Crónicas en órbita

Los libros más extraños, pintorescos y (sí) frikis que jamás hayan existido

Usted, querido lector, es de manejar libros. Sí, no mire para otro lado, aquí cada cual tiene su tara. Que le gusta leer, y sobetear los volúmenes, y a veces hasta se gasta un dinerillo que no tiene para comprar la última novela de ese autor con tanto futuro. En fin, le acompañamos en la (des)dicha.

Pero hay libros que van más allá. Se escapan de la lógica, de lo comúnmente establecido. Vamos, que son raros. Por grandes, por satánicos, por estar escritos en klingon. Cosas de esas. Acompáñenos a este paseo recorriendo algunas bizarras sendas de la literatura universal.

(Y si encuentra la liebre de oro, por favor, acuérdense de este humilde escribano).

 

Esas rarezas medievales

En la Edad Media sabían hacer cosas a lo grande. ¿Quieres iglesias? Pues hala, catedralonas inmensas donde entra pueblo y medio. ¿Te mola el rollo caballeresco? Ven para acá, que estamos preparando unas cruzadas que van a ser unas risas. ¿Pandemias? Toma, la peste negra, un tercio de Europa a tomar viento. Y con los libros, igual.

Miren el Codex Gigas, por ejemplo. Que, si son ustedes duchos en latín, ya sabrán por dónde voy. ¿En pocas palabras? Un bicho enorme que tiene más de seiscientas páginas en pergamino. Metro de alto por medio de ancho y setenta y cinco ligeros kilos de peso. Ya ven, como para ir leyéndolo en el metro, ¿verdad?

El Codex Gigas se redacta en latín durante el siglo XIII. Monasterio de Podlažice, Bohemia, por si quieren visitar el sitio. Su contenido es amplio, porque su continente aguantaba todo. Que si la Biblia, que si herboristería, que si brebajes mágicos, que si algo de San Isidoro de Sevilla y un pelín más de Flavio Josefo, que si unas cuantas esquelas, que es cosa muy de periódicos… Todo eso y más. En fin, una monstruosidad, como pueden fácilmente entender. Tanto que, oigan, eso no lo ha podido hacer solo la mano del hombre. Así que surgen leyendas. El diablo arrimó el hombro. Ayuda para eso que el Codex Gigas contenga una representación de Satanás entre sus páginas (algo pintoresco si aparece al ladito de la Biblia, no me lo pueden negar). En fin, que regalo perfecto para navidades, sin duda.

También surgieron en aquellas agitadas fechas un montón de grimorios. Libros de magia e invocaciones, ya saben. Luego también llevaban fruslerías más pequeñas, como remedios medicinales o recetas para que salga más rico el pan de bellota. Pero sobre todo lo otro, lo ocultista. Estaba por ejemplo el Picatrix (Ghäyat al-Hakïm como título original, que no es poca cosa), el Liber Aneguemis o el Heptamerón. En fin, que había muchos, porque a la hora de exponer conocimientos ocultos casi todos queremos nuestra cuota de protagonismo.

Seguramente pueda sonarles el Libro de San Cipriano (o Ciprianillo, si tienen ustedes confianza), por aquello de que nos toca muy cerca. Redactado según la leyenda alrededor del año mil en el monasterio del monte Brocken (que suena a malo de Mazinger Z), el Ciprianillo redacta toda una jerarquía de las huestes infernales (con nombre, galones y oficio de cada demonio), plantea recetas para que te salga una sopa invocadora de rechupete (a veces las invocaciones no funcionan porque ungüentos y brebajes están amargos, y es una pena) y hasta dispone cómo librarte del mal de ojo. La gracia es que en el siglo XIX se publicó cierta edición, seguramente apócrifa, que incluía un listado de tesoros enterrados en Galicia por latinos y mouros. En fin, digamos que las indicaciones eran bastante vagas, pero aun así algunos se echaron el pico al hombro. Por si acaso. Valle-Inclán confesó, orgulloso, haber sido de estos…

Ah, en la Edad Media aparece también la primera obra firmada por una mujer dentro de la cultura occidental. Son las iluminaciones del Beato de Gerona, que tienen en el colofón referencia a «Ende pintrix». Ya ven, lo de los libros curiosos es una historia interminable.

 

Saberes prohibidos, libros sin descifrar y satánicos de Carabanchel

Y es que el tema esotérico también ha dado para grandes libros a lo largo de los tiempos, no se crean. Si ya lo dijo ese gran taumaturgo del siglo XX: todo lo que existe se puede decir, y de lo que no puedes hablar es mejor callarse. Chico simpático, el tal Ludwig.

Pues eso, que no resulta anómalo que saberes ocultos, secretos inconfesables y hasta confesiones que nadie pidió se hayan escondido en volúmenes desde que el mundo es mundo. Piensen que, entre otras cosas, casi nadie sabía leer, así que ya te quitabas bastante engorro por esa parte. Pero sobre todo estaba lo otro. Lo otro. El misterio, la intriga. Vamos, totalmente cool.

El Abad Trithemius (o Tritemio, si quieren castellanizarlo), por ejemplo. Tipo tozudo, un entrepreneur con todas las letras. Cuentan que llegó como jefazo al monasterio de Sponheim y allí no vio más que haraganería, perversión y una dejadez absoluta para seguir las tres reglas. Vamos, que vivían los monjes como reyes, hasta que les asignaron a este chiflado. Obligación de trabajar, amigos. A golpe de remo, si hace falta. Ah, y tú, el bajito, el que tiene tantos granos… reza un poco más, oye, que tienes caruca de pecador. Sponheim funcionaba a las mil maravillas, pero los freires andaban pelín mosqueados, porque lo de doblar el lomo es tema harto fatigoso.

Él, Trithemius, tenía tiempo libre, que es lo que suelen tener los grandes ejecutivos. Así que se dedicó a escribir. A escribir cosas muy raras. Y con mensajitos ocultos, además. Dicen que se inventó un método de codificación propio. Y lo debió poner en práctica (media vuelta de tuerca mediante) con aquello de la Esteganografía. Asunto loquísimo, oigan. Aparentemente un grimorio, que ya es algo como para preocuparse. Solo que debajo de esas invocaciones hay un mensaje oculto… uno que desvela cómo ocultar mensajes ocultos. Tautología al poder. De hecho el Abad, ni un pelo de tonto, declinó publicar esta obra en vida, dejando solo algunas copias manuscritas (una la encontró en la biblioteca de su padre Felipe II y la mandó quemar, por satánica y hereje). Toda una odisea. Si es que ya lo dijo el Padre Ángel Beriartúa (jesuita, catedrático de teología y salvador del género humano): Tritemio es fundamental.

Ojo, hay otros que ni siquiera se han traducido. Ni una mijita. Del manuscrito Voynich no les voy a contar nada, porque del manuscrito Voynich habla ya demasiada gente. La mayoría magufos, que es una cosa así como muy de reírse, salvo si te lo tomas en serio. Así que nada, vayan al pódcast de su conspiranoico preferido si quieren saber algo sobre tan cucas páginas.

Pero hay más. Tienen ustedes, por ejemplo, el códice Rohonczi, que saltó a la luz pública en el siglo XIX, aunque su antigüedad, a juicio de los crédulos, lo hace coetáneo de la Atlántida, el Rey Escorpión y Jordi Hurtado de joven. Bueno, la cosa es que está escrito en idioma desconocido (pero desconocido de verdad, no como las novelas de David Foster Wallace), y que nunca se ha averiguado qué quiere decir. Si es que quiere decir algo, oiga, que uno nunca sabe. Ah, no son pocos quienes hablan de una falsificación hecha por Sámuel Literáti Nemes, anticuario húngaro que le daba bastante al tema. Vayan ustedes a saber.

El Libro de Soyga debería ser más fácil, porque está en latín. Lo que pasa es que es latín rarete, así que no hay manera. Se han sacado cosucas, pero nada más. Ah, que lo traducido hable de magia y demonios hace el asunto, como comprenderán, aún más excitante. Como el Liber Linteus, que es la más larga muestra que conservamos sobre lengua etrusca. Unas 13.000 palabras (un artículo medio mío, vaya) que no tenemos ni idea de lo que cuentan. Lo interesante del asunto, en este caso, no es tanto el contenido como el continente. Y es que el Linteus está fijado en papiros de lino… que se usaron como vendas para momificar a un tipo durante la dinastía ptolemaica. No me negarán que es el soporte más acojonante que jamás un libro pudiera tener.

 

Obras de arte, obras sin arte y klingons recitando a Shakespeare: bienvenidos a la posmodernidad

También hay cosas que salieron así porque sus autores lo buscaban. Vamos, que un día se vinieron arribísima y pensaron «oye, ¿y si hago algo que nadie pueda comprender por mis cojones morenos y le meto al asunto un toque de trascendencia posmoderna?». Eso o les pilló la idea con resaca, que es algo muy natural. En fin.

Los hay con chiste. A Humument, por ejemplo, es un experimento tan interesante como estético. Tom Phillips, su autor (solo que no es su autor, o no el único), apañó una oscura (y, cuentan, aburridísima) novela victoriana que se titulaba A Human Document (obra de William Hurrell Mallock, si no les suena el nombre no se preocupen) y empezó a experimentar. ¿Y cómo sería esto si tacho palabritas aquí y allá hasta crear una historia nueva? Vamos, como en los documentos clasificados, que solo puedes leer tres letras de cada ciento cincuenta. En fin, Phillips creó una trama distinta, un protagonista recién salido de su cabeza (Bill Toge, que solo sale cuando en el original aparecen palabras como together) y, en general, le echó mucha imaginación al asunto. La gracia es que todo el texto que se desecha (la inmensa mayoría) no se tacha con un fiscalizante rotulador negro, sino que Phillips lo cubre de ilustraciones que él mismo elabora. Una obra de arte que esconde letras (o viceversa). Vamos, que el libro es original y muy bonito. Palabrita.

A veces el asunto se te va de las manos. Aunque tú no quieras. Le pasó al arquitecto transalpino Luigi Serafini. El tipo, de natural inquieto, se puso a elaborar un libro que imitase estos manuscritos medievales tan oscuros y tan indescifrables. Introdujo un lenguaje inventado y docenas de ilustraciones alucinantes, a medio camino entre el surrealismo y lo macabro. Una rareza. Bonita, pero sin más interés. Solo que eso no satisface a nuestros firmes estudiosos del misterio. No, no, ellos buscan, rebuscan, pesquisan, inventan. Sobre todo lo último. Vamos, que hay mensajes ocultos en las iluminaciones, dicen los iluminados. Que he conseguido descifrar el texto, y no les va a gustar nada lo que dice. ¿Quieren una pista? Se lo deletreo, para no tener problemas con el Club Bilderberg: O. V. N. I. Y el pobre Serafini diciendo que no, que aquello eran garabatos, que no significaban nada. ¿Y las ilustraciones? Pues chorradas, ideas que me pasan por la testa y las dibujo así, no me lo tenga en cuenta. Sí, sí… seguro. Qué casualidad. Si le digo que es usted un mensajero de poderes ocultos lo niega; que es, justamente, lo que haría un mensajero de poderes ocultos. Muy sospechoso, ¿no cree? En fin, ríanse de los chiflados que se compran el Necronomicón por internet.

Otras veces la rareza del asunto viene porque el libro es más que un libro. Pasa con Masquerade, por ejemplo. ¿Cómo, no lo conocen? Pues fue cosa muy popular en la Gran Bretaña del primer thatcherismo (entre huelgas, mano dura y, oye, creo que aún podemos ser un poquito más liberales). Masquerade es una obra naif, con toquecillos de ilustración hippy, que escribió (y pintó) un simpático tipo llamado Kit Williams. En pocas palabras, contaba la historia de una liebre que debe entregarle una joya al sol de parte de su amante, la luna. Ya ven, muy canción de Mecano, ¿eh? La gracia es que nuestra amiga la liebre resultaba bastante estólida, y perdía por el camino ese objeto. Usted, amigo lector, debe ayudar al bichejo para que no quede en ridículo delante de dos cuerpos celestes. Hay pistas repartidas por los dibujos y por los encabezados, y también juegos de palabras y todo eso.

Bien, hasta aquí pues algo curioso sin más. No es un libro de El Barco de Vapor, pero tampoco vamos a venirnos muy arriba, ¿no? O igual sí. Porque Kit Williams dijo que, oye, igual no habéis pillado bien el juego. Que la joya (forma de libre, oro macizo, piedras preciosas sobre su lomo) existe de verdad. Construida por el menda. Y la escondí en un sitio secreto… que podéis descubrir siguiendo las pistas que muestra el libro. Ah, ahora sí que tenemos su atención, ¿verdad? Codiciosos, que son unos codiciosos.

No me digan que no es atractiva la idea. Pues tres años llevó el asunto. Tres años en los que Inglaterra tuvo más cráteres que el norte de Francia durante 1919. Quien más, quien menos, salía a pasear por el campo con su pico y su pala. ¿Te vienes a la campiña, querida Mildred? Oh, por supuesto, John James, pero deja que coja mi excavadora a pilas. Ese tono. Divertidísimo. Bueno, para un tal Richard Dale no, porque él se metió bastante en la historia y acabó también metido en un manicomio. Pensaba que el libro de Williams formaba parte de una ficción que gobernaba su vida. Sí, como lo oyen. Joróbate, Wanda Maximoff.

Fue un mozuco de Yorkshire llamado Kent Thomas quien desentrañó el asunto. Lo tenía tan claro que llamó a Kit Williams, le dijo dónde estaba la liebre y el escritor, orgulloso, se fue a desenterrarla con él. Con él y con un montón de periodistas, vaya, que no era cosa de pasar desapercibido a estas alturas. El problema es que, misterio sobre misterio, el tal Kent siempre iba con barba y gafas y sombrero y gabardina, que es todo supernatural. Oiga, y cómo descubrió el sitio. Oh, mi perro se paró a mear aquí y me vino la inspiración. Ya ven, un Sherlock. En realidad era timador profesional, Dugald Thompson de nombre, quien logró esa información gracias a que sedujo, con erótico resultado, a una vieja novia del pobre Kit Williams. Ay, qué banal todo.

¿Quieren la última vuelta de tuerca? Un par de profesores de física habían descifrado el acertijo meses antes. Se llamaban Mike Barker y John Rousseau. Fallaron por un par de metros. Como buenos científicos repasaron sus deducciones, las vieron ciertas y decidieron, cartesianamente, que aquello era una tomadura de pelo. Para su casa que se marcharon.

Una última rareza, que les veo con ganas. No sé si ustedes lo saben, pero el idioma original en que se escribió Hamlet fue el klingon. Así se asegura, al menos, en mi muy querido ejemplar de The Klingon Hamlet. Es difícil describir la belleza de este libreto, el sutil acariciar de sus palabras sobre nuestros oídos. TaH pagh taHbe. Lo de ser o no ser, vaya. Pronúnciese con acento gutural, arrastrando las haches y con pinta de tener una raspa de besugo en la frente. Qué sonoridad, qué delicado silboteo. Maravilloso. Como masticar cristales. Todas las noches leo un poco de esta relajante obra antes de irme a dormir.

Para disfrutar con los sueños que invoca, sin duda…

4 Comentarios

  1. Pues mire, D. Marcos, he pasado un rato estupendo con su artículo. Así que le doy las gracias por ello. De paso diré que los ingredientes para hacer un buen artículo son muy simples: inteligencia, sentido del humor, erudición humanista y una buena currada de documentación. Lo complicado es encontrarlos…
    Veo que usted los posee en grado superlativo.
    Un cordial saludo.

  2. Marcos Pereda

    Oiga, pues muchas gracias

  3. GRACIAS!

  4. Pingback: Dime con quién hablas y te diré quién eres - Jot Down Cultural Magazine

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