Ficción

Lindas manos

Siempre me ha gustado insistir en que todo tiene una explicación. No creo en esas intrincadas fuerzas ocultas ni en esas zarpas negras que dirigen el mundo desde las sombras. Para mí, que los dedos que hurgan en nuestros destinos son más bien torpes, no lo dudaría ni por asomo, la estupidez más recalcitrante es la que mueve el mundo. Pero si os preguntáis qué hacemos yo y mi mujer cogidos de la mano, subidos a la azotea de la casa de campo de mis suegros, avanzando con una sonrisa hacia el vacío, con su padre, ese hombre orondo y bigotudo, ahí abajo gritando salta si tienes pelotas, jodido mierdecilla, pero si salta ella contigo más te vale caer muerto, y con un único pensamiento y el mundo entero latiendo en mi cabeza («me gustaría decirle a Marian que la quie- , que saldremos de- , que no tenga- , pero no sé hablar, no puedo (?), ¡sigamos adelante hacia la cornisa!»), no os puedo asegurar que lo que nos llevó hasta aquí arriba estuviera en todo momento en nuestras manos.

Podríamos decir que mi mujer Marian, Marian Árrostos, no es una persona muy equilibrada. No es que Lucio, Lucio Trelós, que es el nombre por el que suelo ser llamado, sea una persona que esté en sus cabales. ¿Estaríamos juntos si no fuera así? Todos mis amigos saben un poco de griego y me llaman Lucio-Trelós, nunca Lucio, a secas, ¿no les parece raro? A los que saben griego y llegan a conocernos, nunca les parece raro. Y con Marian lo mismo, hace tantísimo tiempo, que no recordamos si estos son nuestros verdaderos apellidos. Todo empezó, en mayor o menor medida, por nuestros nombres, porque siempre terminamos en un lugar u otro por los nombres que les damos a las cosas. O lo que sería más adecuado: Marian siempre le dice a Lucio que un nombre es el primer paso decisivo para descubrir la mentira. A lo que Lucio suele responder que puede que tenga razón, pero a veces la ignorancia es un bálsamo para nuestras heridas.

Pero si vamos a ser más precisos, todo comenzó el día en que decidimos ir a pasar la Semana Santa a casa de nuestros temidos suegros. Tanto Marian como Lucio les tienen pavor a los padres de Marian. Os aseguro que son terroríficos. Pero Lucio siempre se ríe de ellos y de todo lo que pueda dar miedo, porque como dijo un viejo amigo mío «lo que hace tan fuertes a los bárbaros son nuestros propios vicios». Estábamos en la cocina de casa haciendo unos crêpes à la confiture, en un sábado en el que la universidad estaba cerrada. Marian y Lucio no tenían que ir a dar clase a ninguna manada de jóvenes estudiantes, unos animales enfermizamente gregarios y demasiado ruidosos que ni saben qué los arrastra a la universidad cada mañana. (Lucio apostaría por el imperativo social de estudia-trabaja-tenhijos en un 90 % de esa colosal masa bovina). Por si queréis saberlo somos catedráticos, Marian da clases de literatura comparada y Lucio, historia de la arquitectura. Volviendo a nuestra cocina, una llamada de un número oculto sonó en el teléfono fijo y al descolgarlo atronó la voz simiesca de mi suegro.

Hooola, Marianiiita, ¿cómo está mi niñiiita? ¡Sí, soy yo, papi!, babeó nuestro padre-babuino, el «papi» de Marian. ¿No os parece que palabras como «niñita» y «papi» tienen un deje semiótico incestuoso? Digan lo que gusten, lo tienen. Está ocupada, desayunando, dije. Siento informarle que está desayunando, señor. «Voy a evitar reírme, sería inapropiado», irrumpió en mi cabeza. Llame más tarde, seguí. A nuestro padre-primate incestuoso no le gusta ni un pelo que le hable de usted, pero hay que marcar las distancias. El teléfono iba apartándose de mi cara hacia ser colgado. A la lejanía pude distinguir un nada elegante ah, eres tú, ¿quieres pasarme a mi hija de una vez y dejar de tocarme las pelotas? A lo que su hija, que justo se había girado, me preguntó quién había llamado. Tu querido y amantísimo padre, tuvo que decir Lucio.

Los ojos de Marian, si pronuncias la palabra «padre», pueden abrirse hasta hacer desaparecer sus párpados, llegados a este punto suele hacerse un silencio que dura unos tres o cinco segundos. Y después de la reacción, el pánico lleva a la acción: p-ppásame el teléfono (?). La miré tan desconcertado como ella e hice un gesto para que me dejara colgar el teléfono. Marian decidió bloquear las llamadas de padre-mandril desde Navidad, ¿por qué iba a querer hablar ahora con padre-simio? Es el famoso efecto voz-presencia-visión del padre-primate de Marian, un poder que él sabe que ejerce sobre ella, por mucho que estén separados por 5.000 kilómetros.

Si hay un residuo de padre-mandril en la atmósfera de Marian, Marian no es Marian. «No hace falta que lo cojas y podemos hablar de por qué no quieres cogerlo», me gustaría haber dicho. La lengua de Lucio siempre quiere, pero es la cabeza de Lucio la que no sabe moverse: mi mano reticente le alcanzó el aparato, igual que tantas otras veces, un teléfono que, voy a insistir, debería ser colgado. El padre-mandril incestuoso entabló conversación con mi pobre Marian, querida Marian, ¿por qué a ti?, ¿por qué a mí?, ¿por qué a nosotros? Vaya pregunta, pues porque sí. Y al terminar la sección de quejas pasamos a la página negra: ¿Vamos a pasar la Semana Santa con mis padres?, vomitó una Marian temblorosa y blanca como un papel arrugándose.

 

Mi Lucio podría haber impedido esta espeluznante excursión vacacional a casa de mis padres, pero no, no lo hizo. Nunca entiende nada de lo que yo quiero, igual que ese maldito día en la cocina hace dos semanas; yo esperaba su «no, cielo, no vamos a ir. Las vacaciones las vamos a pasar tú y yo, solos, sin nadie más, juntos». No, no, a Lucio no se le pasó por la cabeza dejar de pensar en Lucio ni por un segundo, podría haber aportado un poco de sentido común y ahorrarnos ver a mis padres. Habría podido hacerme un poquito feliz por un maldito día. ¿Os preguntáis si llegará el día en el que deje de actuar como un niño, dándose importancia y enumerando las tonterías que lo hacen sentirse por encima del bien y el mal? Los hombres nunca dejan de ser niños, no maduran nunca, sobre todo los hombres como Lucio.

Llevaba una hora y cuarto hablando solo en el coche. Me hablaba de mi padre como si fuera mi padre. Trataba de convencerme de todas y cada una de las razones por las que mi padre no me conviene. Esto se traduce en los motivos por los que él no quiere verle, pero siempre lo hace con una seguridad tan autocomplaciente que no se da cuenta: ya sé por qué no quiero a mi padre cerca. Lucio siempre tiene todas las razones que os podáis imaginar, pero si la conversación tiene la más mínima carga emocional siempre se queda sin palabras. Hace casi medio año que no vemos a mi padre, desde esas Navidades en las que bebió más de la cuenta. A Lucio no hizo falta contarle, no sacó el tema ni lo hará, pero él siempre sabe las veces en las que le apetece entender.

Lástima que sean tan pocas. Llegamos al Túnel del Cadí, esas luces sucias y ocres me recordaron a todos los veranos e inviernos que fui con mis padres. No soy una nostálgica, me asedia una sensación punzante y de hormigueo en el vientre, en las ingles, en las piernas al recuperar esas memorias. Por mí podrían quedarse en las capas más profundas de mi subconsciente y no las echaría de menos. A mis padres tampoco. Supongo que el sentimiento de culpa que todas las hijas tienen hacia sus padres me arrastró hasta aquí. Por mucho que sepa que no debería ser así, pienso que Lucio podría haberlo evitado. ¿Acaso no lo salvé yo de ir a ver a su hermana en las vacaciones del año pasado? Las luces del túnel, que desprendían ese hálito de mugre vaporosa, ya mostraban un punto de fuga a la lejanía que era el fin del túnel. Nos quedaban poco más de veinte minutos para llegar. Hay que ver hasta dónde nos llevan nuestras extremidades invisibles si no sabemos manejarlas.

Fueron exactamente veinte minutos y ya estábamos en el pueblo de mis padres. Todo callejones a los que no llega el sol y esquinas afiladas como cuchillos. Pasamos el supermercado y torcimos hacia la derecha, por el camino de grava que lleva hasta el chalé. Aborrezco este valle, estas montañas, esta casa, impregnados por el hedor de mi familia. Por mí podrían tapiar ese maldito túnel y dinamitar todas las carreteras que llevan a esta casa. Noté una presión paralizante con la textura de diez mil alfileres que empezaba en mi garganta, para irse extendiendo por el resto de mi cuerpo. Mi padre nos esperaba en las hamacas del jardín junto a mi madre, con un gin-tonic que era tres cuartas partes de ginebra y una de tónica, vistiendo su sonrisa más social. ¿Os inspiran confianza las sonrisas que cubren una cara igual que una máscara? ¿No? Pues no os gustarían los dientes demasiado blancos de mi padre trazando una forzada letra «u».

Qué bien que hayas llegado Marianita, tenía muchas ganas de verte, entonó mi padre sin mirar a Lucio. No podía hablar, mis cuerdas vocales no respondían. Mi marido, que parecía haberse dado cuenta y que estaba aún descargando el equipaje, hizo una de sus impertinentes aportaciones a la conversación que yo agradecí: claro, igual que nosotros, no sabes qué ganas teníamos de pasar contigo nuestros únicos días libres esta Semana Santa aquí contigo. Lucio siempre tiene que decir lo que le apetece y por eso soy feliz con él; siguió con el equipaje hacia la casa mientras reía. Mi padre no gritó, apretó los labios (por primera vez en su vida) y la furia contenida dibujaba tonos rojizos en su piel, hinchando algunas venas en su frente. Debía tener muchas ganas de que estuviéramos en su casa para no montar uno de sus numeritos. «Sí, papá, supongo que yo también me alegro de verte», quise escupirle, pero evité sus ojos y seguí a Lucio hacia dentro.

Pasamos todo el día en la piscina, papá no dejó de sostener entre sus manos sus gin-tonics. Lucio no dejó de amedrentar a mi padre, hablando de la sobriedad y sencillez de las piscinas de Hiroyuki Oki: de la necesidad de armonía entre el espacio que contiene la piscina, equilibrando la geometría y la disposición de la piscina con el entorno; conceptos que, para que sean apreciados, requieren una sofisticación de la que sin lugar a dudas carece mi padre, que se limitó a ladrar que a mí me gusta mi piscina y mi jardín como está, que cada uno haga lo que quiera con su jodido jardín. Pillé más de cinco veces a mi padre confundiendo los rosales de su jardín con los rosales del bañador de su hija.

Las flores del jardín, por la noche, sirvieron de consuelo para soportar la sobremesa que ofreció mi padre. Pasó toda la cena regando con ginebra sus comentarios de mal gusto y aleccionándome sobre mi vida, mi trabajo, mi matrimonio. Sabes, a veces me pregunto si no te hubiera gustado estudiar diseño de interiores como tu madre. Ya ves que la casa está preciosa y lo hizo todo ella sola / Sabes, creo que esto que haces en la universidad está bien, pero podrías hacer como tu madre, que siempre ha estado aquí en casa y no tiene por qué cansarse trabajando / Sabes, creo que no hacéis mala pareja, pero te veo nerviosa cuando estás con él. ¿Qué se cree que hace hablándome así? Parece que piense que aún tengo trece años…

Suerte que estuvo Lucio con sus apariciones afortunadas. No dejó de avasallarle con sus palabras mordaces en toda la noche. Llenó cada uno de mis silencios hacia mi padre. Aprovechó esta tercera declaración para levantarse de la silla e interpretar, imitando la voz de mi padre, si le gusta a ella su piscina y su jardín como están, que cada uno haga lo que quiera con su jodido jardín. A lo que mi padre trató de ignorarle: sabe que Lucio puede ser un oponente formidable.

 

Toda persona con un mínimo de educación debería ayudar en la medida de lo posible en una casa ajena, por mucho que sea el maldito invitado, si ve que su suegro, padre-mandril y anfitrión de la casa deja toda la carga doméstica en manos de su pobre mujer. Pues eso es lo que Lucio hizo: ir a la cocina para recoger la mesa. Le dije a mi Marian no te levantes, descansa, descansa un poco. Y Lucio le dio un beso a Marian en los labios de Marian, delante de sucio-padre que miró hacia otro lado. ¿No te gusta lo que ves?, canturreé mientras me iba a la cocina sin parar de soltar carcajadas. A Marian no le gustó quedarse con padre-babuino ni a mí tampoco dejarla con él, asumo que fue el error que podría haber evitado el horrible final que estáis tratando de imaginar. ¿Pero acaso el error fue mío? ¿O de Marian? No, fue de ese asqueroso padre-primate.

Estando en la cocina escuché un grito desde el jardín y salí corriendo porque Marian nunca chilla a menos que lo que esté sucediendo sea verdaderamente monstruoso. No os voy a contar lo que encontré en el jardín, pero en el cine clásico, que debió de ser el de la infancia de mi suegra, la censura habría exigido un fundido a negro. No sabría deciros si fue por eso que se desmayó, pero en sus ojos había un horror contenido como si ya hubiera visto algo parecido en una época lejana.

Hay ciertos límites entre el amor de un padre y una hija, ¿no? Si me preguntan les diré que indudablemente sí; si le preguntan a Marian, su grito ya lo dijo todo. El papi-mandril tendrá sus dudosas opiniones respecto a su «niña», pero os puedo asegurar que no vamos a preguntárselas. Por lo menos, yo no lo hice. No le di tiempo a girarse: lo derribé de un puñetazo de la silla, lo agarré de la camisa y lo arrastré por el jardín mientras chillaba como una alimaña. Y lo arrojé, lo arrojé a la piscina. Queréis que le golpee más, ¿verdad? Lástima, la violencia tiene que aplicarse solo en la medida exacta para resolver un conflicto. Volví con Marian, que no decía nada. Estaba blanca y llorosa, temblaba como un papel roto.

Ese maldito mandril salió de la piscina sin hacer ruido, mientras abrazaba a Marian y trataba de hacer que volviera a sus ojos, a su cuerpo; a que Marian volviera a recordar a Marian. Acariciaba su pelo, quería decirle que ya había terminado, pero había un silencio que no me dejaba hablar. Debió aprovechar que le dábamos la espalda para coger el cuchillo de la mesa, que aún no habíamos terminado de recoger. Tuvo miedo de acercarse a mí, no lo dudo. Aborrezco la violencia, pero habría matado a ese hombre, si es que se le puede llamar hombre a ese despojo. Sonó a mis espaldas un grito de la madre de Marian, que exigía a su babuino que dejara el cuchillo y se largara de la casa. No tuve tiempo de ver nada, todo pasó muy rápido. Debió de lanzar el arma, que no dio en el blanco. Detrás de nosotros escuchamos un alarido, parecía el de un ciervo moribundo.

Nunca he ido ni iré de cacería, pero no dudo que un animal inocente tenga el mismo brillo en los ojos al morir que la madre de Marian al ser atravesada por ese cuchillo. Su mirada aguijó nuestra piel, nos dejó igual que a ella, indefensos, mientras reprochaba la desaprensión de su verdugo con dos lágrimas. Marian comenzó a tirarse del pelo y sus ojos se llenaron de lágrimas, la abracé y traté de sostenerla entre mis brazos. Ella derramaba lágrimas dando movimientos espasmódicos sobre mi hombro, quise que mi voz pronunciara «te quie- , saldremos de- ». Levantó la cabeza y me miró a los ojos, vi que necesitaba escuchar «no tengas- ». Nada salió de mi boca. Y ya no dijimos nada, porque no podíamos decir nada, ¿la madre de Marian estaba muerta por nuestra culpa?

No, no era nuestra culpa, pero supimos que no podríamos vivir con ello. Marian miró hacia el tejado, por unos segundos, en silencio, con la mirada perdida en algún rincón de la noche y yo la seguí hasta un pedazo de cielo en el que no había ninguna estrella. Nos cogimos de la mano y partimos hacia ahí en silencio, mientras el babuino corrió hacia su víctima, a la que había asesinado tratando de matar a quien consideraba un rival. ¿Acaso no supo ver que somos nuestro único adversario? Hubo quienes sí que supieron verlo y entendieron que, si has presenciado el horror, ya nunca se gana, y asumieron la derrota. Marian y Lucio anduvieron cogidos de sus lindas manos hacia la azotea. Y a partir de aquí creo que ya sabéis cómo sigue la historia.

 


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Oriol Masferrer es escritor y periodista. Cursó el Máster de Creación Literaria BSM-UPF. Ha sido redactor en Agencia Efe y ha publicado en El Salto. Trabaja en un informativo del canal de televisión 8TV. Actualmente, está trabajando en su libro de cuentos Palabras de una gaviota.

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