Cuando era niño, Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) vivió en varios pueblos de la provincia de Teruel. Su madre, médico de atención primaria, iba rotando por aquellos municipios de las comarcas de Gúdar-Javalambre, El Bajo Aragón… más adelante, el futuro escritor pasó temporadas con sus abuelos, mientras la madre seguía trabajando fuera, de modo que la suya fue la niñez de alguien que vivía en un entorno al que no pertenecía realmente, como el protagonista de su última novela, Un hipster en la España vacía (Random House), la sátira que le hacía falta a la brecha que separa al campo de la ciudad y a la ciudad del campo.
Dice el escritor y columnista recordar ese sentimiento de diferencia entre el niño de la urbe que era y la chavalería rural con la que se relacionaba. Apenas daban las tres, mientras él y su familia aún estaban comiendo, varios chiquillos acudían a buscarle a su casa, ya almorzados, para echar la tarde jugando a la pelota, en la feliz algarabía que son los días de infancia en los pueblos, donde se sale al encuentro de los otros sin necesidad de darse citas. Otros días, sus amigos querían quedarse en casa de los Gascón para pasar la tarde fascinados ante las fotografías de las revistas que compraba su padre, también escritor. Y aunque hoy en los pueblos se ve la serie de moda o se adquieren teléfonos de última tecnología, el libro que acaba de publicar redunda en esas diferencias o, al menos, en las que se atisban cuando se mira a cualquiera de estos dos mundos desde la lejanía de la otra orilla. “Al final no son tales”, zanja el novelista, que con este volumen y con su empecinado protagonista, un hombre que al mirarse al espejo siente contemplar a un Montaigne ecologista, ha puesto a circular varios de los temas principales que nacen del debate de la España vacía, con el humor como gran aliado para abordarlos.
Pregunta.- Ha contado la historia de un urbanita que se marcha al campo a montar un huerto colaborativo, un taller sobre nuevas masculinidades… Un modernito hiperbólico con ínfulas que luego echa de menos la quinoa y a los de su pelaje en el día a día del pueblo y que se pone a hacer yoga en el corral. Lo hace en un lugar todavía asido al viejo mundo, de personajes a veces atávicos, otras hilarantes. Usted ha conocido los dos universos, ¿con cuál empatiza más?
Respuesta.- Ambos están muy exagerados en el libro, lo que me interesaba era el elemento del contraste, ampliar las diferencias de lo que yo mismo viví en mi infancia. Aunque en mi caso no se produjeron experiencias de rechazo, sí fui alguien de fuera. A mi manera, un hipster que, sin dejar de ser él mismo, se acaba convirtiendo en uno de los otros, como el personaje. A la vez, no soy un gourmet del café, pero tengo amigos que lo son y comparto algunas características con el mundo hipster.
P.- Con la crisis anterior, apareció la figura del urbanita que se marcha al campo en busca del mito de los tomates que saben a tomates, a fabricar quesos o vino ecológico. Al mismo tiempo, la mesa de novedades se llenó de reediciones de autores como Thoreau y los escritores alumbraron un neo-ruralismo literario. Luego la corriente ha continuado en los años que le siguieron, con parada obligatoria en el concepto que arroja Sergio del Molino en La España vacía y que usted toma prestado en el título. Creo que cabría esperar que aumentase la tendencia en un momento en el que las palabras pandemia y confinamiento han hecho que veamos las ciudades como un lugar todavía menos amable. En este panorama se publica su libro. ¿Lo entronca en esta corriente? ¿Forma parte de esa literatura que surge del anhelo de naturaleza, de la visión del campo como la única utopía posible cuando las cosas se ponen feas?
R.- Está bien visto el ciclo, aunque viene de antes. ¿Te acuerdas de cuando se hablaba del movimiento slow? Y también recuerdo antes a amigos hippies de mis padres que se marchaban a vivir a aldeas de los Pirineos; o pienso en un primo mío de Zaragoza que tenía un grupo de grunge y que cambió la eléctrica por la dulzaina y las clases de inglés por las de lengua aragonesa y que, por cierto, como el personaje de mi libro, acabó de alcalde del pueblo… este deseo, esta idealización, llevan tiempo acompañándonos y es cierto que en los últimos años se han manifestado con fuerza en las letras, con nuevos ejemplos como el de María Sánchez. Yo no pensaba tanto en el género literario como en la idealización del activismo posmoderno urbanita y en la idea de la España despoblada de Sergio del Molino. Me divertía ese regreso rural, la huida a un mundo que al final no es idílico, porque, según cómo sople el viento, los olores pueden ser insoportables. Me hace gracia esa gente que va al campo y tiene una relación teórica con el entorno. En fin, si el campo se llena de hipsters, igual son los de los pueblos los que se mudan a la ciudad con tal de no soportar esa compañía cargante.
«Me hace gracia esa gente que va al campo y tiene una relación teórica con el entorno, no práctica, no real»
P.- Retomo la idea de la ciudad como un espacio hostil, un lugar estresante que nos ha dejado de funcionar, que falla.
R.- Efectivamente, las ciudades han perdido mucho atractivo con el confinamiento. Hemos visto que pagamos una fortuna por un piso diminuto del que no podíamos salir. Y en este hartazgo muchos juegan con la posibilidad de su marcha, pero luego no son tantos los que la llevan a puerto. Revertir el proceso de la España vacía es difícil, aunque me parece importante afianzar los núcleos de población medianos, los que tienen servicios. Respecto a los pueblos y aldeas de 100 o 200 habitantes… me temo que va a ser muy complicado salvarlos. Y es trágico y muy doloroso para la gente que está ahí.
P.- Todas estas cuestiones aparecen en el libro en clave de humor, que no es un género muy recurrente en la narrativa española actual, aquejada a veces de solemnidad. Cuando lo leía, pensaba mucho en el Cuerda de Amanece que no es poco.
R.- El personaje surgió a partir de unas columnas que empecé a redactar en 2019. Llevaba un tiempo escribiendo textos humorísticos, de temas políticos y culturales, un poco en el tono del Cuentos sin plumas de Woody Allen, de la sátira del New Yorker… Entonces se me ocurrió la idea del hipster y fue creciendo. Pero luego también quise darle voz a los del pueblo, hacer de ese lugar una aldea gala en la que todo puede suceder. Por el camino, entraron otros referentes, como las canciones de Randy Newman, las sátiras de Larry David; y Berlanga, Azcona y Cuerda, por supuesto, además del propio humor que he aprendido de los pueblos.
Casi siempre hay en lo que escribo ironía pero aquí es el elemento dominante y se manifiesta de distintas formas, está el woodyalleniano del hipster, pero también el de Amanece que no es poco. Hay lectores que igual no pillan un chiste y otros que no pillarán otros, pero todos podrán entender que es una broma lo que acaban de leer. Respecto a la poca costumbre de emplear la sátira en la narrativa actual, me resulta curioso que suceda en un país que tiene sus clásicos enmarcados en la tradición humorística. Lo que sucede hoy es que pensamos que el humor es menos prestigioso. Con todo, hay narradores que lo emplean muy bien. Eduardo Mendoza, Santiago Lorenzo, David Trueba, Mercedes Cebrián, Vila-Matas… En mi opinión, si no pones un poco de humor en el texto, ya se encarga el tiempo de que acabe siendo ridículo. Hay prosas barrocas que me gustan mucho, pero admito que tengo un rechazo casi instintivo hacia la literatura solemne.
«Las ciudades han perdido su atractivo con el confinamiento. Hemos visto que pagamos una fortuna por un piso diminuto del que no podíamos salir»
P.- La fórmula del diario favorece mucho el humor precisamente. Pero además logra que la narración fluya con agilidad. ¿Ha disfrutado de esa libertad?
R.- Sí, me ha permitido divertirme mucho, jugar, tanto en los temas como en lo formal, empleando, además de la fórmula de los diarios, un periódico, un guion… Como dices, consigue que fluya rápido, que los cambios de formato ayuden a lo que se cuenta.
P.- ¿Echa de menos al hipster? ¿Ha pensado qué habría sucedido en su aldea gala en el confinamiento?
R.- Muchas veces. La pandemia habría podido ser otra entrega en sí misma. A veces pienso que algunas cosas podría haberlas contado de otra manera y tengo la tentación de retomarlas… pero me gusta ir saltando de un género a otro, escribir de forma irreflexiva, como cuando un niño echa a pedalear en la bici sin darse cuenta de que ya nadie le está sujetando.
P.- Además de los libros, hay revistas, como Salvaje, que tratan de marcarles a los hipsters el camino de vuelta al medio rural, a las bondades del campo. ¿Vivimos en un déficit de naturaleza?
R.- Hay cosas que son muy disfrutables y está bien conocerlas. Creo que lo bueno es que, sin tener esa voracidad de experiencias de la que habla Jorge Freire en Agitación, tratemos de vivir una variedad más grande. Hay algo del campo que me gusta mucho, la amplitud del espacio. Estoy seguro de que es buena para el espíritu, como lo son las grandes obras de arte o de la literatura, ellas también nos ayudan a ser más felices.
P.- ¿El campo como utopía es un error?
R.-De quien nunca te puedes escapar es de ti mismo, el campo no va a quitarte tus problemas. No creo mucho en las utopías, en cuanto a que conducen a grandes decepciones en el mejor de los casos. Mi fantasía rural era más la de vivir en una casa de campo, con tu pareja, un montón de vinos y tus amigos yéndote a visitar cada dos por tres. Pero claro.
P.- El concepto de Sergio del Molino se ha transformado en un claim, ha entrado en el discurso de los medios, en el de la política… ¿Cree que al final ha sido útil frente a la problemática que define?
R.- Sergio hizo visible una realidad que estaba ahí. Ha tenido la capacidad de que nuestra generación la viera y de darle un nombre claro, elocuente y educador.
P.- Dirige Letras Libres. ¿Qué hacemos las revistas culturales –y la cultura en general– frente a lo que se nos viene? ¿Cerramos el chiringuito y nos echamos al monte?
R.- Esta crisis ha traído consigo la paradoja de que hemos hablado mucho de cultura a la vez que el sector llegaba al límite. Si normalmente todo es muy frágil, cuando se rompe ese ciclo se nota mucho más. No sabemos qué cambios pueden ser permanentes o coyunturales; tengo la sensación de que hemos visto que la cultura es necesaria pero también fallos de la estructura de una precariedad que ya es muy alta y que ahora se va a volver insoportable.
Daniel Gascón es licenciado en Filología Inglesa e Hispánica. Debutó en 2001 con el libro de relatos ‘La edad del pavo’. Editor de Letras Libres, guionista y columnista de El País, ha publicado varias obras literarias, entre las que destaca su anterior novela, ‘Entresuelo’.
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