Ficción

Fuga

Llevaban casi dos semanas sin beber la energía de la luz del sol. El patio estaba vetado, las comidas se hacían en una corta maratón colectiva y los turnos de las letrinas eran veloces, no solo porque el tiempo estaba contado sino porque no era mucho lo que se podía aguantar oliendo esos desechos, sintiendo esa podredumbre que regurgitaba. En esa celda para dos estaban seis, que ni siquiera podían masticar sus ansiedades caminando. La única iluminación y la única ventilación en ese panteón de delgados ladrillos color ocre pálido se colaban por un agujero de menos de medio metro, seccionado en barrotes y recortado en la parte superior de la pared que daba al patio interior.

Verde contó los minutos. Habían pasado cinco.

Una vez más habían agarrado a Rojo antes de subir. Verde imaginaba que aprovechaban su turno de letrinas y lo llevaban a algún punto escondido del primer piso.

Pasaron otros cinco minutos y Rojo por fin entró.

—Rojito, ¿qué pasó? Vea cómo está temblando, está lavado en sudor.
—Sí, es que… Es que estos malparidos no me sueltan.
—¿Otra vez? Qué mierda, hermano.
—No me aguanto más, Verde.
—No entiendo cómo hacen pa’ que nadie los vea. No estar ahí para defenderlo.
—Es mejor… Esos manes no van a querer testigos.
—Respire, respire profundo, acuéstese de lado.
—Yo ya no puedo más con esto, Verde.
—Bueno, pero hable más pasito, trate de no llorar, no les muestre debilidad a estos manes.
—Ajá, Verde, decíle a ese man que deje la bulla.
—Azul, relájese, ome, deje la agresividad.
—Si no lo calla usted, lo levanto yo.
—Venga, hermano, cálmese de verdad que no es con usted. ¿No ve que al pobre Rojo lo volvieron a agarrar los guardias?
—No me susurre al oído, care’verga. Y eso está muy raro que lo cojan siempre a él, ¿no será que le gusta atender a los guardias?
—¿Qué dijiste, gran hijueputa?
—Bueno, bueno, cálmense pues, que nos levantan a todos.
—Qué vaina, Rojo. Esos guardias solo son machos en manada.
—Gracias, gracias, Amarillo.
—¿Cómo hacen para cogerlo solo? Si ya llevamos dos semanas moviéndonos en grupos a todos lados.
—Blanco, es que ellos mismos se organizan para agarrar al que quieran. Por eso es que no nos están dejando salir al patio.
—Nos tienen escondidos como unos animales.
—Todo por un puto chisme.
—Pero ellos están entretenidos con el Rojo, que les mueve la cola.
—Ehhh, vos también, Negro, deja la güevonada, de verdad.
—Ojalá lo agarren a usted también.
—¿Y por qué no me agarra usted?
—Ya, ya, ya, ya, ya… No más, pues.

La oscuridad traía los gemidos. El primer día apenas los sintieron, pero empezaron a ascender como el vaho húmedo que levanta el sol después de la lluvia. Fueron creciendo, se convirtieron en una manada de insectos que avanzaba e iba carcomiendo sus cerebros. Alguno empezó a tararear una canción, pasito, en susurros, era un vallenato de moda; la melodía se sentía como una broca de cristal que taladraba los ojos, entonces lo callaron a punto de amenazas. El silencio también era insoportable y decidieron taparlo echando chistes, recordando borracheras, mujeres, comidas. Estaban comparando anécdotas cuando les dieron el último turno para ir a las letrinas; esa fue la primera vez que Rojo no subió al tercer piso con ellos. Volvió a los diez minutos, con los ojos desorbitados y húmedos, agarrándose los pantalones rasgados. Nadie decía nada, pero todos sabían, les habían advertido, les habían contado que esa era la peor tortura.

A veces pasaba en la hora del almuerzo, aunque casi siempre era en la noche. Rojo estaba tan desesperado que no quería comer ni ir a orinar; los guardias lo amenazaban con reventarlo a bolillazos si no salía de la celda.

—Nos vamos a enloquecer si seguimos encerrados así.
—O nos vamos a terminar matando.
—¿Cuántos metros tiene esta celda, Blanco? Usted que es bueno pa’ los números.
—Yo no le pongo más de tres por tres a este hueco.
—¿Será que en la Chiquita estaban más apretados?
—No puedo creer, mano, tanta plata que le metieron a esto pa’ tener que seguir apeñuscando a la gente.
—Ay, Amarillo, es que sumercé es muy inocente. A esto lo que hicieron fue ponerle más y más rejas pa’ traer a los malandros de todo el país. Y en el primer piso armaron los calabozos para torturar a los que quieran sin problema.
—¿Y vos cómo sabes? ¿Es que ya te habían metido aquí o qué?
—Uno escucha a la gente, Rojo.

Lo primero que hicieron cuando llegaron los rumores de una nueva fuga fue mudar al primer piso a los presos de las celdas especiales. Eran los presos de Estado y los repartieron en los cuartos de los guardias que estaban al lado de la habitación del Gobernador. A los cuarenta gavilanes los metieron en el izquierdo y, a los cóndores, que eran menos, en el derecho. Tres días después, empezaron las protestas por los desmayos, uno de los cóndores tuvo una crisis respiratoria y lo mandaron al hospital. Uno de los gavilanes sufrió un infarto por el calor y lo tiraron en uno de los cuartos del corredor central, en el que guardaban los cepos, y lo dejaron ahí mientras encontraban tiempo para ampliar la fosa del patio interior.

Diez minutos. Otra vez en la noche, otra vez en el turno de letrinas. Verde se paró en un catre y se asomó al patio por esa ventana mínima. Los guardias estaban echando pala en el patio («Hoy cavan, mañana entierran», pensó Verde). Se abrieron las rejas. Rojo entró; apenas se podía parar, tenía el rostro escondido, como si quisiera tragárselo con el pecho para no mostrar la vergüenza.

—Rojo, deje de llorar, hermano. Estos manes lo van a…
—Esta vez sí le dieron duro.
—Venga, mi socio, ¿usted qué les hizo a esos guardias que se la tienen tan montada?
—¿Será que mató a algún duro?
—¿O se metió con un político?
—Eso, Rojito, cálmese, parcero.
—Apostemos, ¿qué hizo el Rojo para terminar aquí?
—¿Y qué vamos a apostar, Blanco?
—El almuerzo de mañana.
—Oigan al Amarillo, quién va a querer comer el doble de esa porquería.
—Para mí que el Rojo es de esos que les gustaba ir a atarbanear muchachitas a los colegios…
—O muchachitos…
—Listo, les voy a contar, si ustedes me cuentan por qué cayeron aquí.
—Va pa’ esa pues. Empiece, Azul, usted que es tan bravo.
—Pues, ajá, a mí me tocó hacerle la corbata a un cliente de Sincelejo, primero me estaba robando el trago del bar y luego se quiso meter con mi señora. Resulta que era primo segundo del alcalde.
—Oiga, Azul, yo siempre me he preguntado, cuando hacen la corbata, ¿cómo le sacan la lengua por la garganta al finado? ¿La jalan de para abajo con un alicate o la arrancan y se la cuelgan en la herida? ¿Cómo es la vuelta?
—Mi hermano, yo solo le corté la garganta con un machete…
—Entonces no le hizo la corbata.
—Este es perezoso hasta pa’ matar a la gente… Siga usted, Amarillo.
—La verdad, yo ya había hecho unos trabajitos allá en el Huila. Me llamaron de Bogotá para atender a un cliente, mano, un tinterillo del Palacio. Me puse a seguirlo, siempre cogía el tranvía y una noche lo aventé y le pasó por encima.
—Eso está muy rebuscado.
—¿Qué más quiere que le diga, Negro? A ver, cuente usted.
—Yo fui muy de malas, estaba siguiendo a una pareja en La Perseverancia para robarles los bolsos. El hombre se puso a pelear y le clavé el cuchillo en el hígado. Ahí se desangró.
—¿Estando tan cerquita del hospital se iba a desangrar?
—Sigue el Blanco.
—A mí me cogieron en Soacha, por el Charquito…
—Es que solo por ser de Soacha ya merece estar encanado.
—Cállese Azul, deje hablar, hermano.
—… La vaina es que nos cuadramos ahí los domingos para robarles a los que iban al Tequendama. En una de esas aporrié a una parejita, jovenciticos. Pues resulta que la muchacha era cuñada de un sargento de la Policía y me ensartaron dos homicidios pa’ cuadrar la condena.
—Jodido, hermano, ahí nada que hacer. Bueno, Verde, hágale que solo falta usted.
—Yo no maté a nadie, ni aporrié a nadie.
—Qué haremos pues con el santico de la celda.
—Yo vivía en Medallo con mi abuela, mi primo y mi hermanita chiquita. Mi primo y yo trabajábamos en una fábrica, pero ese güevón empezó a andar con un grupito de sindicalistas y lo echaron. A mí me echaron a la semana también.
—Esos paisas son así, muy desconfiados.
—Nos quedamos sin plata, nadie nos contrataba por sindicalistas y me tocó empezar a meterme a las tiendas y a las revuelterías a robar pa’l almuerzo.
—Salió angelito el Verde…
—… Pues ahí me agarraron, yo creo que el administrador me tenía fichado. Y entre que ese me echó el ojo y la policía decía que yo era comunista, me mandaron pa’ la nevera.
—Muy salado caer aquí solo por robarse un pollo.

Rojo le había contado que siempre lo agarraban los cuatro guardias que estaban de turno. Verde ya tenía calculados los minutos, esa noche salió de último para las letrinas. Se retrasó, aguantó la respiración, no podía dejar que la putrefacción entrara a su cuerpo, que contaminara su plan; estaba seguro de que solo quedaban ellos dos y al fin escuchó que uno de los guardias agarró a Rojo por el cuello y le dijo que esta vez se lo llevaban por sapo, porque estaba contando muchos chismes.

—¿Qué hace, Rojito? ¿Cómo me lo han tratado los guardias?
—¿Entonces qué, mi teniente Alfonso? Todo tranquilo, usted sabe que esos muchachos son unos caballeros.
—Bueno, ¿cómo va la misión?
—Pues eso no levanta, en las comidas nadie habla, tampoco cuando vamos a mear. Tienen mucho miedo. Ahí he estado escuchando a los de la celda, pero esos no son. Son muy bestias pa’ cranearse un plan así, mi teniente.
—Me va a tocar moverlo a otra entonces, Rojito.
—Usted sabe que yo le hago la vuelta las veces que sea pero ¿cuánto nos vamos a demorar así?
—Tranquilo, que yo estoy haciendo otras cosas por mi lado. Ya bajamos a unos sospechosos a la orfebrería y los estamos trabajando.
—Uy, qué dolor. Oiga, mi teniente, los de esta celda eran muy peligrosos, yo ya estaba asustado de que me pillaran.
—Qué va, a esos los cogieron porque andaban de sindicalistas.
—Pero han matado a no sé cuántos.
—Eso es puro humo, siempre se hacen los machos y echan cuentos para meter miedo.
—¿Y solo por eso los metieron al Panóptico?
—Así hay que calmar a los agitadores, a las malas.

Verde los vio entre las tinieblas, la mayoría de los guardias se dirigía a la habitación del Gobernador junto a Rojo; otro grupo estaba haciendo algo afuera, en el patio interno, alumbrados por la luna; otros tres empezaron a sacar un bulto de la sala de los cepos y lo arrastraron hacia el patio.

—El único peligroso ahí es el paisa, el Verde.
—No me diga, mi teniente, pero ese es el más calladito.
—Calladito, oigan a este… Ese llevaba años matando bandoleros en el Tolima, los degollaba y luego les cortaba todo el pecho y los dejaba abiertos para que se los comieran los gallinazos.
—Quién lo viera ahí, todo conciliador.
—Le tuvieron que echar un batallón encima para poderlo coger. Ni pistola tenía y, aun así, se llevó a tres soldaditos que apenas estaban empezando el servicio.

El muro del patio que daba a la calle estaba libre. Verde escuchaba una llovizna de lamentos tímidos y desde muy lejos, como si fuera un eco que llegaba desde el pasado, sentía los sonidos del monte, veía la promesa de una noche verde y limpia. Se decidió, quería volver a las montañas, el sendero se le abría y cuando empezaba a andarlo se volteó por un instante y vio a Rojo saliendo del cuarto del Gobernador. El teniente Alfonso lo abrazaba con el brazo derecho. Reían y, aunque las risas estaban muy lejos, lo aturdían.

 


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, quince años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Yhonatan Loaiza Grisales es periodista cultural colombiano especializado en artes escénicas. Trabajó en el equipo de comunicaciones del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo de Bogotá e hizo parte durante nueve años de la sección cultural del periódico El Tiempo de Colombia. Cursó el Máster de Creación Literaria de la BSM-UPF de Barcelona en el periodo 2021/2022.

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