7 de febrero. – Rey Hussein de Jordania
El río Jordán se encuentra, junto al Nilo, el Amazonas y el Ganges, en el top ten de los famosos (espero) por su protagonismo histórico, aunque resulte más difícil de localizar en un mapa físico que los otros. Baso mi esperanza en que hay mucha gente viajada porque si tuviéramos que fiarnos de algunos concursos televisivos y/o tiktoks que circulan por ahí, sería otro nuestro pensamiento.
El Jordán es un río corto, pero tiene una historia tremenda porque sale de protagonista en la Biblia y en el Nuevo Testamento y eso le ha dado mucho caché. Nace entre Siria y el Líbano y desemboca en el Mar Muerto; tiene un recorrido de 360 km que le dan para ser frontera entre Israel y Jordania y entre Jordania y Palestina. A la región que queda al oeste del río (si miramos un mapa) se la llama Cisjordania y la que queda al este se la llama Transjordania aunque la Cisjordania es la margen derecha y la Transjordania es la margen izquierda porque los ríos se miran desde la cabecera. No es un lío: lo que sí lo es, es el mapa cambiante de la zona.
En la Transjordania se creó el Reino Hachemita de Jordania después de que los británicos se retiraran en 1948. Había sido ocupada durante la I Guerra Mundial por ellos y por los franceses cuando toda la región perteneciente al Imperio Otomano (hoy Turquía y algo más) fue dividida y repartida entre los contendientes ganadores, y ahí anduvieron los ingleses hasta que expiró el mandato, recogieron los trastos y se volvieron a Reino Unido. Uno de sus más famosos gobernadores, inspirador de películas, fue T. M. Lawrence, más conocido por Lawrence de Arabia.
El reino Hachemita de Transjordania tuvo como primer monarca a Abdalá I que falleció víctima de un atentado en 1951. A él le sucedió su hijo que estuvo un año en el poder hasta que fue declarado incapaz mental y se nombró rey a Husein I, el siguiente en la línea sucesoria.
Husein había nacido en 1935 y fue rey desde los 16 años hasta su muerte, ocurrida el 7 de febrero de 1999. Fue un tipo famoso y se hizo simpático a los ojos del mundo por varias razones: siempre sonriente, parecía tener un talante conciliador y era muy educado.
Cuando tomó el poder efectivo, una de las primeras cosas que hizo fue cambiar el nombre a su país y llamarlo directamente Jordania para desvincularse de sus primos, los reyes hachemitas de Irak, lo que ya era una declaración de principios.
Como todo ricachón de Oriente, estudió en Europa, aunque antes había estado interno en Egipto (Alejandría). Lo enviaron a Gran Bretaña y fue admitido en la academia militar de Sandhurts, por la que han pasado muchos príncipes (Alfonso XII, por ejemplo). Esta formación «occidental» le permitió llevar a cabo una serie de reformas de modernización de un país que desde su reinado se ha caracterizado por una posición muy diplomática frente a los grandes conflictos que parecen endémicos en Oriente Medio.
Se casó cuatro veces seguidas, es decir, no hizo uso de la prerrogativa del Islam que le hubiera permitido tener varias esposas al mismo tiempo, y tuvo un total de once hijos, uno de los cuales es el actual rey Abdalá II, nacido de su matrimonio con una inglesa que fue su segunda esposa.
Estableció claramente las líneas fronterizas de su país con Siria, Irak, Arabia Saudí, Israel y Palestina y fue uno de los promotores de la Liga Árabe; fijó la capital en Ammán y se preocupó mucho de que no se bloqueara la salida de su país al Mar Rojo. Tenía poderes ejecutivos y legislativos (que conserva su hijo) y atrajo muchas inversiones gracias a un tratado preferencial con la Unión Europea.
Había nombrado sucesor a su hermano pequeño, pero al nacer su niño mayor cambió de parecer, exactamente lo mismo que ha hecho Abdalá II retirando el título a su hermanastro, hijo de la reina viuda Noor, para nombrar al suyo propio.
Jordania tiene una de las maravillas que algunos tenemos en la lista de visitas para cuando se pueda: la ciudad de Petra. Dicen los que la han visto que es una de las preciosidades del mundo a la que hay que viajar cuando no haga un calor horripilante ni se muevan sus tormentas de arena. En primavera, por ejemplo.
10 de febrero. – Leopoldo Calvo Sotelo
Desgraciadamente, las clases de Historia de España no llegan a la época más reciente y más interesante, el pasado próximo. Y si llegan, se olvidan muy rápido porque es difícil mantener la memoria de lo que no hemos vivido y menos aún, si no nos interesa, y es lógico: nombres o caras que no nos suenan de nada y que se arrinconan una vez superados los exámenes. Historia de España y adolescencia no forman un cóctel apetecible.
No recuerdo mucho de lo que pasó el día 10 de febrero de 1981 pero sí de las consecuencias que tuvo; ese día, el rey Juan Carlos designó a Leopoldo Calvo Sotelo como candidato a presidente de gobierno después de las consultas pertinentes, como manda la Constitución. Pero nadie lo quería.
Fueron años complicados: en marzo de 1979 se celebraron elecciones legislativas que ganó la UCD de Adolfo Suárez, seguida del PSOE (Felipe González), PC (Santiago Carrillo) y AP (Manuel Fraga). El nuevo gobierno, encabezado por Suárez, tenía por delante mucho trabajo: los llamados «Pactos de la Moncloa» le daban pie a llevar a cabo una serie de reformas en las leyes que, por levante o por poniente, no dejaban a nadie contento; a unos les parecía poco y a otros demasiado y todos querían ser oídos, ser protagonistas y labrarse un futuro político casi siempre a través de la estrategia del grito y de declaraciones que constituían verdaderos memoriales de agravios.
También en 1979 se celebraron elecciones municipales que fueron un relativo fracaso para la UCD. Muchos hicieron entonces un paralelismo con las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 que habían dado paso a la II República, lo que extendía la sombra del miedo entre la población, sin tener en cuenta que había mucha gente nacida después de la guerra que tenía ganas de cambio y la determinación de llevarlo a cabo.
En 1980 se celebraron elecciones autonómicas en el País Vasco y Cataluña y eso dio más miedo aún porque se veía a la oposición y a los nacionalistas ganar fuerza. El PSOE se la jugó presentando una moción de censura que no ganó por un margen escaso y de la que Adolfo Suárez salió muy debilitado tanto por estas presiones externas como por las que sufría dentro de su propio partido que, al fin y al cabo, era un pastiche de socialdemócratas, liberales, etc. Unos exigían que se mantuvieran los proyectos de Ley del Divorcio y de Autonomía Universitaria, otros que no; unos bramaban contra la ruptura de España y mientras tanto otros iban ganando adeptos a base de promover los llamados «sentimientos nacionalistas».
El 29 de enero de 1981, Suárez presentó su dimisión al rey. Se dijo a posteriori que conocía el malestar de las facciones más conservadoras de los militares y que tenía información de lo que se ha llamado tradicionalmente «ruido de sables». El rey designó entonces a Calvo Sotelo, un ingeniero de caminos madrileño pero muy vinculado a Galicia, que pertenecía a una familia de larga tradición política. Era un hombre muy tranquilo, casi impasible, pero tocaba el piano todos los días y eso creo yo que era señal de un espíritu íntimo menos conocido y más sensible. Toda la oposición en bloque se manifestó en contra de dicho nombramiento y solo fue apoyado por el nuevo presidente de la UCD, Agustín Rodríguez Sahagún; los nacionalistas permanecieron hábilmente callados.
Lo que ocurrió trece días después es algo muy repetido, aunque no se conozcan bien los antecedentes: Tejero entró en el Congreso el día 23 de febrero pegando tiros cuando se producía la segunda votación de investidura, que hubo de repetirse el día 25. Calvo Sotelo tomó posesión del cargo el día 26 y fue presidente hasta el 3 de diciembre de 1982 cuando la arrolladora personalidad de Felipe González y su aplastante mayoría en las elecciones de octubre despacharon la figura de Calvo Sotelo al limbo de los transitorios.
11 de febrero. – José Celestino Casal Álvarez
Las calles de Oviedo, como las de otras ciudades españolas, tienen paseantes vivos y esculturas de bronce de personajes significativos del lugar: la lechera, la Regenta, Woody Allen y, desde 2016, Tino Casal.
Este cantante, nacido el 11 de febrero de 1950 en una población cercana a la capital asturiana y fallecido en 1991, nos dejó el recuerdo de un repertorio muy de su tiempo, una voz poderosa que subía octavas con facilidad, pero, sobre todo, un personaje diferente, llamativo, espectacular y muy en consonancia con su total espíritu artístico.
Poseía registro de contratenor y desde pequeño formó parte de coros parroquiales hasta que se unió a grupos pop siendo todavía muy joven. Cantar, pintar o esculpir fueron sus tres pasiones que intentó desarrollar en una España, la de los años 70, que andaba todavía entretenida en las canciones de Joselito y Marisol (niños) o Concha Piquer (mayores).
Se fue a vivir a Londres con la intención de desarrollar su vena artística a través de la pintura, pero la capital inglesa estaba en plena efervescencia punk, paralela al rock, con la explosión Beatles, llena de «Satisfaction» de los Rolling y un David Bowie desenfrenado con el que Casal se sintió inmediatamente identificado: barroco, personalísimo y ambiguo; esa admiración por Bowie le llevó a dedicarse a la música haciendo también de su persona, como haría el inglés, un personaje.
Volvió a España a finales de los 70 cuando triunfaban cantantes melódicos como Nino Bravo, pero él traía en la cabeza otro tipo de acordes con los se tejerían los primeros compases de la Movida madrileña. A partir de los 80 su música se escucharía en todas partes: componía, pintaba, daba conciertos o producía los discos de otros y las películas de un novato Almodóvar que le debe, además de bandas sonoras, la introducción de una estética muy particular, brillante, colorista y tan excesiva como el propio Casal que recorría el día y la noche y todos los garitos de luces y sombras que funcionaban en aquella época.
A la salida de un after, ya de mañanita, tuvo un accidente de tráfico en el que sobrevivieron todos menos él. La prensa anotaba el gran tamaño del artista embutido en un Opel Corsa en el que quedó atrapado; un joven y bello cadáver que quedará en nuestros oídos con muchas melodías, aunque ninguna como la versión que hizo de «Eloise», la canción que Barry Ryan popularizó en 1968 y a la que Tino Casal dio una vida extraordinaria. Será la banda sonora del día 11 de febrero que sugiero escuchar a todo trapo y bailar desenfrenadamente en su honor y recuerdo. Es muy estimulante.
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