Analógica

La filosofía, una historia de familias mal avenidas

Cualquiera diría que en el mundo de hoy, el clan de los materialistas se ha impuesto a la tribu de los espiritualistas. Sin embargo, los místicos están dispuestos a reclamar su cetro.

Ilustración: Sofía Fernández Carrera.

Las grandes historias siempre incluyen grandes conflictos. ¿Leeríamos a Shakespeare con tanto fervor si no nos hipnotizara el odio entre los Montesco y los Capuleto, la malicia de Yago con Otelo o la ingratitud de las hijas mayores del rey Lear? Quizás es algo arbitrario explicar la historia de la filosofía como una confrontación interminable entre dos grandes familias, pero Alfred Whitehead ya dijo que el pensamiento occidental solo es una nota a pie de página en la obra de Platón. ¿Significa eso que los problemas empezaron con él? Ciertamente, no. Entre los presocráticos ya hubo querellas. Algunos entendían que la realidad solo era un devenir interminable, movimiento sin fin regulado por distintos principios. Heráclito expresó ese punto de vista con una metáfora particularmente afortunada: la vida es como un río que fluye sin cesar. Nadie baja dos veces a ese río, porque las aguas se renuevan y nuestro yo cambia con el paso del tiempo. El hombre de ayer no es el de hoy, ni el de mañana. Parménides y los pitagóricos se alzaron contra esa perspectiva, apuntando que el cambio solo es una ilusión. Lo permanente es lo verdaderamente real. El ser es eterno, inmutable, y la nada solo es una ficción, una filigrana de la imaginación. Los pitagóricos, influidos por los mistéricos órficos, aseguraron que el alma es inmortal, que viaja de cuerpo en cuerpo, sin extinguirse jamás. Los atomistas, liderados por Demócrito, se burlaron de esta idea, proclamando que el cosmos solo es azar, átomos y vacío. El hombre muere, como el resto de las cosas naturales. No es un dios, sino una criatura dotada de razón y tal vez por eso más desdichada, como testimonian las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Si las leemos, nos sobrecogerá comprobar que los miedos, frustraciones e inseguridades de la condición humana apenas han cambiado desde los antiguos griegos, padres de la civilización occidental.

En este bosquejo, que simplifica las cosas por razones de espacio e inteligibilidad, ya se aprecian claramente dos familias. Los que creen en la posibilidad de trascender el tiempo, el espacio y la materia; y los que reducen todo a evidencias empíricas, atribuyendo una irreversible finitud a cualquier forma de vida. Platón sistematizó la primera perspectiva, describiendo la realidad como un teatro de sombras que escenifica una versión degradada de lo inmutable y eterno. El mundo sensible, el mundo que conocemos mediante los sentidos, solo es un pálido reflejo del mundo inteligible, una región organizada jerárquicamente con el bien en su cúspide. El cuerpo muere, pero el alma es inmortal y está sujeta al ciclo de las reencarnaciones, donde cabe la posibilidad de ascender por un camino de perfección o hundirse en lo miserable y abyecto. Platón, el aristócrata ateniense de anchas espaldas, plasmó sus ideas en diálogos que ya forman parte del parnaso de las grandes obras del pensamiento y la literatura. Sócrates, su maestro, es el protagonista de la mayoría de los relatos. En el Fedón, uno de los diálogos más hermosos, bebe la cicuta, cumpliendo la sentencia del tribunal que le ha acusado de corromper a los jóvenes y difamar a los dioses de la ciudad. Dedica sus últimos momentos a manifestar su convicción de que el alma es inmortal.

«El choque entre Platón y Aristóteles es el gran cataclismo en la historia de la filosofía. Todo lo que ha venido después solo es una variación de ese contraste»

Aristóteles, discípulo de Platón, rompe con su maestro, estableciendo que solo hay una realidad divida en dos regiones físicas —el cielo y la tierra—, y no una realidad escindida en un plano material y otro espiritual e intangible. El alma es la forma del cuerpo, pero no puede subsistir sin él. Aristóteles justificaba su ruptura con Platón alegando que la amistad es hermosa, pero no tanto como la verdad. En La sociedad abierta y sus enemigos, un clásico del pensamiento político contemporáneo, Karl Popper acusa a Platón de ser uno de los padres fundadores del pensamiento totalitario, una imputación que extiende a Hegel y Marx. Su filosofía política postula una sociedad gobernada por una minoría de sabios con poderes ilimitados. Por el contrario, Aristóteles se muestra partidario de una democracia con las inevitables restricciones de su tiempo, donde las mujeres, los esclavos y los extranjeros carecían de derechos y libertades. El choque entre Platón y Aristóteles es el gran cataclismo en la historia de la filosofía. Todo lo que ha venido después solo es una variación de ese contraste, naturalmente enriquecido por las peculiaridades de cada época.

La Edad Media cristiana fundió la perspectiva de Platón con el Evangelio, desterrando de las universidades las escuelas filosóficas que habían adoptado posturas relativistas o escépticas, como el epicureísmo o los sofistas. La familia de los místicos o espiritualistas se impuso sobre el clan de los materialistas. En el siglo XIII, la síntesis tomista reconcilió el pensamiento cristiano con Aristóteles, alumbrando auténticas proezas teológicas y dialécticas. El Renacimiento preservó la hegemonía de los espiritualistas, pero el racionalismo rescató a los materialistas por la puerta de atrás, intentando preservar la existencia del Dios cristiano. Platón creía en dioses y demiurgos. Por eso Dante lo situó en el limbo, con Sócrates y Aristóteles. Fue un espíritu noble, pero cegado por el impío paganismo de su tiempo. Descartes describió a Dios como un simple relojero que garantizaba y mantenía el funcionamiento del universo. Spinoza, un filósofo judío del siglo XVII, fue más lejos, identificando a Dios con la Naturaleza y negando la inmortalidad del alma. Acusados de ateos, se quemaron los libros de Descartes y Spinoza, al tiempo que se los maldecía con ferocidad. Pascal combatió el racionalismo, destacando que a Dios solo se le puede conocer mediante el corazón.

Ilustración: Sofía Fernández Carrera.

El empirismo fue otro duro golpe contra la familia de los espiritualistas. En Inglaterra, David Hume cuestionó el principio de causalidad, objetando que la relación entre causa y efecto no se basa en la razón, sino en la contigüidad. De acuerdo con eso, las cinco vías tomistas carecen de validez, pues todas se basan en la idea de causa, una falacia. La Ilustración constituyó una nueva victoria de los materialistas. Se propagó el deísmo, que negaba la providencia y la Revelación. A pesar de su fe pietista, Kant propinó una despiadada estocada a la teología en la Crítica de la Razón Pura. Cuestionó con ingenio las pruebas tomistas sobre la existencia de Dios y afirmó que la prueba ontológica de san Anselmo era incongruente, pues presuponía la existencia de «un Ser mayor que el cual no cabe pensar otro» para demostrar que verdaderamente era real y la causa primera del universo. Ya en el XIX, Marx afirmó que la religión era el opio del pueblo y Nietzsche dio el golpe de gracia, proclamando en tono profético que Dios había muerto. En el convulso siglo XX, Freud redujo la religión a una simple patología colectiva, la fantasía de una especie que no soportaba la carga de su propia mortalidad.

¿Acaba aquí la historia? ¿El clan de los materialistas destruyó a la familia de los espiritualistas? En parte sí, pero los que aún creen —como Novalis— que lo visible está soportado por lo invisible y que solo Dios puede garantizar la inteligibilidad del cosmos no se han resignado a ser recluidos y olvidados en el desván de la historia. Henri Bergson, hoy poco leído, explicó el cosmos como un proceso movido por un infatigable esfuerzo creador. La vida no es materia y espíritu, sino una totalidad palpitante. El mundo contemporáneo ha quedado atrapado por el estrecho horizonte del materialismo, incapaz de apreciar la dimensión espiritual de la Naturaleza. Detrás de sus cambios y transformaciones, hay un élan vital o impulso creador. Dios quizás no es otra cosa que eso y solo los místicos lo han comprendido. Sus visiones no son ilusiones, sino narraciones que intentan visibilizar y hacer comprensible una vivencia inefable. Según Bergson, nuestra sociedad materialista necesita una mística, «un suplemento de alma». La mística no está reservada a los grandes espíritus. Todos somos místicos en potencia: «Si las palabras de un gran místico […] hallan una resonancia en nosotros, ¿no será acaso porque existe en cada uno de nosotros un místico algo adormecido, que espera únicamente la ocasión para despertar de ese sueño?».

La fenomenología, el positivismo lógico, el existencialismo y el estructuralismo pertenecen al clan de los materialistas. Han sido las escuelas dominantes en la filosofía del siglo XX, pero la familia de los espiritualistas ha contado con grandes figuras como Simone Weil, Thomas Merton o Emmanuel Lévinas. Weil y Merton fueron místicos, si bien con experiencias distintas. Lévinas, un filósofo judío, señaló que Dios no es un ente, sino una apertura que se manifiesta como un mandato originario de cuidar al otro, de concebirlo como prójimo y no como antagonista. Dios nos habla en el rostro de nuestros semejantes. Es amor sin concupiscencia. Sin la idea de Dios, resulta incomprensible esa llamada que nos exige dar prioridad al desinterés sobre el deseo. Personalmente, creo que solo la familia de los espiritualistas puede librarnos del amargo destino concebido por los materialistas, según el cual el hombre es un-ser-para-la-nada (Sartre). Yo creo que Lévinas no se equivoca al definirnos como un-ser-para-el-otro, vida que adquiere trascendencia cuando participa en esa alteridad radical que llamamos Dios, una palabra que abarca mucho más de lo que puede expresar el lenguaje.

 


Rafael Narbona es filósofo y crítico literario, autor de Peregrinos del absoluto. La experiencia mística (Taugenit).

8 Comentarios

  1. Oscar Montesdeoca

    Un fascinante paseo por la filosofía, que me recuerda que soy humano y debo reflexionar.

  2. Jenny Cruzat Pastor

    Este artículo es una maravilla. He leído todo cuidadosa y detenidamente, he podido comprender lo que sinceramente antes no comprendía. Rafael Narbona explica de manera sencilla y práctica lo que en años, por más esfuerzo que hacía, no lo lograba. Gracias a Mercurio y al gran escritor que tienen porque irradian cultura, ciencia, ayudan a razonar y a entender la vida tan complicada de hoy.

  3. Muy interesante el paseo por esos grandes filósofos. Sí que necesitamos pararnos un poco. La pena es que la filosofía es una ciencia poco valorada.

  4. Un resumen de la historia de la filosofía muy logrado. Gracias.

  5. Me parece espantosa la reducción de la filosofía a un recetario de fórmulas.

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