Horas críticas Analógica

Nada se desvanece en el país del humo

Reseña de «El país del humo», de Sara Gallardo (Malas Tierras, 2022)

Sara Gallardo (Buenos Aires, 1931-1988): Diosa de la sintaxis extrañada, del castellano como hombre salvaje que no habla más idioma que el de un llano en llamas. En los relatos que constituyen El país del humo, la experiencia del lenguaje es delirio y es grieta por donde corre, como agua en remolino, el paisaje americano, bello e inasumible. Un profundo desarraigo. Argentina consumida por la sed de un gaucho reconvertido en soldado, de un padre del desierto y de las mujeres cerradas tras los muros de las casas. El agua es aquí mecha para los fuegos. Hay baldíos arrasados y están los caballos rojos como emblema de pureza, una pureza anterior a cualquier instancia humana: eso es lo que ofrecen sus cuentos. Algo que no debe confundirse con la limpieza. La pureza es el monstruo que nace en el corazón de hombres y de mujeres que han perdido la esperanza. Están los caballos y también están las ratas, suciedad de las ciudades y animal que vive dentro de la codicia del hombre civilizado. Sara Gallardo: Diosa de la sentencia pesante que entonces se abre lenta y se vuelca hacia el silencio. Los silencios de su prosa son vacío vertical, abismo, sí, esa palabra manida y también un refugio, otra palabra muy usada, territorios que la autora rehace con el idioma, alucinado y perverso, de quien alcanza el hueso del hueso de los secretos cegados. Precipicios por los que cae el lector mientras nota en sus pulmones la quemazón de humo. Porque ¿qué es el humo, sino el hijo de la llama? Hijo del fuego que arde en el corazón de todo lo que tiene vida. Da igual si la pampa, los Andes, el césped o un gatito; no importa si un tren, un cóndor o unos ojos ardiendo; qué poco relevante si quema el anhelo de un anacoreta hambriento, de un soldado desertor o de un viejo que enloquece. Todo se desvanece en humo: el deseo de una viuda, los hoyuelos de una joven que se mira ante su espejo. Una monja que le arranca el llanto a una niña-cordero (nunca la sonrisa, nunca), hombres que se inclinan ante el poder del Diablo, mujeres que ostentan la belleza de las perlas, de los cuerpos fermentados por el paso del tiempo; padres que cumplen venganzas, madres que paren hombres que matarán a otros hombres, esposas que bien conocen la fealdad del marido. El país del humo, publicado originalmente en 1977 y recién llegado a España gracias de nuevo a la editorial Malas Tierras, vino después de Enero (1958), Los galgos, los galgos (1968) y Eisejuaz (1971); este pliego de cuentos recoge y amplía los temas, las voces, las múltiples tonalidades y los populosos registros que Gallardo había desarrollado en su obra anterior. Su afán inquebrantable fue el de reventar el idioma castellano. Y lo hizo. Escribió y perturbó la tradición literaria, y transformó su herencia en desierto sin raíces, pampa o puna. Mal de altura. Gauchos y cuchilleros no son aquí estandartes del coraje; no hay nada de borgianos en ellos. Nada es mito, todo es amenaza. No hay distinción entre civilización y barbarie. O mejor, la barbarie es un huevo que se incuba en el vientre del conquistador europeo. En El país del humo, la sed y el hambre, la curiosidad y el fuego son propios del ser humano, pero también de los monstruos, igual que la traición y el odio o la venganza helada. Estar a mano con la vida, estar solo o amancebado: cosa también monstruosa. El edén, nos dice la autora, es un corazón en la zozobra; el desierto, un corazón en paz. Los corazones en paz se pudren. ¿Qué ocurre con aquellos que se pierden y peligran? ¿Qué ocurre con todo lo que se va a pique? Solo la risa, el humor, es justo bien de los hombres, justa dádiva de las mujeres. ¿Hay o no para llorar? Deberíamos reír.

Engordar y volverse piedra. Ser muertos en vida. Tal vez vivos en la muerte, fantasmas capaces de ver que el amor es un diamante, una estrella, un lirio. Envejecer es enajenarse, irse a vivir a un árbol, comer chocolate. Ausencia de huellas. Humo. Nada. Los comedores del Ejército de Salvación, la construcción de la Avenida 9 de Julio de Buenos Aires, la gentrificación antes de la gentrificación: edificios convertidos en dunas de escombros, desaparecen los tuertos, los repartidores gordos; de repente, vestidos de seda y autos que brillan, confiterías. En El país del humo hay maridos cornudos, tejedores condenados por la Inquisición, pulperías atestadas de asesinos borrachos. Aquí las lluvias lo borran todo: las pistas de los jaguares y de los perros hambrientos. El humo es también niebla blanca que envuelve a las mujeres en sedas-trampa: la familia, la belleza, las preñeces, los espejos, la juventud, los hoyuelos, el amor que no vendrá. En el humo de estos cuentos hay muchos cuerpos y hay sexo, amores incestuosos y suicidios con pistolas para ignorar la tristeza, y hay un césped arrancado que recuerda las pisadas del vendedor de café, del rocío y las lombrices, de los enamorados. Hay trenes y estaciones, restaurantes y pantanos que concentran la belleza imposible de la vida. El país del humo: el mundo es mi enemigo. Esa es una clave. También hay otra. Por los cuentos de Gallardo se nos invita a abandonar toda esperanza y a mantenernos solos en la altura de un secreto que nos ayude a vivir. ¿Hay para llorar? Entonces, riamos.

 


 EL PAÍS DEL HUMO 
Sara Gallardo
MALAS TIERRAS
(Madrid, 2022)
248 páginas
22 €

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