Ficción

Animales domésticos

Foto: Pinto Art (DP).

El semáforo pasó de un amarillo intermitente a un rojo definitivo. La pickup se detuvo antes del cruce peatonal. En el interior, F y B contemplaban silenciosamente la calle. F abrió un poco la ventana y vio a dos perros que pasaron uno detrás del otro y se introdujeron en un callejón estrecho de la colonia San Pedro.

–¿Cuándo fue la última vez que viste a unos perros cogiendo?

–¿Qué?

–Eso, que hace muchísimo tiempo que no veo perros cogiendo en la calle, ¿y tú?

–No digas «coger», flaca. Se oye muy mal.

Temprano en la mañana, F salió a la calle en busca de croquetas para Gato, su perro pomerania. Al volver a casa, lo encontró montando y embistiendo su mochila del trabajo, como había hecho en los primeros meses de su adolescencia canina. Gato, al percatarse de la presencia de F, pegó un brinco sobresaltado y se quedó muy quieto durante unos segundos, luego gruñó y caminó lentamente hacia la cocina, olvidándose de la mochila.

F acudió al internet para investigar. Tecleó: «perros apareándose». Después de hojear el resultado obvio de su búsqueda, cientos de videos de perros apareándose, notó que el último de todos tenía dos años de antigüedad.

Volvió a la página principal y tecleó: «Perros pudorosos». El único resultado medianamente relacionado con su investigación fue un cuadro de un pintor sureño en el que aparecían tres perros antropomórficos: uno amarillento, uno violáceo y uno azul, que se cubrían los genitales con las manos. Todos sonreían juguetonamente, pero sus gestos eran distintos, el primero parecía divertido y seductor, el segundo tenía cara de travesura y el último, el azul, tenía una mirada que a F le pareció triste. Sonrío y miró a Gato que parecía estar soñando acostado sobre la alfombra.

Habiendo agotado las opciones detectivescas a su alcance, F escribió en Twitter: «¿Alguien más se ha dado cuenta de que los perros ya no se aparean en público?». Pronto recibió un corazoncito de B, que estaba siempre atento a su actividad digital.

Al despertar, se encontró con dos mil likes, y sesenta retuits, entre ellos, los de algunas plataformas digitales de la ciudad con un gran alcance de lectores. F se sintió halagada pero no le dio mucha importancia. Alimentó a Gato, le pasó la mano por la cabeza e intentó acariciarle la parte más suave del vientre, pero este se sobresaltó y se incorporó de un brinco. Ambos se miraron unos segundos. F intentó acariciarlo nuevamente. Gato giró y se fue caminando apresuradamente, dejándola sola en la sala.

Dos notas periodísticas la sorprendieron esa noche. La primera era una columna de opinión titulada «¿Pueden los perros sentir pudor?» en la que el autor formulaba una teoría, no muy fundamentada, de cómo creía él que los perros habían desarrollado una emoción parecida a la vergüenza después de siglos de convivencia con los humanos. La primera frase rezaba «No soy veterinario, sociólogo, ni psiquiatría, pero no hace falta ser nada de eso par darse cuenta de que algo está pasando con los perros en esta región, al mío, por lo pronto, no lo reconozco».

La segunda era un artículo periodístico que mostraba los resultados obtenidos por una de las encuestadoras más importantes de la región que buscó cuantificar el número de personas que habían visto a perros sosteniendo relaciones sexuales en el último año. La muestra no era muy grande, pero el medio aseguraba que los datos obtenidos eran fidedignos y que, por tanto, era pertinente y necesario hacer proyecciones nacionales e incluso internacionales. Dichas proyecciones revelaban que, en efecto, y este hallazgo daba título al artículo «Los perros han dejado de copular en lugares públicos, revela encuesta». Entre los comentarios e interacciones, algunas personas afirmaban que los perros, con su nuevo sentido del pudor, no podían, o no querían, hacer ninguna de sus necesidades fisiológicas frente a los humanos. Algunos citaban como fuente de información el primer artículo de opinión y validaban con él sus posturas. En uno de los hilos de comentarios del portal de noticias, seis personas aseguraban que sus perros habían comenzado a defecar y orinar únicamente en cuartos específicos de sus casas; casi siempre en el baño. Otro respondía que los perros de su colonia solo lo hacían en callejones y detrás de tambos de basura, pero nunca en parques y avenidas.  Algunos escépticos los tachaban de mentirosos, los insultaban y les pedían evidencia.

La web se llenó de videos y memes de perros. El favorito de F era uno en el que un galgo muy flaco y con ojos muy grandes abría la puerta del baño para entrar cuando descubría a su dueña filmándolo.

–¿Qué haces, Juan Carlos? –Preguntaba la voz de la mujer. Juan Carlos se quedaba congelado mostrando los dientes antes de salir corriendo. A los pocos días surgió el «Atrapa a tu perro challenge», que consistía en que los amos, cada vez más estupefactos, intentaban capturar a sus perros en situaciones comprometedoras. Las reacciones caninas eran siempre idénticas: Al percatarse de que estaban siendo filmados, se detenían en seco, quedando pasmados en una especie de reto de miradas con quien los grababa o con la propia cámara.

Se formaron bandos. Mucha gente aplaudía esta nueva faceta, la celebraban como una victoria, el siguiente paso de la domesticación animal. Otros eran más escépticos, miraban con desconfianza a los animales que por momentos parecían tan civilizados. El partido político en turno, apoyado por la iglesia local, emitió un comunicado en el que decía que las cosas habían llegado demasiado lejos, que haber domesticado animales era una cosa, pero que un animal pudiera sentir pudor, algo tan humano, era contra natura.

El debate escaló rápidamente. En el programa de televisión matutino de la cadena televisiva más importante de la ciudad se organizaron mesas redondas con expertos de distintas áreas del saber: neurólogos, veterinarios, adiestradores caninos, un cardenal –que era el invitado más recurrente–, un astrónomo, un director de empresas y, en una ocasión, un chamán. Todos los encuentros eran moderados por un periodista que había construido una carrera televisiva como actor y modelo y que había gozado o sufrido, depende a quien se le pregunte, de una breve fama nacional por un video-escándalo en el que se le vio recibiendo fajos de billetes del candidato a la alcaldía diciendo que eran para la televisora. El formato era siempre el mismo: el periodista hacía una breve introducción y planteaba preguntas sobre las que los expertos debían reflexionar y debatir. Los cuestionamientos iniciales siempre eran una variación de la misma idea: ¿Qué está pasando y por qué está pasando lo que está pasando?

Una interacción particularmente álgida en el programa sucedió entre el cardenal y un veterinario invitado. El cardenal hizo un breve discurso en el que señaló a los culpables de la crisis canina.

–Hay fuerzas malvadas que operan contra el orden natural de las cosas.  La crisis de los perros responde a una importante escalada, que se ha venido gestando durante los últimos años, de movimientos que con la bandera de la modernidad y el progreso han dado paso al degenere, al libertinaje sexual y al bestialismo. No debe sorprendernos que…

El veterinario invitado, visiblemente afectado, interrumpió al cardenal.

–¿Qué tiene usted en contra de los animales? La única bestia que yo veo aquí presente es usted.

El clérigo lo miró con una calma desconcertante y luego soltó un manotazo que tiró la botella de agua que el veterinario tenía enfrente. Intervino el periodista, pidiendo calmar los ánimos:

–Señores, por favor, mantengamos el decoro y la dignidad que la situación demanda, y que nuestros televidentes exigen y merecen.

El veterinario se disculpó, dijo que la situación lo ponía muy emocional y que la confrontación era su manera de lidiar con todo aquello. Hubo un silencio largo, inusualmente largo para la televisión en vivo. El cura iba a decir algo, pero el periodista retomó la palabra:

­–Si nos acaba de sintonizar, estamos hablando en esta mesa redonda de lo que está hablando todo el mundo: De los animales domésticos y de las implicaciones sociales de la crisis canina. Después de una pausa, volvemos. No se vaya.

La imagen cortó para mostrar un infomercial de un curso de adiestramiento canino, y otro de hemorroides . Al regreso del programa, el periodista leyó un par de preguntas de los espectadores.

–H, maestro de secundaria, nos dice: Qué importa por qué está pasando lo que está pasando, la única pregunta relevante es cómo lo revertimos.

 Entonces habló el neurólogo en turno.

–Primero hay que entender que la corteza prefrontal es la que se encarga de detonar y controlar el estímulo que se manifiesta como vergüenza. –Mostró algunas imágenes en las que señaló que el cerebro de un perro es más pequeño que el de un humano, tiene menos pliegues, y la zona de la corteza prefrontal está menos desarrollada–. Según estudios realizados por la universidad estatal en conjunto con el hospital que dirijo, el comportamiento de los perros debe estar dictado no por la vergüenza o el pudor como se ha interpretado hasta ahora, sino por el miedo, que, aclaro, es la primera, principal y más básica emoción que conduce a cualquier animal a comportarse de maneras inusuales y extrañas.

El veterinario estuvo de acuerdo. El cardenal escuchaba con atención. El periodista preguntó qué se podía hacer con esa información y entonces el neurólogo aventuró una solución:

–La respuesta está en la habituación y sensibilización canina al estímulo que genera el comportamiento no deseado.

Entretanto, la mayoría de la gente había dejado de sacar a sus perros a pasear. Verlos tan dignos, con las narices en alto, sin olisquearse ni lamerse entre ellos, generaba en los casos más moderados incomodidad y miedo, y en los más intensos, ataques de enojo y violencia contra los animales. La ciudad se había convertido en el hazmerreír del país y había aparecido en un par de reportajes de la prensa internacional. La iglesia y el alcalde emitieron nuevos comunicados sobre el orden natural de las cosas y cómo reestablecerlo.

Se diseñaron e instauraron cursos de reeducación para perros. Se estableció una fecha para un curso inicial y masivo que después tendría réplicas más focalizadas en distintos puntos de la ciudad. Todo sucedió en un periodo de tiempo reducido. La crisis exigía acciones prontas y eficaces. Por toda la ciudad se pegaron posters convocando a la gran demostración. Se invitaba a toda la ciudadanía con sus perros e incluso a los que no tenían mascotas para que ayudaran a coordinar las actividades. La misiva terminaba con un llamado a la acción «Preservemos juntos la integridad social».

F estaba en contra de someter a Gato a cursos de readaptación. Le parecía innecesario. Él estaba bien, los que sufrían por su comportamiento eran otros. B no podía creer que se posicionara del lado de los perros.

–¿No te parece monstruoso todo esto, un poco aberrante?

–Pues la verdad no. Me parece que los que lo sacamos de proporción somos nosotros. Tú y la gente que piensa como tú en específico.

–Bueno, cree lo que quieras, flaca. Pero te recuerdo que Gato es mío también. Aunque no te guste, yo lo compré con mi dinero y tengo derecho a opinar sobre su educación. Además, míralo ¿No ves cómo nos juzga? Ese perro tiene que aprender modales.

Masas enteras se congregaron frente a la casa de gobierno. Fueron tantos que abarcaron todo el centro hasta llegar al zócalo. La ciudadanía estaba electrizada, comprometida. Nunca antes se había visto tal convocatoria y unidad en aquella región del país.

La congregación fue tal que se quedaron cortos los elementos de seguridad de la ciudad para contener a la gente.  La organización no pudo llevar a cabo las actividades como estaban planeadas, si es que en algún momento estuvieron planeadas. A falta de instrucciones y señalética, la gente comenzó a organizarse. Se designaron nuevos instructores improvisados e inventaron cantos, se hicieron pancartas, se repartieron folletos de educación canina.

Escucha, animal:

aprende tu lugar.

Acepta lo que eres.

Donde tienes que estar.

En algún punto que nadie ha podido ubicar en el mapa de la ciudad, alguien se despojó de sus vestimentas. Después, cuando hubo pasado todo, en los blogs y foros se refirieron a esa persona como «El primer encuerado».

Perros, amigos

Recuerden sus instintos.

Fue como encender ocote. Las cámaras de seguridad capturaron a hombres y mujeres exhibiéndose sin ropa en las calles. Realizando actos sexuales en los kioscos y avenidas. La policía, la escasa policía que había, tenía órdenes de no someter a los manifestantes, así que se limitaron a organizar el tránsito de personas y de autos.

Algunos oficiales, abrumados por la realidad, se despojaron de su uniforme policial y se unieron al desfile de muslos, vientres, nalgas, pechos, cuellos, manos y brazos y pies descalzos pisoteando la ropa ennegrecida sobre el asfalto. Algunas fotografías satelitales mostraron una mancha humana que abarcó todas las calles del centro: Un implacable vaivén de seres desarticulados que caminaron a tropezones, chocando, entrelazándose unos con otros sobre cualquier superficie que los recibiera.

Escucha, animal:

aprende tu lugar.

En un principio, los perros iban amarrados con correas. Frente al palacio de gobierno los habían atado a los postes para que fueran observadores obligados. Pero los perros se mostraban indiferentes ante el espectáculo. Gato estaba ahí, observando el vuelo coordinado y armonioso de las palomas cerca de la cúpula de la catedral.

Acepta lo que eres.

donde tienes que estar.

Un manifestante que, después de todo aquello adquirió en la prensa el apodo de «el libertador», pensó que había que desatarlos, para que pudieran andar libremente y asimilar las conductas y las enseñanzas de las que eran objetos, y así lo hizo, y así lo hicieron.

Los perros, memoriosos y avergonzados, volvieron a sus casas y cerraron las puertas.


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Carlos Ferráez (Ciudad de México, 1990) Es escritor y cineasta. Su novela El ciempiés bicéfalo ha sido editada y publicada en México y en Colombia. Es ex-alumno del Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra.  A los once se rompió la clavícula y se tragó una canica el mismo día.

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