Crónicas en órbita

El oficio de leer (III)

Georg Friedrich Kersting – «Hombre leyendo a la luz de la lámpara» (1814, óleo sobre lienzo, 48 x 37 cm, Colección Oskar Reinhardt, Winterthur)

El idioma sumerio no tiene un verbo que signifique leer.

Cuando Lévi-Strauss vivía en Brasil, se puso a escribir sus notas frente a los nambikwara, sus anfitriones. Nunca habían visto algo parecido. Uno de ellos tomó la pluma y el papel y dibujó unos garabatos parecidos. Le pidió al científico que los «leyera», esperaba que de allí brotara mágicamente un significado.

Tot, rey de Egipto: Si los humanos aprenden la escritura, ésta sembrará el olvido en sus almas. Confiarán en lo que está escrito y ya no recordarán las cosas buscándolas en su interior.

Los atenienses levantaron una estatua en honor al inventor del pegamento que permitió unir las hojas de papiro y pergamino. Esto les permitió armar un rollo continuo y dar continuidad a la lectura.

Cuando no existía la puntuación ni se separaban las palabras, era el oído el encargado de desentrañar lo que el ojo no podía ver en una sucesión continua de signos parecidos.

Es probable que Virgilio le haya pedido a sus amigos la destrucción de la Eneida, que quedó inconclusa después de su muerte.

En la Biblioteca Brautigan existen sólo manuscritos rechazados por las editoriales, nunca publicados. Cualquiera puede mandar ahí su texto. Tendrá la certeza de que no será rechazado.

Una joven envía a su amante un mensaje cifrado: un puñado de té, una brizna de hierba, un fruto rojo, un orejón, un trozo de carbón, una flor, un terrón de azúcar, un guijarro, una pluma de halcón y una nuez.

El mensaje significa: ya no puedo beber té y sin ti estoy pálida como la hierba, mi corazón arde como el carbón. Eres tan hermoso como una flor y tan dulce como el azúcar pero, ¿tienes una roca en lugar de corazón? Volaría hasta ti si tuviera alas, soy tan tuya como una nuez que estuviera en tu mano.

La historia del mensaje hecho de objetos y no de palabras la cuenta Kipling.

En el idioma analítico que inventó John Wilkins, cada palabra es una definición de sí misma a partir de una suma de letras que corresponde a una clasificación. Dividió el universo en cuarenta categorías subdivisibles a su vez en especies. Asignó a cada género un monosílabo; a cada diferencia, una consonante y a cada especie, una vocal. Su idioma no es arbitrario porque cada letra es significativa.

Es posible que Leonardo Da Vinci haya escrito un código secreto que sólo podía leerse frente a un espejo.

En las novelas españolas, entre 1880 y 1939, las oraciones se acortaron de a una letra por año.
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En Alphabetical Africa, Walter Abish se autoimpuso una restricción alfabética. En el primer capítulo sólo usa palabras que empiezan con a, en el segundo incorpora también las que empiezan con b, después c, de, e y así hasta poder usarlas todas. En la segunda mitad invierte el proceso: empieza a restringir la z, luego la y, luego la x.

En la traducción al español de La desaparición, de Georges Perec, en la que no usó la letra e, la letra que no se usa es la a. El libro se llama es El secuestro.

Antes de dedicarse de lleno a la escritura Georges Perec se ganaba la vida en París haciendo las palabras cruzadas para diferentes publicaciones.

Sparrow escribió un poema de dos líneas:
Este poema reemplaza
todos mis poemas anteriores

e e cummings usa paréntesis en sus poemas.
(como me dicen tus más que ojos)

Cuando a Ezra Pound le preguntaban por los versos libres, contestaba con una frase de Eliot: ningún verso es libre para quien lo quiere hacer bien.

La diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta, es la misma que entre el rayo y la luciérnaga.
Dice Mark Twain.

El drama es que el hombre habla siempre en general, mientras que las cosas son singulares. Por eso nos faltan nombres para las cosas. ¡Pobres de nosotros!
Dice Umberto Eco.

Las cosas son su nombre.
Esa es nuestra actitud espontánea y original ante el lenguaje. Nos movemos ingenuos entre las palabras como si pudieran decirnos algo sobre el mundo, pero la poesía es otra cosa.
Separadas de sus funciones habituales las palabras ofrecen una resistencia irritante.
Dice Octavio Paz.

Es un error pensar que todas las palabras del diccionario pueden usarse. Para Borges, hay que escribir sólo con las palabras del idioma oral. En el diccionario existen: azul, azulado, azulino, azulenco. Si uso azulenco, dejaré una mancha azul sobre el texto.

Flaubert quiere describir un árbol de manera que no se lo pueda confundir con ningún otro.

H.G. Wells no se detiene a pensar en la escritura, lo único que importa es el contenido: no veo el interés de escribir por la belleza del lenguaje.

Pero, ya que hay que escribir, que al menos no aplastemos con palabras las entrelíneas.
Dijo Clarice Lispector.

Robert Musil habla de las equivalencias entre pintores y poetas. Dice que el desparramador de pintura es al pintor lo que el desparramador de tinta es al poeta.

Es entre los pintores y no entre los escritores, donde uno encuentra estabilidad, consuelo.
Dice Virginia Woolf.

Truman Capote tiene un plan autodidacta para aprender a escribir. Empecé a escribir cuando tenía ocho años: de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conoce a nadie que escriba y a poca gente aficionada a la lectura. Es un chico y tiene la certeza de un destino como escritor. Practica cada día, crece y sigue escribiendo hasta que descubre algo alarmante: la diferencia entre escribir bien y escribir mal. Las diabólicas complejidades de dividir los párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo. Por no mencionar el plan general de conjunto, el amplio y exigente arco que va del comienzo al medio y al fin. Sin embargo no se da por vencido y sigue escribiendo, publica sus textos y un día se encuentra con una verdad más inquietante: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero. Truman Capote está convencido de que lo que tiene se llama don. Y que se lo dio Alguien, con mayúsculas.

He tenido la desgracia de comenzar un libro con la palabra yo. Dijo Proust, y todos pensaron que había escrito su vida.

Anne Carson dice que En busca del tiempo perdido puede concebirse como un enorme instante congelado. El instante que abre el sabor de la magdalena en el té.

Marguerite Yourcenar busca una voz literaria, ni de mujer, ni de hombre, una voz neutra, sin lastre biográfico.

Pound escribe y declara: hay cosas que no deben hacerse en poesía. Lo primero, usar adornos. Ninguno, ni siquiera los buenos. Cuando a Hemingway le preguntan sobre las artes de su oficio vuelve siempre a Ezra Pound: Me enseñó más sobre cómo escribir y cómo no escribir que cualquier hijo de puta en vida.

La máxima ambición de Walter Benjamin como escritor era producir un trabajo que se compusiera enteramente de citas.

T.S. Eliot y Ezra Pound comparten el gusto por las citas. Pound acumula las citas con un aire heroico de saqueador de tumbas, Elliot las ordena como alguien que recoge reliquias de un naufragio. Dice Octavio Paz.

A Marianne Moore, amiga de Pound,  también le gustan las citas. Escribe como quien arma un rompecabezas. Para Moore el poema es sagrado y su mente, un mecanismo intratable. Quisiera ser un dragón: O to Be a Dragon.

En la literatura, mejor mostrar que contar.

No me digas que la luna brilla. Muéstrame el destello de su luz sobre los cristales rotos.
Dice Chéjov.

León Tolstoi fue el primer escritor en usar la máquina de escribir.

A Calvino le cuesta pasar del mundo escrito al no escrito

Cuando Leonard y Virginia Woolf compraron una imprenta y la instalaron en la mesa del comedor descubrieron una pasión adictiva.
Virginia — No podemos parar, y veo que el imprimir puede llegar a absorberte la vida por completo.
Leonard — ¡Ojalá nunca hubiéramos comprado este maldito artefacto! Porque nunca volveré a hacer ninguna otra cosa.
Se convirtieron en maestros tipógrafos.

Para ahorrarse el esfuerzo y la molestia de vivir, Fernando Pessoa inventó escritores que hacían el trabajo por él: Álvaro Campos, Bernardo Soares, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Vicente Guedes.

Momentos antes de que Verlaine le disparara en un hotel de Bruselas, Rimbaud le entregó una serie de poemas sueltos. Los manuscritos pasaron de mano en mano hasta que Felix Feneón se encargó de publicarlos. El editor no recordaba si fue él o Rimbaud o alguno de los que tuvieron los poemas en su manos quien los ordenó tal como salieron publicados con el nombre Iluminaciones. Son cuarenta y tres poemas.

Cuando su madre le preguntó a Rimbaud qué significaba Una temporada en el infierno, él le contestó: significa lo que dice, literalmente.

El primer escritor —un poeta— en ser acusado de habitar la impoluta torre de marfil fue Alfred de Vigny.

En una carta a Turguenev, Flaubert escribe: Siempre he intentado vivir en una torre de marfil; pero una marea de mierda golpea sus muros y amenaza derribarla. Muchos años después, William Gassen, también acusado de elitista y de esteta: Me elevaré tan alto para que cuando cague salpique a todos.

Mientras escribe Madame Bovary, Gustave Flaubert tiene una amante con la que se escriben diariamente. Le cuenta cada detalle sobre su proceso creativo. Los estudiosos de Flaubert se decepcionan con la separación de la pareja que dejó el último tercio de la novela sin comentarios de su autor.

Louise Colet, amante de Flaubert, escribía poemas, él se los comentaba y le hacía sugerencias de revisión.

Katherine Mansfield escribe un diario. Le habla a su hermano muerto, le dice que va a escribir de las cosas que a él le gustan: De margaritas, voy a escribir, de la oscuridad, del viento… y el sol y de la bruma, de las sombras.

Josep Pla escribió su autobiografía, hecha de fragmentos, a lo largo de más de cuarenta años en su diario: El cuaderno.

Virginia Woolf lee Hamlet una vez al año. Comenta en su diario sus impresiones y así, al final de la vida, tendrá su autobiografía shakesperiana.

Las setecientas páginas de los diarios de Kafka corresponden a sólo catorce años de su vida.

El peso del mundo. Ese es el nombre de los diarios de Peter Handke.

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