No vive conmigo, pero viene muy seguido. No es que yo me oponga del todo a que vivamos juntos, es solo que todavía recuerdo cómo comienza y, sobre todo, cómo termina. Al principio ambos se ríen de las mismas cosas, pero poco a poco lo que a uno le da risa al otro le da angustia, al punto de no saber si desde el comienzo no sería esa risa escandalosa e indolente el origen del miedo. O simplemente una noche, leyendo en la cama, uno se queda dormido sobre el hombro del otro, que aún está despierto, pero indiferente al libro que sostiene y petrificado de insomnio: acaba de decidir que ya no soporta la exhalación de ese organismo extraño que respira con la boca abierta a dos centímetros de la propia.
Por eso no es que crea que si se lo propongo y ella acepta vayamos a vivir sin peleas, sin días en silencio, aparentando que está bien si mientras encontramos una excusa estúpida para arreglarnos debemos respirar el mismo aire y presentir toda la noche el cuerpo dormido del otro. Al contrario, puedo ver exactamente las razones, los motivos y las particularidades de ella que me sacarían de quicio. Y también las mías, pues ya se ha visto obligada a mencionar cuánto le molesta el sonido involuntario de mi esófago cuando degluto un sorbo de agua, la propulsión a decir continuamente «Todo es aporía» y mi necesidad de irreverencia a toda costa, el nihilismo seguro que posibilita el dinero, mi carnivorismo, mi masculinidad heteronormada y hasta el uso puramente estético, vanidoso y excesivo de las comas en mis textos, y aunque yo la escucho siempre, jamás le he objetado nada, en cambio miro para cualquier parte, casi siempre al suelo, y sonrío.
Por mi parte, jamás le he confesado que tan pronto sale de mi casa cierro con la oreja pegada a la puerta para escuchar el sonido de sus botas bajar por la escalera, y que cuando ya no se oye nada, corro a la ventana para verla salir del edificio y caminar hasta doblar la esquina. Mucho menos que ya estoy asomado por la mirilla de la puerta casi desde el momento en que me llama para preguntar si puede pasar, y que apenas la veo llegando a la puerta, troto hasta la sala para que al escuchar mis pasos de vuelta parezca que estaba haciendo café en la cocina o escribiendo en el cuarto.
Nunca llega de sorpresa, siempre avisa y cuando abro entra con un par de bolsas donde trae un pequeño mercado. A veces me da un beso en la mejilla, otras sigue de largo y desocupa las bolsas sobre el mueble de la cocina, abre la nevera y revisa su interior con el entrecejo fruncido.
Sin objetar nada y con las manos en los bolsillos, me quedo en la puerta de la cocina contemplando la precisión con que hace rodar las frutas y verduras por el mueble hasta que caen en el lavaplatos. Parecen una familia suicida, comenté una vez. No sé si no entendió que me refería a la forma como las verduras se habían despeñado por el lavaplatos, pero hizo como si nadie hubiera dicho nada. Páseme el cuchillo para pelar fruta, fue lo único que dijo. Cuando vio que yo seguía analizando el juego de cuchillos sin saber a cuál se refería, ella misma sacó uno pequeño, combado y con el filo al contrario. Para mí siempre había sido un arma diseñada para ajustarse al cuello humano, pero esa tarde atestigüé cómo lo hacía descender en círculos por la superficie de una naranja hasta formar un vórtice de pellejo, una serpentina de piel con la altura de un niño de dos años. Después rajó la pulpa en ocho, la tiró a un plato y la sepultó bajo cuatro o cinco manotadas de canela. Yo dudé que eso fuera a saber bien al ver la cantidad de condimento que había echado, pero sabía bien, sabía muy bien. Pidió que me acostara en la cama y fue dejando caer los gajos en mi boca mientras me contaba la historia del plato, de dónde provenía, para qué y cuándo lo comían. Creo que esa vez era un postre de Marruecos, pero también ha hecho postres alemanes, ensaladas de Indochina y revueltos que ella misma improvisa.
Un día dejé de pararme en la puerta y empecé a sentarme detrás de ella en la silla que tengo en la cocina. Mataba el tiempo contando las imperfecciones en las baldosas del piso, buscando un patrón en el canto de los pájaros o mirando hacia el parque de un conjunto residencial que construyeron hace poco al lado. Ella había puesto una olla de agua a hervir, mientras estaba, sacó unas setas orellanas y las espolvoreó con pimienta, ajo, orégano y una pizca de chile molido. Las restregó con cuatro ramas de romero y las humedeció con aceite de oliva.
Yo ya había notado la piel que se asomaba entre su falda y la blusa cada vez que se empinaba para alcanzar la sal o ayudarse con el peso de su cuerpo para cortar vegetales que, supongo, tienen un núcleo duro y cuesta trabajo rebanar. Muchas veces me pregunté si no debía aproximarme y darle un beso en esa parte de su cuerpo que se exponía, así que ese día me recliné en la silla y besé esa diminuta porción de piel desnuda. No había vuelto a mi posición anterior, ni siquiera había alejado la boca, cuando el cuchillo cesó de sonar. Permanecí así, ligeramente inclinado hacia ella, contemplándola en esa posición de contrapicado. Ella siguió inmóvil, con los hombros encorvados y la columna doblada, parecía que buscaba un pedacito de verdura refundida. Después de unos segundos giró la cabeza, solo los grados necesarios para mirarme de reojo, y enseguida volvió a clavar la mirada en el pimentón que descuartizaba. Más que darle un beso, parecía que hubiera pisoteado una caja de huevos.
Durante un rato lo único que se oyó fue el sonido metálico de la tapa de la olla sacudida por el agua que ya hervía. Pronto la ventana y los lentes de mis gafas se empañaron con el vapor. Ella apenas se movió para prender el extractor y con la mirada me ordenó que abriera la ventana. Me paré tratando de no hacer ruido, abrí la ventana y solo cuando el aire de la cocina se aclaró, el sonido del cuchillo contra la tabla retornó.
¿Por qué no me lee algo mientras cocino?, dijo sin voltearse.
Corrí al estudio y volví a la cocina con un libro. Me senté en la silla y aclaré la voz.
Esta mujercita está muy descontenta conmigo, siempre tiene algo que reprocharme, siempre soy injusto con ella, cada paso mío la irrita; si se pudiera dividir la vida en trozos minúsculos y juzgar cada trocito por separado, seguro que cada trocito de mi vida sería un motivo de disgusto para ella. Muchas veces me he preguntado por qué la irrito tanto; puede ser que todo en mí ofenda su sentido de la belleza, su idea de la justicia, sus hábitos, sus tradiciones, sus esperanzas…
¿Qué es eso?, me interrumpió.
Un cuento de Kafka, se llama «Una mujercita».
Me refería a que me leyera algo suyo.
Miré por la ventana, afuera unos niños jugaban en el parque del conjunto. Es uno de esos parques modulares, de techos y pasamanos en hierro astillado, pero pintados de colores primarios para lucir inofensivos. Desde la cocina el parque parecía una maqueta, los árboles postizos, como sacados de un mal render. Junto al rodadero, cuatro niños y seis niñas hablaban formando un círculo.
Si no quiere leerme algo suyo está bien, no pasa nada, pero entonces venga y me ayuda a picar.
No se sintió como una recriminación a mi inoperancia, pues hizo uno de esos gestos que uno sabe que no son de recriminación. Cuando me paré a su lado puso un cuchillo en una de mis manos y en la otra unas cebollas diminutas que examiné durante un rato. Ella notó mi curiosidad por su tamaño y dijo que eran así porque dos cebollas de las grandes habían tenido bebés.
Estallé en carcajadas, la risa duró tanto que el dolor en el abdomen me obligó a doblarme sobre el mueble. Casi de rodillas, tuve que soltar el cuchillo y lanzar las cebollas bebés al lavaplatos. A ella se le dibujó en la cara una mueca similar a una sonrisa, pero pronto tampoco pudo contener la risa y tuvo que apartarse del mueble y de la verdura que picaba. Nunca la había visto reír. Al menos no así. Siempre estaba seria y con un gesto como si le doliera la barriga todo el tiempo. Poco a poco nos recompusimos, abandonamos la risa y retornamos al silencio de nuestras labores.
Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.
Juan Nicolás Donoso (Bogotá, 1977) estudió Artes Plásticas en la Universidad Jorge Tadeo, realizó la maestría en Filosofía de la Universidad Javeriana y el máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Ha sido profesor universitario en Ciencias Humanas, Filosofía y Escritura Creativa. Es autor de las novelas Coprófago Paradise (Caín Press, 2016) y Siberia (Animal Extinto, 2019).