Ficción

Verás el terremoto

Foto: Alistair Paterson (CC BY-SA 2.0)

Despiértense, despiértense.

La voz de mi hija en la oscuridad es como una lamida larga y lenta, tibia. Sacudida desmedrada.

Despiértense, despiértense. Cuando abro los ojos, lógicamente, no la veo. Pero sé que está allí: como luz de una farola en la calle que debería chisporrotear pero no lo hace, como el transeúnte perseguido que espera la misma luz chisporroteante (de este modo espero a que mis pupilas se dilaten, para ver la mano de mi hija); así comprimo entre mis puños los pliegues de la sábana de lino, luchando por despejar la neblina sobre mis sienes. Neblina batida a punto de nieve.

Ya debería venir, la luz chisporroteante. Yo sé que esta palabra no existe pero Felicia la creó. Y todo lo que me hija moldea, incluidos los monstruos de plastilina y las flores blancas podridas que nos quedan, existe. Sobre todo cuando no puedo verlo.

Las manos frías de mi hija me entregan algo, suave y liso de un lado, rugoso del otro. Al introducir mi mano en la boca de este objeto desconocido (qué fácil nos internamos en las fauces de lo que no podemos ver) reconozco mis pantuflas; aquellas que hace años me regaló mamá. Cada yema de mis dedos, quemada de tanto no soltar la tetera silbante, las reconoce. Las pantuflas son color bronce, el de las llaves viejas; suaves como el lomo de una bestia. Huelen a tierra húmeda.

Nosotras no tenemos jardín.

Me las calzo. Antes de poder razonar extiendo la mano hacia la izquierda. En el hueco que este colchón de memory foam todavía no rellena busco el peso de mi marido. Pero si al colchón todavía no se le olvida su silueta, qué esperanzas puedo tener yo.

Despiértense, despiértense. Felicia se abalanza desde la esquina; me caza con sus manos-arpón para levantarme según su voluntad. Dejo el hueco perpetuo, las almohadas, la red mosquitera y la lámpara tumbada, detrás. Pienso en las bombillas fundidas que infestan la casa, en la luna. No prendo ninguna.

Caminamos por el pasillo, manos entrelazadas sirviéndonos de brújula. Las mías están tibias, las suyas están heladas. Nosotras no tenemos congelador.

Quizá sí existe la luz allá afuera, pero yo cierro los ojos. Camino. Mis pantuflas son broncíneas.

¿Por qué hablabas en plural, Felicia? Solo me despertaré yo.

Vino Tita. Voz que entra en ebullición. Vino Tita y me dijo que te despertara, porque va a temblar, así declara Felicia con voz-lámpara-de-lava.

Estás viendo el terremoto y no te hincas, solía bromear mi marido. Al final él sí se hincó.

Los gatos, alcanzo a pensar. Quizá lo dije; porque Felicia volteó y me sonrió.

No te preocupes. Eso ya está resuelto.

¿Me sonrió? Todo sigue muy oscuro.

No sé de dónde proviene este viento de madrugada, que envuelve mis tobillos. Sube en espirales para acomodarse entre mis muslos, protegidos por vello. Ay, no dormía en camisón desde mi luna de miel. Pero todavía conservaba algo de mi olor de aquella noche, de la sal de Ciudad del Carmen, de las yemas rugosas de mi marido; por eso me lo puse. El encaje hace fricción y enrojece mi piel. Silba el frescor de la avenida.

Felicia me dice, de nuevo, algo de los gatos.

El pasillo nunca se termina. No importa: ahora sé que las madres pueden distinguir las sonrisas, como un interruptor sonoro en las voces de nuestros hijos. De eso (del foquito distante que se prende en mi cabeza, como una serie de luces navideñas, al escuchar a Felicia), sí estoy segura.

Mi hija me jala hacia delante, hacia afuera. Percibo que la brisa es un aullido contra tejas lejanas justo cuando mis pies pisan la cabellera extensa y oceánica de un césped no cortado. No se oye un solo claxon o ciclista madrugador. Los pelícanos duermen todavía.

Ven, mami. Mis pupilas se extienden como ondas sobre un estanque tras la caída de una piedra. Veo: sobre la banqueta, al lado de una farola que debería estar encendida, hay cuatro bolsas verdes de tela. Son aquellas que usábamos para el súper, antes del brinco de las palmeras. De la fractura del costillar de la tierra.

El calor es una pegatina hinchada de nuestros suspiros, punzante como un músculo hecho nudo; ronquido del Pacífico en temporada de huracanes.

Miau, miau. Los gatos que adoptamos se revuelcan dentro de las bolsas, demasiado estúpidos para salir. Felicia se hinca a su lado (con qué facilidad metemos las manos en la noche densa), y acaricia su pelaje. Les deja caer en avalancha un bonche de croquetas.

Los gatos chirrían, aúllan, ululan. Son tan bebés que no existe nombre para su maullido diminuto. ¿Dónde estará la madre?

Felicia coge uno y lo abraza con ahínco. El gato se retuerce entre bufidos.

Yo, entre las sombras de esta calle que apesta a inminencia, busco la silueta de mi marido, mi marido volviendo de otra tragedia cometierra. Obviamente no veo nada.

Criiiic. Las puertas también ululan. Se escucha un frufrú de tela, arrastre de plantas de pie desnudas: son los vecinos que salen a la acera, en ceguera inmanente. Y plap; todas las puertas se azotan en sincronía de madrugada.

Listo, primor. Mi marido se sacudía las manos cuando algo quedaba resuelto, tras una jornada polvorienta.

Despiértense, despiértense. Eso dijo Felicia, hoy. Hace veintidós días.

Y lo hicimos, nos despertamos. Azotamos las puertas en pleno conticinio y corrimos descalzos hacia las farolas encendidas, antes de que se erizara el lomo de la bestia. Recogí el uniforme sucio de mi marido, cargué en brazos a Felicia; incluso alcancé a ponerme estas mismas pantuflas, broncíneas y muelles. Salí a la calle desierta —hinchada de este calor vampírico que te hunde los dientes en la desesperación de tener piel— antes de que se desbordara la Laguna de Términos. Antes de que rugiera el costillar de la tierra.

Pero mi marido…

Nombrarlo así lo eleva a un estatus vano. Los títulos nunca salvaron nada, bien lo saben las mitologías. Hijita, si las madres pudiéramos ejercer nuestra voluntad nunca se habrían inventado los rezos. Eso decía mamá, apagándose como foco fundido, hace veintidós años.

Bueno, pues. Mi marido se llamaba José y hurgaba en las entrañas de los deslaves con dedos callosos; protegido por un casco, un chaleco de tiras reflejantes y una linterna. Tenía la voz suave, como el lomo de un animal pardo que ronroneaba después de comer. Mi marido plantaba los pies en el césped no podado y veía (con ojos cerrados, cerrados, qué fácil nos internamos en la noche desconocida), las fallas. Mucho antes de que estas aparecieran.

Veía los pulmones de la bestia inhalar, exhalar con la precaución de un domador. Y con la responsabilidad de quien posee el detonador, intentaba salvar a aquellos sobre las coordenadas del rugido.

Sí. Como un foco que se prendía en una olvidada serie de navidad, la certeza se prendía en la mente de José. Entonces solamente era cuestión de un índice extendido, del refrán manumiso de toda la vida.

Estás viendo el terremoto y no te hincas.

Los vecinos sí lo hacen. Camisones, rodillas desnudas y pantalones estampados de ositos de peluche se doblan desde las corvas. Con la sonoridad de un clavado sobre agua quieta caen de lleno sobre el pavimento. Los sonámbulos abren los brazos como si recibieran una llovizna invisible de este trópico, alzan el mentón hacia las nubes grises que transitan desde el cielo. Pero nada viene. El pueblo está dormido.

Mi marido era un pez en tierra: ondulándose escamoso vadeaba entre vigas y alambres, lajas de cemento fracturado. Pecho tierra, se metía en las bocas oscuras de territorios derrumbados y se arrastraba, se arrastraba.

Él reconstruiría el laberinto poco a poco; sabiendo que lo acechaba un Minotauro (monstruo hambriento que se moría, se moría por revelar sus coordenadas para luego soltar el rugido). Pero aun así José vadeaba, aletita escamosa. Olfateaba la sepultada luz titilante, luz que debería ser chisporroteante pero paliaba por el miedo.

Es expiación, mi cielo. Expiación en nombre de todos.

Y luego, con la certeza del domador y la responsabilidad del detonador, se arrastraba hacia las coordenadas correctas. Esa era su vocación.

Felicia deja de abrazar a los gatitos de golpe.

En ese instante, una sola farola se prende en la calle. Como el lomo de algo desnudo, crea chispas de fricción tras una pandiculación. Se me inundan los ojos de fosfeno.

Decenas de fieles están arrodillados sobre el cemento fracturado, con los brazos abiertos. Veneran no sé qué. Solo falto yo.

Mi hija extiende sus manos todavía heladas hacia la súbita figura bajo luz fulgente. Con los ojos cegados puedo saber que la silueta también ya nos vio. Busco el oxígeno.

No te internes tan seguro en las fauces lejanas, José. Qué seguro caminas hacia la ceguera. No puedo pedírtelo a ti, no puedo despegarte de tu única vocación. Así que digo nada más: noche que te lo llevas, dale la mano.

Sé que Felicia está sonriendo; lo escucho en su voz que da la bienvenida. Mas solamente tengo ojos para la silueta bajo la única farola encendida de la calle.

Tuvo que avisarle a los vecinos, mami, dice Felicia, con la confianza exclusiva de la infancia. Puf, ya lo conoces. Sabía que yo me encargaría del resto.

Comienza a llover como siempre llueve en el trópico: como lágrimas de volcán.

Si rezar funcionara el cielo estaría vacío, me dijo mamá una vez. Lo mismo le expliqué a Felicia, hace veintidós días. Creí que ella no podía procesar las flores blancas de pistilos caídos, el casco abollado sobre la mesa del comedor, mis yemas sobre la tetera, la huella honda en el colchón de memory foam.

Interpreté mal su silencio, y eso la hizo reconocer el mío. Mi niña.

Los gatitos maúllan desde el suelo.

Renuncia a esta herencia de lodo y tierra, esta maldita doble vista. Anda, hazlo. Eso le diría. Pero me ha guiado con la seguridad de la verdadera Ariadna; puede oler el erizamiento del lomo antes de que venga el rugido.

Tita dijo que todos lo tendremos, dice Felicia. ¿Lo dije en voz alta, mi niña? ¿Crees que papi se ponga contento?

Ninguna otra farola está encendida. Las líneas amarillas que delimitan los carriles llevan directo hacia la silueta que, con parsimonia, camina hacia nosotras. Estiro los brazos, me crujen los codos, intento apartar las cortinas de llovizna que con crueldad barren cualquier aroma de mi camisón.

Listo, primor. Él se sacude las manos.

Como una ola, se alzan las cervicales de la tierra: así se eriza el lomo tectónico de la bestia. Gritaríamos, a traspiés caeríamos sin llegar a la salida; no obstante todos tenemos los brazos abiertos hacia la madrugada quieta. Esperamos con el mentón alzado la manumisión que vendrá del cielo. Y comienzan las onomatopeyas.

Se caen los cuadros, la vajilla de porcelana, el reloj del abuelo, las sillas y los baluartes. Pero estamos afuera. Un perro tardío comienza a aullar.

Yo cargo las bolsas verdes llenas de gatitos y, con la voz vuelta melaza, les consuelo. Reconocen el hábito de una madre; por eso se calman. Se acurrucan los unos contra los otros. Sin pensarlo deslizo hacia abajo el tirante sedoso de mi camisón. Con la familiaridad de un chisguete cálido que perla la punta de mi pezón, saco al primer gato de la bolsa.

Vuelvo a mirar hacia lo lejos, a la única farola encendida.

Veo el terremoto y te hincarás, así me dirás tú, hija.

Despiértense, despiértense, decía tu papá a todos los sepultados que hallaba, que jalaba desde las fauces de vuelta a la luz. Finalmente un Minotauro lo atrapó, hace veintidós días. Pero los de la funeraria me juraron que ellos no le pusieron la sonrisa.

Por lo mientras, Felicia, lanzas besos hacia la silueta que con seguridad se interna, se interna.

Qué seguro caminas hacia la memoria. Dejas tu don y a tu hija pero los dejas…

Solamente hay una farola encendida en toda la calle larga. Luz chisporroteante. Tengo colmillos diminutos hendidos en mi teta, pero el ronroneo hace que valga la pena.

El fulgor es también una palma alzada, sacudiéndose de un lado a otro. Felicia me tiene tomada de la mano.


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Alicia Maya Mares (Ciudad de México, 1996). Cursó el 12º Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. Es correctora de estilo en formación. Ha publicado en la sección “Piensa Joven” del Heraldo de México, en las revistas digitales Colofón, Marabunta, Origami y Efecto Antabus, y tiene una columna en la revista Palabrerías que le lee a sus seis gatos. También es columnista en la revista fantástica Penumbria y será parte de la residencia de escritores UTV (Under the Volcano), en Tepoztlán, en el año 2022.

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