carteles pegados en las farolas y cabinas de teléfono, me ofrecí a conocidos que tenían empresas de transporte, de mudanzas o de montaje, lo típico, pero no fue hasta que interrumpí una conversación entre dos vecinos en el rellano anterior al mío cuando tuve la oportunidad.

El puesto era de vigilante nocturno en un edificio histórico, un monasterio construido en el siglo XV por la Orden de los Mínimos. Su rehabilitación estructural, junto con las labores de restauración de algunas piezas de orfebrería y pintura, empezaban la semana próxima y se estimaba que durarían un año como poco. Eso sin contar con los márgenes de retraso extraoficiales, apostilló mi vecino, que me ofreció cubrir su vacante casi con desesperación porque había decidido prejubilarse cuando ya tenía pactado ese último contrato. Si no encontraba sustituto, por aleatorio que fuese, no podría retirarse.

Empecé el lunes siguiente y en las primeras semanas apenas vi otra cosa que los avances que se hacían despejando las estancias para arrancar las obras propiamente dichas. Los operarios y burócratas iban eligiendo qué peritar y trasladar para su restauración, qué desechar, qué no tocar, qué precintar. La ronda inicial por el monasterio la dedicaba a observar los resultados de estas cribas, leyendo los rótulos pegados al papel de burbujas que envolvía los muebles que dejaban reunidos en el centro de los aposentos. Yo inspeccionaba procurando parsimonia en mis pasos, con respeto hacia el edificio en sí. Por la sensación de tenue recogimiento que me produce transitarlo, lo cierto es que me ha terminado cautivando. Nunca antes había sido consciente de las distintas intensidades contenidas en este silencio que no sé si sacro, pero me produce un entumecimiento de los sentidos que me agrada. El insomnio, que en un principio jugaba a mi favor para este empleo, se diluía en mis paseos. Ya apenas pensaba en producir llaves con mi kit de fundición, pasaba las noches fuera de su alcance y mi trabajo no tenía nada que ver con ello, cosa que me alegraba.

La caseta en la que puedo descansar durante mi turno, ubicada en un recodo ajardinado de la fachada, tiene un camastro que hasta un cadáver rechazaría. Paro poco ahí, solo para ir al baño y comer algo. He desarrollado una especie de ronda constante al margen de los horarios estipulados. En las estancias del monasterio, paso ratos considerables mirando los muros desnudos, siguiendo con los ojos el perfil de las huellas que los muebles han dejado tras décadas sin moverse. Entre la calma y el cansancio, me adormezco en los sitios más insospechados: bajo altares, sobre pilastras derruidas, en camas de antiguos monjes enfermos y de pie en alacenas casi insonorizadas por densos estratos de telarañas. Es curioso que ahora las circunstancias sean las contrarias y dormir un inconveniente, pero más extraño es cómo ha variado mi forma de soñar aquí. Los sueños que he tenido y tengo en estos lugares han hallado la forma de sobreponerse a este silencio que engulle el monasterio como un manto de magma invisible.

Pude comprobar esto la noche que traspasé la cruceta rojiblanca con la que los operarios habían precintado las escaleras que conducen al púlpito. Ya arriba, me acodé para observar la nave principal totalmente despejada de bancos corridos. Concentrado en la cadencia de mis latidos, tardé en percatarme de que estaba siendo acunado por un susurro que impregnaba el aire como si supurase de los muros. Noté un drenaje en mi energía y fui acurrucándome en el púlpito. En otro momento habría pensado que todo era fruto de la sugestión o de mi oído interno fallando, pero he aprendido a distinguir los estadios del silencio hasta que se asienta: primero parece una tormenta distante y, avanzada la noche, se vuelve una estática majestuosa que acaricia con sus plumas cada costura del edificio. Cerré los ojos y ya dormido, erigiéndose en la oscuridad tras mis párpados, dibujados con trazos de blanco ingrávido, brotaron esbozos de estructuras con una evolución imprevisible. Las dimensiones, las aristas y los volúmenes se transformaban con cálculo y elegancia. Pacientemente, y sin faltar a mi labor de vigilante, vi que con práctica podía diseñarlas a mi antojo. Fui potenciando este ejercicio de lucidez onírica, adueñándome de mis capacidades hasta construir mecanismos y espacios funcionales, hasta engendrar incluso pequeños organismos autónomos que respiraban arqueando ciertas líneas de sus figuras o que se defendían endureciendo otras y se desmigaban sin florituras cuando dormía de forma superficial o entrecortada. Esta herramienta superaba con creces mi kit de función, aunque no pudiera tocar nada de aquello que con tanta claridad imagino.

Al relevarlos en la creación de imágenes, mis sueños entendieron que su papel debía ser otro, algo que complementase y superase mi injerencia en su territorio. Se adaptaron rápidamente a esta nueva situación; aprendieron a encarnar el sonido en el éter negro del escenario que ahora compartimos. A través de la materia, durante el ensamblaje de tres constructos que serían un obelisco, comencé a percibir por primera vez la vibración de un silbido que se exhibía al fintar sobrevolando mis construcciones, al sembrar en ellas crujidos, al insinuar estruendos y al ulular libre por entre los cuerpos de mi geometría evanescente. Ninguno de estos acontecimientos tenía eco en la vigilia.

Hace un minuto que he despertado en la sacristía. Aquí los muebles no han sido embalados y puedo dormir en alguna de las sillas desperdigadas o recostado en la alfombra, como ha sido. Al ponerme en pie, me desperezo y enciendo la lámpara de lectura que hay sobre el escritorio principal. A su espalda, un arco ciego guarda dos ventanas y un armario bajo que ocupa todo su ancho. Entre un pequeño retablo con bajorrelieves y una foto actualizada del Papa, el halo me ha descubierto una maceta de aventurina con un bonsái plantado. Lo traslado al escritorio, pero he de dejarlo en el borde porque su tronco se ha vertido fuera de los límites del rectángulo. Acerco la lámpara. Buscando, supongo, el sol que entra por las ventanas, el árbol se ha ido así estirando en una catarata hacia el suelo. Las hojas tienen un tono azul polvoriento que aprecio en las ramas fuera del foco. Giro un cuarto el recipiente y veo que una porción de sus raíces está asomando y que se han tensado hasta provocar roturas y anudamientos, vencidas por el peso. Una muy fina de ellas ha desaparecido, solo queda la rebaba de donde partía y me pongo a buscar el extremo al que debería estar unida. La ausencia, lo asocio rápidamente, se me antoja muy similar a la forma del mondadientes que fabriqué con plata en mi habitación hace unos meses. Cedo a esta intuición y me palpo todos los bolsillos del uniforme como un poseso hasta que lo encuentro tras una punzada mínima en el pectoral. Clavo su punta en la rebaba y lo encajo completo al encontrar el otro extremo quebrado. Me asusta la manera en que se acopla: el mondadientes destaca en el conjunto solo por ser de metal. Poso un dedo en el tronco y me petrifico. Creo haber roto la maceta. Una pieza lateral se ha separado y está meciéndose prendida a las raíces. Agarro con cuidado y se desprende un cajón colmado de tierra húmeda. Mis uñas topan con una estrecha pitillera de aluminio, pero pesa demasiado para guardar tabaco. Presiono con el pulgar derecho el lateral por donde abre. Vaciado en arena verde, estoy mirando el molde de una llave que desconozco. Me rio, pero al instante tiemblo y mi resuello resquebraja el monasterio. Está claro que no sé cómo alejarme.

 


Aarón M. Cruz (Málaga, 1995) es graduado en Historia por la UMA y autor de varias obras, todas ellas inéditas: De Sombra y Salitre (novela), Nada Sublime (compendio de prosas) y Tectónica Animal (relatos cortos). También he redactado artículos para Retina y Sudor Magazine. Actualmente, como desde los dieciséis años, trabaja de camarero y emplea el tiempo restante en la lectura, la escritura y el ocio inocente.

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