Horas críticas

El sudafricano

Reseña de «El polaco», de J. M. Coetzee

J. M. Coetzee, en una imagen del documental «Aquí y ahora». / © Teresa Constantini

¿Cuánto dura la gracia en un artista tocado por la genialidad? ¿Cuándo empieza esa nueva etapa que para algunos es un auténtico descalabro creativo y, para otros, los más afortunados, un suave y lento declive donde lo sobresaliente se convierte en notable, aún destacable, por supuesto, pero a lo que le falta ese algo que caracterizó sus obras pretéritas? Entiéndanse estas reflexiones a vuelapluma no como una búsqueda real de respuestas a cuestiones que atormentan a todo escritor a las puertas de la llamada tercera edad, sino como prólogo a mis sensaciones ante la lectura de El polaco, la última novela del escritor sudafricano J. M. Coetzee. Una pieza que no ha dejado de parecerme un travieso reflejo de la etapa vital que afronta el autor.

Contextualicemos. Desde la llegada de la trilogía centrada en un tal Jesús (no ese Jesús, aunque sin falta de referencias al mismo), la producción literaria de Coetzee dio un evidente y premeditado giro hacia la austeridad expresiva. Siguiendo los pasos de su admirado Beckett, Coetzee emprendió una búsqueda de la aridez reflejada tanto en la forma como en el fondo de sus novelas. Una apuesta que, como comenté en su momento, empleaba una prosa simple, sin artificios estéticos ni grandes sorpresas para un lector que, poco a poco, se fue acostumbrando a la interesante deriva de un escritor que lo que buscaba no era la emoción narrativa, sino la del intelecto. Una emoción fría que respondía antes a las ideas que a los acontecimientos. A lo narrativo por lo filosófico, por decirlo de alguna forma.

Tras aquella trilogía que dividió a la crítica entre la alabanza y la confusión, llegó el desembarco de Coetzee en el sello El hilo de Ariadna con la publicación de Siete cuentos morales y, con ello, otro gesto dirigido hacia el mundo editorial: publicaría sus obras antes en español que en inglés, idioma que guarda la supremacía editorial a nivel internacional. Un acto de rebeldía contenida (el español no es precisamente una lengua minoritaria), que guardaba una profunda reflexión sobre el papel de la traducción en la comunicación y comprensión entre individuos.

Conociendo estos dos pilares conceptuales de la etapa más reciente de Coetzee, podemos proseguir con El polaco. La novela nos presenta a Beatriz, una española instalada en una vida rutinaria que por circunstancias del destino se ve obligada a ser la anfitriona de Witold Walczykiewicz, pianista polaco especializado en Chopin que visita Barcelona para ofrecer un recital. A partir de su encuentro posterior durante la cena y un breve intercambio de impresiones que no parecían llevar a nada más que cierto desacuerdo frente a lo humano y lo divino, Beatriz se verá sorprendida cuando, al cabo del tiempo, vuelva a saber de ese hombre tan excéntrico y de sus intenciones hacia ella. Porque Witold se ha enamorado de su particular Beatriz del mismo modo en que Dante vivía por y para su otra Beatrice.

A partir de ahí, el torpe cortejo de Witold dará pie a un inocente juego en el que Beatriz accederá a participar, quién sabe si por cierta desidia o por la satisfacción de ser, por una vez, el centro de la existencia de otro ser. Como podrán suponer quienes han leído al autor, Coetzee confrontará aspectos materiales y caducos, como la vejez, con otros de carácter más universal, inasibles por definición pero no por ello menos deseados, sino todo lo contrario. Witold insistirá con la que sospecha será su última aventura en el ámbito de lo romántico, y Beatriz participará en un juego de tira y afloja, entre sensaciones de pena hacia el hombre y cierta atracción hacia el personaje.

La obra se divide en un conjunto de secciones numeradas cuyo escueto arranque metaliterario lleva a cierta confusión tras descubrir que nunca más sabremos de él. Y a pesar de que, como ya advertimos, la novela es una notable historia narrada por una Beatriz dotada de una psicología de lo más interesante y una ambigüedad que la convierte en alguien muy real, hay algo que me chirría. No sé si tratando de buscar correspondencias donde no las hay, al pasar las páginas tengo la sensación de que Coetzee no me acaba de brindar la oportunidad de fascinarme con su obra de la misma forma que Beatriz no acaba de sentir lo que esperaba de la interpretación de Witold:

Ser transportado, ser arrancado fuera de sí: una idea anticuada, con toda probabilidad, de lo que la música hace con su auditorio; anticuada y, probablemente, también sentimental. Pero eso es lo que ella desea en esta noche tan particular, y eso es lo que el polaco no le brinda.

Tal como piensa Beatriz sobre el Chopin interpretado por Witold (un Chopin que no suena a Chopin), este Coetzee no me acaba de sonar como Coetzee. Que el autor haya definido públicamente esta novela como «un proyecto de menor escala que una novela» resulta, cuanto menos, irónico, ya que ese adjetivo de inferioridad tanto podría aplicarse a su extensión como al resultado de la misma. Me duele horrores decirlo, así que hagámoslo rápido: esta pieza es una obra menor en la increíble y variada producción literaria de Coetzee. Con todo, menor en comparación con piezas extraordinarias como Desgracia, Hombre lento, Elizabeth Costello o Diario de un mal año no quiere decir, ni mucho menos, inferior a nivel absoluto, lo que la sigue situando un punto por encima de la producción de la mayoría de narradores de la actualidad. O eso quiero creer.

 


 EL POLACO 
Traducción de Mariana Dimópulos
EL HILO DE ARIADNA
(Buenos Aires, 2022)
144 páginas
15,90 €

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