En Ozu, multitudes, Pablo García Canga nos propone un paseo a través de la obra del cineasta japonés Yasujiro Ozu partiendo de un esquema en apariencia sencillo: una imagen por cada película desde la que comenzar a leer los gestos como signos de un mundo del que solo podemos atisbar un destello, la tangente entre el espectador y el universo del filme. El autor, también cineasta, da cuenta de la aspiración de su proyecto a través de unos hermosos versos de Isabel Escudero que dicen así:
En medio de la noche
soy como el grillo
lo poco que sé
te lo repito.
El libro plantea, ya desde el comienzo, que partimos de un punto de vista absolutamente personal: el ensayo es tanto una lectura del cine de Ozu como toma de posición del propio ensayista en el mundo. Este, como un flâneur embriagado por la sucesión de fotogramas, va indagando en las imágenes del cineasta japonés, en esas multitudes que acoge la filmografía de Ozu, buscando signos por doquier, espigando ciertas ideas que son como lecciones de vida. No obstante, no se trata de que nos de la lección o nos lea la cartilla sino todo lo contrario: modestamente, el autor nos va ofreciendo, con generosidad y afecto, las enseñanzas que ha ido descubriendo en cada una de las películas.
Cada capítulo se abre con un fotograma, regla que solo encuentra una excepción: el primero toma impulso a partir de una fotografía de rodaje en la que una actriz, con las manos en la cara, mira de reojo a Ozu quien, repitiendo el mismo gesto con su rostro escondido entre las manos, parece estar indicándole cómo debe llorar. Una tercera, Setsuko Hara, esboza una sonrisa, la de quien conoce los secretos de la congregación, mientras mira con ternura esa escena de la que fue partícipe tantas veces: Ozu enseñando no cómo llorar sino ese arte sutil, apuntado por García Canga, del hacer como si.
Y es que el libro, en cierta manera, también juega a hacer como si cada una de las imágenes funcionara como una especie de «mágica escudilla» –así lo describe Barbara Mingo en el prólogo– que nos ofrece, como un pequeño milagro, el sentido profundo que morosamente se desliza entre la sucesión de fotogramas. No obstante, sabemos que el fotograma no tiene nada que ver con la pose codificada, cargada de sentido, sino más bien con el instante cualquiera que Muybridge descubrió para disgusto de los pintores de caballos. Aun cuando algunos de los fotogramas del libro pertenecen a películas desaparecidas, de las que se conservan apenas unos minutos, no parece que sean fotogramas al azar; más bien han sido elegidos a posteriori. Imágenes que funcionan como espejos mágicos que reflejan con claridad absoluta lo que lo autor sintió viendo los filmes, encarnándose ante nuestros ojos y permitiendo, además, volver a ponerlas en movimiento.
Un movimiento que es de ida y vuelta, del filme al fotograma pasando por ese espectador que sabe que, como dice el autor respecto a las mujeres que contemplan un partido de béisbol en El sabor del arroz con té verde, «hay que estar todo el rato mirando el terreno de juego. Hay que cargarlo con la mirada minuto a minuto mientras no pasa nada. Entonces, a veces, en medio de esa banalidad, sucede el home run. (…) La gracia del home run es, sí, que rompe la banalidad del juego, pero si existe y emociona es gracias a esa misma banalidad, a aquello que rompe».
Esa es la alquimia que funda el libro, el truco del mago que se ejecuta ante nuestros ojos, el convertir en instante decisivo lo que es un instante cualquiera –que no una imagen cualquiera–, sabiendo además que lo fundamental en el cine tiene que ver con el tiempo –de la demora–, el espacio –que separa a los personajes– y el movimiento. Todo aquello que no está en el fotograma y que el autor va desplegando paso a paso. El punto de partida siempre es el gesto congelado, un movimiento a medias o justo antes de comenzar –o que quizá no lo hará nunca–. Como sucede en la segunda imagen, dos mujeres apoyadas en un puente, fijadas en un gesto que parece anunciar un baile.
«El autor ofrece un paseo por los fotogramas de Ozu y sus enseñanzas de vida, convirtiendo en decisivo un instante cualquiera (que no una imagen cualquiera)»
Todo se centra en el juego de acercamientos y alejamientos, de las sincronías buenas –la de los amantes, la de la amistad– y de las malas –las que nos enseñó Chaplin antes que nadie, a las que los niños resisten mientras queda algo de inocencia– y de cómo los pasos se van desacompasando y se hace preciso volver a acompasarlos. O quizá buscar otra pareja de baile, ya que el verdadero asunto, como dice el autor sobre Caminad con optimismo, es que «la libertad no estaba en deshacerse de las sincronías sino en encontrar la sincronía propia, en crearla acto a acto. (…) Construirse un mundo propio, pero un mundo que sea mundo, que no sea soledad. Un mundo que tenga, que pueda tener, su sincronía, su baile».
Algo así hace Pablo García Canga en este libro, construirse un mundo propio, uno con su propio ritmo, que tiene voluntad de amistad, es decir, de lectores que entren en sincronía. El libro habla a aquellos que aún creen en el cine, que guardan cierta inocencia en la mirada, y que, como dice el autor acerca de las películas de Ozu, «son optimistas, creen que podemos aprender. Creen que podemos mejorar». No es que nos quiera mejorar, ni enseñarnos, sino invitarnos a caminar por la filmografía de Ozu compartiendo un mismo paso.
Ozu, multitudes Pablo García Canga Prólogo de Bárbara Mingo Costales Athenaica (Sevilla, 2020) 186 páginas 18,00 € |