Nancy hundió la pala y la empujó hasta sentir que la cuchilla hacía tope. Cuatro y ya estaba exhausta. La tarea le exigía una doble dificultad: por un lado el esfuerzo físico, por el otro la discreción. Adentro sonaba el tanque del agua (¿alguien había ido al baño?). Debía apurarse antes de que sus nuevos vecinos despertaran y se la encontraran ahí. Una parte de sí —la parte quizás más lógica—le decía que eso que hacía era una completa ridiculez, pero la otra —la que ella misma catalogaba de «instinto»— la motivaba a seguir.
La tierra excesivamente seca y pedregosa se desgranaba. Amanecía. Las botas de goma le picaban por dentro y debía interrumpir el trabajo para rascarse y sujetarse el pelo. Nancy cavó profundo y pensó en algo «azul tranquilizante», buscó en su bolsillo y se sintió segura atrapando el lapislázuli. La pala dio con algo. Soltó un suspiro de salvación. Tal como lo predijo hoy era su día «de suerte». Se arrodilló sobre el montículo, sacó la gran bolsa negra embarrada, la tiró con prisa del otro lado del muro y saltó ella también antes de que alguno de los hijos de los Hubner saliera al patio y viera el extraño hueco junto al ceibo florecido.
Apenas entró en la cocina se sirvió un vaso de agua y se sentó a descansar, sus ojos toparon con el reloj de la cocina: las 11:11. A medida que pasaba el tiempo veía símbolos en todo: pájaros, gatos, heladeras que dejaban de funcionar, llantas desinfladas, llamadas equivocadas a su celular, telarañas, números, colores. La lista era infinita. La idea de desenterrar la bolsa la tuvo gracias a la señal de las tortugas. Así llamaba ella a Ulises y a Penélope, que se aparecieron una mañana en el patio y le resultó tan extraño que fue imposible no pensar que traían un mensaje de algún lado. No eran perros, gatos, animales callejeros con los que sería lógico toparse… No, eran dos tortugas las que aparecieron y se detuvieron frente a su puerta; justo en el momento en el que ella pensaba en X, porque X ya hace rato había dejado de tener nombre y ahora solo era la letra más despreciable del abecedario. Ella estaba recordando a X por algo bonito (cosa que también era bastante raro), entonces abrir la puerta y toparse con las dos tortugas, porque no fue una, fueron dos, una pareja evidentemente, una pareja «símbolo de la eternidad», porque las tortugas son longevas, no se topó a dos abejas que viven cuatro años que fue lo que duró su matrimonio, se topó a dos tortugas. Esa noche soñó que ambas cruzaban a la casa de los Hubner y se instalaban bajo el ceibo, en el lugar preciso en el que ella había enterrado la bolsa antes de que se vieran obligados a vender el lote, y se despertó con ese pálpito.
Nancy se estacionó en el centro comercial frente a la tintorería. Aún faltaba una hora para que los negocios abrieran. Decidió comprarse un café en el autoservicio y esperar. Destapó el capuchino y se topó con una extraña forma, como una S que parecía una víbora. ¿Qué significaban las víboras? Más tarde revisaría en Google. Por el retrovisor divisó la bolsa colocada en el asiento y eso le hizo sentir un extraño poder. Como si el pasado se expandiera en el presente y de nuevo le perteneciera. El blanco, el color de la bondad, de la pureza, de la inocencia, lo contrario al negro. En realidad no sabía si el blanco era un color. En algunos lugares figuraba que sí, en otros que no. También en algunos lugares el blanco se lo asociaba con «la muerte». Los comienzos siempre eran blancos: cuando Dios creó al mundo dijo «hágase la luz». Y en algún lado leyó que lo del «huevo cósmico» también era blanco, que el significado de las escrituras en sánscrito Brahmanda significa «cosmos» o «expansión», Anda significaba «huevo». La leche, el primer alimento que recibe un bebé al nacer, era de color blanco: en la historia de la creación del hinduismo, el mundo nacía de un mar de leche. Cristo resucitado vestía una túnica blanca.
En el auto a la par al suyo discutía una pareja. Nancy lo deducía por el rictus en la boca del hombre, y el cuerpo prácticamente inmóvil y las manos de ella que se movían enérgicas y desafiantes mientras la boca se abría y se cerraba de forma continua. El pelo enrulado le cubría la mitad de la cara y ella debía sacudírselo para que no le tapara las palabras que escupía. El hombre llevaba un traje azul oscuro (azul zafiro), demasiado formal para un martes en la mañana, quizás fuera un vendedor de algo o un pastor; ella llevaba un vestido de girasoles (¿un nuevo comienzo?). Había algo ficticio en ellos. Nancy respiró profundo porque a veces se quedaba sin aire. Abrió un poco la ventana y dejó que la ventisca la socorriera, la liberara de tanta lectura. La tintorería finalmente levantó sus persianas metálicas.
Nancy sacó el vestido de la bolsa y lo desplegó sobre el mostrador.
— ¿Usted cree que salga?
El hombre le pasó la mano y refregó como si fuera un doctor e hiciera algún tipo de auscultamiento.
— Hay que ver por la tela. Pareciera que lleva mucho rato esa mancha ahí. ¿Sabe de qué es?
— De tierra.
— ¿Y para cuándo tiene la boda?
A Nancy le desconcertó la pregunta.
— Muy pronto —respondió.
— ¿Muy pronto cuándo sería? Tengo varios pendientes que están antes que su vestido.
— En una semana —dijo Nancy pensando en la boda de X.
La suciedad permeada en la tela justo a la altura del pecho. ¿Qué significaba la mancha? A Nancy ya no le alcanzaba con visibilizar los símbolos y lograr anudarles el sentido, necesitaba algo más… Y eso no lo entendía X, nunca lo entendió, mejor dicho. Un día en media pelea le recetó que leer tantos libros de mierda la llevaban a su propia idealización del absurdo y que su inconsciente no era un lugar para interpretar sino un sitio siniestro del cual escapar. Esas palabras a Nancy todavía le indignaban, pero ese siempre había sido el mayor defecto de X: su causalidad. Nancy sacó un pequeño frasco de su bolsillo y, antes de que el tintorero se llevara la prenda, tiró tres gotitas sobre la mancha.
— ¿Y eso para qué? —preguntó el hombre.
— Agua bendita —le respondió—. Para limpiar anímicamente el proceso.
El tintorero levantó las cejas y se llevó el vestido para el fondo.
X se iba a casar. Era un hecho. Pero también era un hecho que las tortugas habían aparecido. Si las tortugas no hubieran aparecido, no habría nada que hacer. Ninguna esperanza posible. Pero el azar traía siempre llaves más efectivas que las reales. Era ese dibujo de unir los puntos con el que se formaba el destino. Solo requería actuar, «no ser pasiva». Estaba claro que lo de X no era amor, era despecho (aunque él aún no lo supiera). «Desenterrar el pasado», eso le dijeron las tortugas del sueño. Ahora había que «entender» la mancha en medio del vestido. ¿El marrón qué simbolizaba? ¿Qué significaba esa mancha sobre el blanco? Y un detalle importante: apenas sacó el vestido de la bolsa encontró dos gusanos, no fueron tres, ni cinco, fueron dos. Si tan solo supiera identificar si esos gusanos eran larvas de moscas o de mariposas todo le quedaría más claro. Podría dilucidar si se trataba de una descomposición o de una metamorfosis. Por ejemplo, si fueran larvas de moscas su significado sería clarísimo: sería un «ni se te ocurra hacerlo, Nancy». Pero si fueran larvas de mariposas sería lo contrario: sería un «eso es justamente lo que hay que hacer, Nancy». Lo que terminó de inclinar la balanza fue la moneda cayendo del lado de las mariposas. Pero no todos tenían la capacidad de inferir el lenguaje de los símbolos. A ella le había tomado años entender que tenía la habilidad de deducir frases gramaticales enteras, lecturas anteriores al relato futuro. Y eso era un don, por supuesto que eso era un don. Advertir la certeza como una flecha, el vestido desenterrado para el día de la equivocación de X, «demostrarle» aquello de lo que se daría cuenta más adelante, como se había dado cuenta ella gracias a las tortugas. Porque Nancy leía antes de leer y comprendía que todo se ordenaba en algún momento, porque eso era la vida: un rompecabezas negro.
Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.
Carla Pravisani (Argentina) es magíster en Creación Literaria por la Universidad Pompeu Fabra. Actualmente da talleres de escritura creativa, además de trabajar como consultora en estrategia y creatividad. Ha publicado ocho libros, entre ellos el de cuentos La piel no miente (Premio Nacional Aquileo J. Echevarría 2012) y la novela Mierda (Premio Nacional Aquileo J. Echevarría 2018). Su obra ha sido incluida en varias antologías de cuento y poesía.