Dicen que mi abuela murió mientras amamantaba a mi padre. Dicen también —aun cuando la lógica común es contraria a la resurrección de los muertos— que la familia entera trató de mantener su cuerpo con vida durante todo lo que duró la noche.
Cincuenta años después, lo que nosotros queríamos hacer era ver de cerca el monte Fuji. Lo habíamos visto apenas un par de veces antes; una semana atrás, a las 9:05 de la mañana mientras el avión que venía de París descendía sobre una parte minúscula de Tokio, y luego, días después, subidos en el mirador del Ayuntamiento situado en el distrito de Shinjoku, pero la imagen era siempre borrosa, lejana, como un conjunto de nubes que se pierden en el horizonte.
El día que hicimos la excursión, yo llevaba en el bolso Los perros de Tesalónica. Tenía un ojo puesto en Askildsen y otro en la ventanilla del tren. Decían que en el trayecto del Shinkansen hacia el sur había un momento en el que el Fuji empezaba a asomarse majestuoso y solitario. Ese día sin embargo pintaba que no veríamos más que el reflejo de nuestras narices. Estaba nublado.
Cuando estoy estresada me gusta sumergirme en la bañera, la misma que mis tías llenaron de líquido casi hirviente, una vez que las bolsas de agua caliente que rodeaban a mi abuela demostraron que esta se helaba sin remedio. Si cierro los ojos y me concentro en esta imagen casi puedo ver a los hombres de mi familia levantando en vilo el cuerpo inerte de una mujer delgada —era joven, había sido joven—, las piernas enclenques, el cabello largo cubriéndole el rostro inexpresivo. La ausencia y el despropósito en una escena sin nombre. Atolondrados todos.
Desesperante saber que estábamos haciendo el viaje en vano. Viaje usted a un lugar llamado Fuji Shin sin un solo rayo de sol que lo acompañe, recline el asiento, vea pasar los altos edificios, las casas de suburbio y los campos de arroz. Y bueno, así había sido, así sería sin vuelta atrás porque no teníamos más días para intentarlo, les decía yo, a pesar de que el guía se empeñase en levantarnos la moral con su castellano de Lima adentro. Era peruano, dijo, había venido hacía veinte años acompañando a su abuelo, un viejo migrante que casi no recordaba su propio país de tan joven que se había marchado y que había vivido durante años de quimeras y recuerdos borrosos, insistiendo en regresar, una y otra vez, a Japón. El nido vacío que llama. Y cuando por fin realmente había puesto pies, cuerpo y el resto de aliento que le quedaba en Tokio, no había tardado ni tres meses en volver a tomar un avión para morir precisamente en Perú. Un indeciso.
Creo que el guía nos llevó primero al pueblo donde vivía, a una pagoda rodeada de un jardín en el que se paseaban pavos reales, y cisnes que nadaban en estanques con puentecitos de filigrana roja, y en la que nos enseñó cómo se llamaba a los dioses. Dos palmadas. Toque de campana. La reverencia. Vengo a pedir un día de sol.
De nuevo en el coche seguimos hablando. Él preguntaba cosas y luego añadía anécdotas. Llevaba una hoja con estadísticas sobre la profesión de sus turistas. Los más frecuentes eran los informáticos, seguidos de lejos por las enfermeras y por último, ya en la retaguardia, los maestros. Hubo un murmullo desaprobatorio en los asientos traseros de la furgoneta. Los maestros vienen solo en agosto, dijo, luego, el resto del año, se repetía, semana tras semana, esa disímil combinación informático-enfermera. En nuestro grupo no hay ninguna enfermera, dijimos. Éramos todos informáticos.
La que fue enfermera era mi abuela. Vengo a preguntar por ella, dije un día, y me planté por el resquicio de zaguán que había dejado abierto mi tío tras escuchar el timbre. De tu abuela no hay secretos. Por eso mismo, dije, hablemos de ella.
En algún momento de la ruta, alguien cogió mi cuaderno de viaje y escribió con un boli de colores «Aokigahara», un nombre para no olvidar.
Está claro que mi abuela no despertó. Se quedó como la habían encontrado, con los brazos contraídos, apretando contra su pecho al bebé que era mi padre. Y luego, más tarde, cuando le arrebataron al niño, el gesto había terminado por convertirse en una mueca por retener el aliento escapado para no volver.
En la entrada más famosa de Aokigahara, conocido como Mar de Árboles, existen dos senderos que, naciendo juntos, separan sus cursos en un ángulo cercano a los 45 grados, el brazo del guía descansaba apoyado en un letrero repleto de símbolos kanji. Jordi acababa de sacar una foto. Yo miraba el cielo, o el trozo de cielo que los árboles dejaban entrever, preguntándome si al final llovería o no. El resto papaba moscas por ahí. El hecho de que el camino de la izquierda estuviera sellado con una cinta policial podía habernos dado una pista, pero el guía estaba enzarzado en una perorata sobre mitología nipona, supersticiones, costumbres medievales y símiles literarios sobre campesinos que abandonan a niños y ancianos en medio de lúgubres bosques (la universalidad de las historias de los hermanos Grimm). Hasta que en algún momento —todo tiene su tiempo— llegaba el siglo veinte y los niños en cuestión hacía rato que se habían hecho adultos, y por lo tanto eran capaces de venir solitos en coche, en autobús o en lo que hiciera falta, armados de cuerdas, jeringas, pastillas y por supuesto grandes dosis de alcohol, para adentrarse sin preámbulo alguno en la maleza hasta perderse, o más bien encontrarse, con sus propios demonios y no volver, al mundo de los vivos, nunca más.
Dicen que mi padre sufría pesadillas que incluían ollas repletas de agua, sucesivos cazos humeantes que eran vertidos sobre un cuerpo que flota. Su cuerpo. Un niño que nada dentro de una bañera que se convierte en un caldo casero inmenso.
Aokigahara tiene 35 kilómetros cuadrados de extensión. Una vez al año, un grupo de voluntarios se adentra en el bosque en busca de cuerpos. No hace falta caminar demasiado. El noventa por ciento de ellos se encuentran en el primer kilómetro. Los japoneses podrían tirarse a las vías del tren, o conducir hasta estrellarse en la curva de alguna carretera secundaria o despeñarse desde un acantilado, pero sería una forma poco discreta y altamente desconsiderada de morir. En Aokigahara, en cambio, no se molesta a nadie. Ningún ciudadano pierde horas en un atasco por carreteras cortadas debido a ambulancias y policías forenses, los del tren no tienen que pedir disculpas, ni sufrir atrasos, ni mucho menos parar los servicios hasta que se limpie todo el estropicio. Si uno es japonés, suicidarse en un bosque, sobre todo en este, aporta solo ventajas. Cuando llegue el día indicado, vendrán a por ti o a por lo que de ti quede, recogerán con esmero tus restos y finalmente alguien te hará un funeral.
¿Por qué nadie llevó a mi abuela a un hospital? ¿Por qué nadie llamó a un médico? Le digo a mi tío, que tiene todavía la puerta entreabierta. Era inútil, contesta. Y sin embargo trataron de revivirla toda la noche. Creímos que despertaría. ¿Lo había hecho antes? No, pero estábamos prevenidos. Pasaría. Iba a pasar. Estaba enferma, aunque no tuviera síntomas, ya sabes aquel mal de cabeza. Y aun así no llamaron una ambulancia. Era tarde. No lo sería tanto si vino corriendo todo el mundo. Ahora no es como antes. Vivíamos todos en la misma calle. Quién avisó. No lo sé, alguno de los niños supongo. Pero bueno, vas a quedarte ahí parada o entras y te tomas un café. Entro.
—Hace un par de días encontramos el último muerto, al parecer estaba demasiado cerca del sendero de los turistas, quizá se había desorientado en la oscuridad—. El guía hablaba y nosotros lo mirábamos con ojos como platos, cinco minutos atrás ni siquiera sabíamos el nombre de aquel bosque. El hombre, extendiendo el brazo, determinó: chicos, aquí a la derecha sin perder el sendero, caminando a paso ligero en una hora hay una salida, yo voy por el coche y allí los espero, si se topan con el cuerpo de un suicida simplemente marquen el sitio, avisaremos a los guardas.
De las cosas que me han hecho los guías, esta fue sin duda la más cruel. Dicen que al salir de Aokigahara el sol brillaba y que las nubes se hicieron a un lado, que las mejores vistas sucedieron aquella tarde. Dicen también que nos sacamos innumerables fotografías con el Fuji emergiendo entre un mar de algodones. Dicen que visitamos un lago y luego otro, y que las réflex dieron todo lo que tenían que dar de sí. Dicen que reímos, que cantamos y que alguien, en algún momento, sacó una botella de sake. No lo recuerdo.
Solo recuerdo haber caminado pensando en mi abuela, su cuerpo arropado por bolsas y bolsas de agua caliente, mientras ella, ya sola, se adentraba en un bosque, en todos los bosques.
Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.
Fabiola Morales Franco (Cochabamba, 1978) realizó estudios en Narrativa en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès y el Máster de Escritura Creativa en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, ciudad en la que reside desde 2005. Ha publicado el libro de cuentos La Región Prohibida (Nuevo Milenio, 2012) y la novela El día de todos tus Santos (Nuevo Milenio, 2017). Relatos suyos han sido publicados en antologías como Vértigos. Antología del cuento fantástico boliviano (El Cuervo, 2013), Kafkaville (El Cuervo, 2015), Mar Fantasma (Kipus, 2018), Carne de mi Carne (Mantis, 2018), Once escritores del Wilsterman (Nuevo Milenio, 2018), Calles (2018), La desobediencia (Dum-Dum, 2019) y 19 cuentos de terror (Parc Editores, 2020).