Digámoslo ya y nos lo quitamos de encima: Elizabeth Geoghegan fue discípula aventajada, la protegida, sí, de Lucia Berlin (1936-2004). Hace poco más de un lustro, ese nombre no nos hubiera dicho nada, pero desde el éxito editorial de su grandioso Manual para mujeres de la limpieza, aquella escritora maldita y olvidada en vida se convirtió en un tótem. Sacar a relucir su nombre cuando se habla de la primera obra de Geoghegan publicada en España es pertinente e injusto a la vez: sin la amistad y el apoyo de Berlin «este libro no existiría», como se reconoce en los agradecimientos, pero aun con líneas tangentes, su obra merece ser considerada por lo que es.
¿Y qué es Bola ocho, libro que nos ocupa? Pues una espléndida colección de relatos, todos ellos dignos de ser despiezados y luego vueltos a colocar sobre este gran fresco, que provoca admiración tanto cuando se escudriña como cuando se observa con distancia (de unos días). Eso tan manido de que resuenan en tu cabeza; no te los puedes quitar de encima. Escritos a lo largo de más de doce años, si tuviéramos que intuir un hilo común a todos ellos quizá sería el sentimiento que la autora norteamericana confesó tener en común con su amiga Lucia al presentar aquella obra póstuma: «Nuestras vidas estaban puntuadas por la pérdida».
Pérdida de la inocencia o la esperanza, del norte, de las amistades, de la noción de realidad, de seres queridos o no tanto. Pérdida de unos personajes habituados a perder, aunque ya casi ni les importe. Los que protagonizan estos relatos se caracterizan por su mala orientación existencial, se diría que tienen la brújula rota, deambulan o se dejan llevar, marchan a la deriva. Lo geográfico (los viajes, las distancias con el propio hogar o con el lugar de origen) los marca de manera decisiva, determina su presencia y sus ausencias, ya sea como huida, revelación o todo lo contrario: «Acabará llevándome a ninguna parte, que sospecho que es justo donde quiero ir».
Algunos de estos personajes son muy conscientes de sus debilidades, incongruencias y ansias de hallar un atisbo de autenticidad en un mundo inexorablemente superficial. En la narración de sus interacciones, Geoghegan exhibe una elevada conciencia sobre los levísimos gestos que las deciden, por ejemplo tras la barra de un antro donde todo es olvidable menos el supurante deseo, aquel que nos guía a un universo irracional y que se cree insensible; aunque no lo es. Son esos detalles los que abastecen de autenticidad estas historias. Su escritura es sutilmente atmosférica, con imágenes a modo de inserto que se cuelan en la escena y nos sitúan en el estado emocional de los personajes. Lo sensorial, aun cuando no forma parte de la acción, nos recuerda cómo es la vida en comparación con lo que experimentan sus personajes; esa continua balanza entre lo que nos pasa y lo que ocurre fuera, ahí al lado, que poco tendrá que ver pero de algún modo nos afecta, y sin querer lo incorporamos siquiera brevemente a nuestro flujo de pensamiento.
Como en la mejor tradición norteamericana del cuento breve, Elizabeth Geoghegan sabe bien lo que debe omitir para que todo quede dicho
La autora neoyorquina suena lírica y abrupta, devastadora y casi musical, en frases contiguas: «Recuerdo haber leído en alguna parte que contemplar el reflejo de la luna en el agua constituye el remedio tradicional contra la histeria. Casi me echo a reír. Ahora lo deseo más que nunca». Los relatos de este volumen oscilan entre la amargura y el humor quebrado («Te sientes lo bastante empoderada para convencerte de tu responsabilidad en la estimulación de la economía»), pero hay en ellos genuina compasión, el trazo tenue de las emociones, que no por intensas son subrayadas. Como en la mejor tradición norteamericana del cuento breve, Geoghegan sabe bien lo que debe omitir para que todo quede dicho, y sigue a rajatabla el consejo de Henry James que aprendió de su adorada Flannery O’Connor: «Planta una estaca fuerte en torno a la que gire la acción».
En esa tradición se encuentra también Lucia Berlin, a la que conoció cuando ambas llevaban «varios años sobrias». La temeraridad a la hora de explorar los límites de sus adicciones y la violencia de los padres alcohólicos con que las dos crecieron se filtran en el impresionante relato homónimo de este volumen, Bola ocho, que lo cierra. También, muy probablemente, el duelo por la muerte de su hermano en la vida real. Narra la relación de una adolescente que pretende ser mayor por la admiración hacia su hermano, un casi desconocido en realidad. Contiene recuerdos de infancia narrados como en Super8, reuniones beodas de amigos y familiares, pensamientos desordenados que van y vienen como el cuelgue, sensación de un peligro nunca consumado y, por eso mismo, virulento: «Patinamos en el hielo de una curva hasta el carril contrario. Cierro los ojos. Espero a que ocurra algo, pero nada sucede al final. No nos despeñamos por el acantilado ni chocamos con otro coche».
Personajes siempre a punto de hacerse añicos, casi anhelándolo pero en silencio y en soledad. Echando de menos aquel momento en el que aún soñaban con parecerse a mariposas monarcas y salir volando. Antes de esa terrible y constante sensación de pérdida. Como la de su amiga y mentora Lucia, a la que tiene presente en todo lo que escribe. Aunque no le haga falta: la literatura de Geoghegan es el último gran regalo que nos ha hecho Berlin. Esperemos que alguien se acuerde de ella antes de que se reúnan para seguir fumando juntas en otra vida.
Bola ocho Elizabeth Geoghegan Traducción de Blanca Gago Nórdica Libros (Madrid, 2022) 296 páginas 18,95 € |