Ficción

Cumplir gatos

Cuando nos fuimos a vivir juntas a Barcelona, yo cumplía tres gatos: veintiuna vidas son tres gatos. Pero no me gustaban ni los Garfields peludos ni las fiestas de aniversario ni tampoco los números impares, así que, aunque María me insistió mucho, no lo celebramos.

Cuando nos fuimos a vivir juntas, teníamos un punto en común: no tener ninguno. Yo desordenaba el desorden y ella limpiaba el suelo de parqué, la mesa de mármol, el piso entero. Yo acumulaba polvo y libros a medio leer, y ella estornudaba —era alérgica a casi todo—, y los releía una y otra vez, subrayando las frases más chulas (o las menos malas). Yo miraba el calendario casi a diario para hacer las cosas bien, pero me olvidé de felicitarla el día de su aniversario y ella felicitó hasta a mi prima pequeña. Para ser exactos, le preparó un pastel de nata y fresas para que soplara su primer gato. Su memoria prodigiosa se sabía hasta el nombre de la perrita de mi hermano, Frozen, un husky siberiano precioso. Yo era incapaz de aprenderme el de su mamá: Anoséquémás. De verdad que me esforzaba: probé con las listas de tareas importantes, pero terminé solo haciendo listas sobre próximas listas. Por ejemplo, intenté no perder más mis llaves, y el resultado fue el siguiente: irme de casa con dos pares de llaves, las suyas y las mías. Pero era paciente conmigo. Una vez chamusqué su abrigo de piel y ni se inmutó. Otra vez puse demasiada lejía en el lavabo y se desmayó. Pero nunca se quejaba. Lo tenía todo bajo control.

—¿Crees que vivir es rodearse de gente eterna y pasajera? —me preguntó un día, mirando las estrellas en una playa, sin más.

—¿Y eso a cuento de qué viene ahora? —le contesté, después de tragarme el último sorbo de birra caliente.

—No sé, tía. Hace días que estoy pensando en cómo definir la vida y la muerte.

—¿Y entonces qué crees que es la muerte?

—Vivir solos.

María era la mamá de la niña que un día fue. También era la mamá de la hija que nunca tendría.

—En la nevera encontrarás caldo. Solo falta meterle los fideos.

—Uf, gracias, pero no me dará tiempo. Voy liadísima hoy.

—Tranquila, también hay las sobras de ayer.

—Mierda, se las di a Frozen esta mañana.

—Bueno, pues ahora mismo bajo a pillarte un bocadillo.

—No sé qué haría sin ti.

Así que para agradecerle todo lo que hacía por mí, un día me lo curré: le preparé un plato de espaguetis con extra de pesto de nueces. No, no nos pasemos. No quise vender mis órganos por culpa de los piñones.

El tema es que se me olvidó la parte más importante.

Primero fueron los hormigueos. Después, los labios hinchados. Acto seguido, la garganta. Los vómitos. El pulso débil y acelerado. La piel como un volcán en erupción. La falta de aire.

Los médicos lo llamaron «anafilaxia». Ay, no, ¿quizás era «maríafilaxia»? No recuerdo bien el diagnóstico. ¿Sería «albafilaxia»? En fin, la reacción alérgica más grave que existe, llegando a provocar un shock mortal en el organismo.

Si ahora viviésemos juntas en Barcelona, María cumplía cuatro gatos.

Ahora vivo sola.


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, quince años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Anaïs Faner Anglada (Ciutadella de Menorca, 3 de noviembre de 1997) es licenciada en Periodismo (UAB) y ha cursado el Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF. Actualmente, colabora en distintos medios de comunicación y participa en recitales de poesía en todo el panorama catalán. Asimismo, ha recibido diversos reconocimientos literarios, algunos de ellos con posterior publicación de libro.

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