Horas críticas

Libros de la semana #72

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

La vida pasa volando, de Benno Aladjem Benbassat (Jot Down Books)

Se puede decir que hay pocas cosas que no haya vivido el protagonista y autor de este libro de memorias. Suena exagerado y seguramente lo sea, pero hagamos un repaso escueto: naces en suelo búlgaro, justo el año en que estalla la Segunda Guerra Mundial; con tres años huyes del nazismo junto a tu familia sefardita, atravesando Turquía, Líbano y Palestina; pasado el conflicto, recalas en Barcelona, donde te unes a la comunidad israelita; más tarde estudias informática en Toulouse y trabajas en la empresa Seresco y finalmente en IBM, a lo largo de más de dos decenios. Una biografía peculiar, cuanto menos, la de Benno Aladjem Benbassat, como lo es este libro que edita Jot Down Books. Como destaca en su prólogo el escritor y periodista Vicenç Villatoro, el autor ha logrado en estas páginas «que la memoria fluya con naturalidad», como quien cuenta un cuento «alejado de ostentaciones retóricas» pero tan lleno de dramatismo como de humor paliativo. Al fin y al cabo, la suya es «una vida que resume lo que ha sido un siglo terrible y extraordinario de acontecimientos extremos», y en la que contrastan de forma constante lo excepcional y lo cotidiano, lo oscuro y lo esperanzador. Ciertamente con algunos de los pasajes de este libro se podría enseñar historia como solo unas pocas veces nos la han contado, desde un punto de vista subjetivo y a pie de la realidad. A sus 83 años, los recuerdos de Benno Aladjem Benbassat se hacen vívidos con la inclusión de numerosas frases en lengua sefardí y de fotos familiares, el retrato de la Ciudad Condal durante la posguerra (los carros de basura tirados por caballos, el afilador y el organillero, los baños públicos de alquiler, los trolebuses…) o el viaje que hizo en 2010 con una organización que reunía a los deportados republicanos supervivientes de los campos de concentración nazis, y en el que se volvieron a enfrentar a aquella «escalera de la muerte» de 186 interminables escalones. Lo que queda de exprimir todo ello es un periplo vital durísimo, que el autor narra con tal sencillez y falta de pretensiones épicas como para lograr conmovernos aun cuando no lo busca. Justamente al respecto de ese tono del libro, dice la periodista, investigadora cultural y doctora en humanidades Berta Ares Yáñez en su epílogo, que cuando recibió el manuscrito y animó a su autor a publicarlo ya observó «un optimismo vital contagioso en su estilo narrativo, que transmitía una alegría de vivir, a pesar de las dificultades, carente de toda impostura». Baste decir que Benno Aladjem Benbassat incluso se adelanta a su propio funeral, para el que prevé que suene el Allegretto de la Séptima Sinfonía de Beethoven y se lea a todos los presentes un texto firmado por él mismo: «No estéis tristes porque hoy se ha ido un hombre que ha sido feliz en las duras y en las maduras. Mi mensaje es que estoy muy contento de haber vivido». Nosotros, lectores, estamos muy contentos de que haya vivido tanto para contarlo.


La estirpe, de Carla Maliandi (Literatura Random House)

La protagonista de esta asombrosa novela parece haber perdido gran parte de la memoria tras un ridículo accidente: durante la celebración de su cumpleaños, en la pista de baile, una bola de espejo impacta con violencia en su cabeza. A partir de ese momento se empieza a cuestionar de dónde procede aquello en que se había convertido su vida: su propio rol existencial, su relación de pareja, sus gustos o sus causas personales, la omnipresencia de su empleada doméstica, su antiguo trabajo académico como profesora, sus amistades, su estatus de escritora… incluso la crianza de su hijo pequeño, del que no recuerda su nombre y al que siempre llama «el chico». Ana no reconoce nada de lo que ve a su alrededor, ni lo siente como suyo o como algo que desde luego le importe. Al menos hasta que le vienen a la mente una serie de escenas que tienen que ver con un hecho histórico, y al mismo tiempo familiar, que estaba investigando obsesivamente para un libro que dejó a medio plantear, aun contando ya con ingentes materiales de reconstrucción: la llamada campaña del desierto de finales del siglo XIX, en la que la República Argentina con el general Roca al frente arrasó con los pueblos indígenas allí asentados en lo que con el paso del tiempo se ha considerado un verdadero genocidio. Algo que recrea la cubierta del libro, extraída del cuadro de María Pinto que reinterpreta el famoso cuadro nacional La vuelta del malón, de Ángel Della Valle. Sucede que el tatarabuelo de Ana era director de la banda militar que llevaba aquel ejército para arengar a sus tropas, lo que le hizo plantearse escribir sobre aquel símbolo hegemónico y de barbarie de una época. Así, lo único que le interesa, llegado un punto, es recuperar esa única memoria que le queda, a la que se aferra cada vez más y la que le hace enajenarse a ojos de otros, llegando a estar casi poseída por sus ancestros. Entre todo lo que ha perdido de golpe, la narradora pierde las palabras y casi desconfía de su propia lengua: «A veces digo café y no estoy segura si es café lo que quiero pedir, porque las palabras no me suenan a nada. Otras veces recuerdo frases enteras que alguna vez dije o leí o me dijeron: estoy enamorado de vos, la basura se saca hasta las doce, más vale tarde que nunca, el futuro es nuestro». La dramaturga y escritora argentina Carla Maliandi, tras su debut novelístico con La habitación alemana (2017), escribe aquí algo parecido a un cuento largo, de enigmática resolución pero que sabe muy bien lo que quiere expresar, y lo hace con una fuerza y un magnetismo insólitos. Su estilo no es nada alambicado, funciona más bien por yuxtaposición o contraste, por la irrupción sorprendente de imágenes y frases que son como fogonazos. No es de extrañar los elogios de autores como Roque Larraquy o Selva Amada a esta novela que destila un humor más bien negro, pero también una tristeza infinita por la atemporalidad de una tragedia (política) que ha trascendido el tiempo y se ha convertido en el desamparo o la vulnerabilidad de generaciones, de todo un país marcado por la matanza. De una forma que puede recordarnos a Yo, mentira, de Silvia Hidalgo, todo se desmorona para la protagonista y le es extraño e inquietante, porque no lo entiende: «En la oscuridad de nuestra habitación, quieta en la cama, pienso que Alberto ya no sabe quién soy, quién es esta que vive en su casa, esta que se ve ahora como una desvalida. Y que yo tampoco lo sé». Una novela impresionante sobre la disolución de la identidad cuando perdemos la memoria, la raigambre, la conciencia de nuestros orígenes.


Coworking, de Adrián Alesón (Ediciones Asimétricas)

En un reportaje sobre vivienda que publicamos en Mercurio hace dos años, Javier Gil decía al respecto de los conceptos surgidos en la era de la nueva normalidad, como los de nómadas digitales o coliving, que esa terminología «trata de legitimar, a través del lenguaje, la precariedad vital y habitacional, transformándolas desde una perspectiva cultural y simbólica pero no económica». Tras la llegada de la pandemia, los espacios de trabajo también se han querido redefinir, trasladándose —de un modo que parece inevitable e inapelable— a las viviendas de los teletrabajadores y que ha convertido a todos los empleados, de alguna forma, en autónomos a los que les cuesta deslindar el tiempo de trabajo y el de ocio en ese terreno pantanoso al que llamamos conciliación. Este ensayo se remonta a una crisis anterior (y de la que no hemos salido), la de 2008, y la invención de un espacio de trabajo, casi un modo de vida, que parece haber llegado para quedarse dentro de este sistema de precarización indefinida del mercado laboral: el coworking. De hecho, según el autor, «los coworks sobrevivirán a la pandemia porque nacieron en una recesión, la crisis está implícita en su ADN». Su tesis de partida es que la realidad que impusieron los coworks, al margen de su función práctica, es la de que los —forzados— emprendedores que buscan cobijo en ellos generasen un «capital social»: una forma de situarse en el escaparate que pareciese cool, innovadora y rentable, y en la que la arquitectura se convierte en un medio publicitario más, atenta a construir una imagen idílica e inflada de esos empleos: «Hacer cosas, aparentar hacer cosas y provocar que pasen cosas acaban todas convirtiéndose en distintas formas de trabajar y terminan todas ellas por construir la representación del trabajador que conocemos en la actualidad», escribe Adrián Alesón, que aúna aquí su visión de arquitecto, fotógrafo de arquitectura e investigador de los fenómenos de integración y degradación de lo construido en el territorio. En estas páginas repasa la noción de flexibilidad (uno de los puntales de esta «economía de guerra»), la economía colaborativa donde las redes sociales se vuelven físicas y las oficinas se convierten en museos, el postureo y la consolidación de la imagen de marca personal/colectiva como motor fundamental de la actividad productiva, las escenografías del lujo y los eventos, la relación de estos espacios con la economía de datos a la que alimentan, el teletrabajo y la explosión de los servicios de paquetería, el «capitalismo de representación» y la arquitectura como facilitadora de finales felices. Un panorama sombrío el que dibuja este pertinente análisis sobre «qué hay detrás de la imagen cruda pero sofisticada, doméstica pero lujosa, de estos nuevos espacios», como señala en su prólogo la arquitecta Idoia Otegui. Un estudio inteligente y ácido, basado en fuentes rigurosas y citas que incluyen a Byung-Chul Han, Santiago de Molina, Boris Groys, Anatxu Zabalbeascoa o Mark Fisher, entre otros; pero que sobre todo se fundamenta en una notable capacidad de observación y extracción de conclusiones originales sobre las estrategias del coworking y sobre el vínculo innegable entre quienes los diseñan y los sufren.


La pitillera húngara, de Juanarete y Juanfer Briones (GP Ediciones)

Abren esta novela gráfica unas palabras de Samuel Levinger, brigadista del batallón Lincoln, muerto en la batalla de Belchite: «Mi vida goza con la poesía púrpura y con las nubes, con los barcos en que navegué, con la cerveza que derramé; me esperan la lucha y la esperanza, un mundo que derribar, un nuevo mundo que construir». Este libro tiene como protagonistas a algunos de aquellos voluntarios de las Brigadas Internacionales que acudieron a la llamada de la Segunda República Española durante la Guerra Civil, y es la historia de sus dispares destinos posteriores, que como todos los ligados a los conflictos bélicos, no estuvieron en las manos de sus protagonistas. Los de este relato coinciden por puro azar (y he aquí una de las claves de la narración) no solo en la lucha de 1936, sino luego en la II Guerra Mundial y en la España franquista. Juanfer Briones, dibujante e ilustrador, ha querido plantear unos códigos gráficos similares a los del western y aosicados a grandes espacios abiertos, por lo que la narración de Juanarete, guionista de tebeos especializado en memoria democrática y justicia social, sobre un acontecimiento basado en hitos reales aunque ficcionado, le proporciona el material de base perfecto. La pitillera húngara parte del ataque de los brigadistas del citado batallón Lincoln en Quinto, durante la campaña por Zaragoza del año 1937, evocado por Arthur H. Landis: profiriendo gritos de guerra y caracterizados como si fueran indios sioux. «En octubre de 1938, la República licencia a los brigadistas. Espera que la Sociedad de las Naciones obligue a los rebeldes a retirar a sus extranjeros. / La del Ebro fue la última batalla que libraron. Nunca olvidarán a sus camaradas de armas, ni a España ni a sus gentes». Junto a este, los autores retratan episodios poco conocidos y olvidados, como la lucha de la 15ª Brigada Internacional en la batalla de Brunete, la defensa general de Madrid o el ataque de la Resistencia a los nazis en Marsella, enmarcados en una historia de generosidad y entrega. Junto a personajes de ficción como Markus Babinsky o Alizée Lechance, Juanarete invoca nombres reales como los del militante de la CNT Paco Ponzán o el infame comisario Quintela Bóveda, apodado «el terror de la FAI», que fue jefe de la brigada de investigación en la Barcelona de los primeros años cuarenta. Las viñetas de Juanfer Briones, con pocos tonos más que el sepia, transmite con enorme crudeza y vitalismo poético la intensidad y la violencia, también emocionales, de aquella experiencia, y establece un juego de espejos entre lo real y lo imaginado que refleja cómo opera la memoria. Es este un cómic bélico que en realidad no lo es, un relato a vida o muerte que va más allá de las armas y de la Historia para fijarse en lo azaroso de unas vidas conectadas al horror de la guerra, sí, pero también a los ideales de libertad y humanidad en medio de la barbarie.

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