Hace un par de años participé en un libro que se titulaba La España de Abel. Lo publicó la editorial Deusto y lo editaron Aurora Nacarino-Brabo y Juan Claudio de Ramón. Los dos son amigos míos. Escribían 40 autores más o menos de mi generación –nacidos casi todos tras la muerte de Franco–, de trabajos distintos y una ideología vagamente centrista, en algunos casos más hacia la izquierda y en otros más a la derecha. Las perspectivas eran distintas pero todos se reconocían en una visión favorable (aunque no acrítica ni homogénea) de la Transición y la reconciliación, en una idea de una España diversa. En algunos había la clara conciencia de una dificultad: ¿cómo hablar de lo común sin acabar sonando un poco patriotero? (Hablaré de mí: Recursos: lo pop, lo sentimental. Y lo contrario: una frialdad analítica conseguida a duras penas.) Otros no tenían esa prevención. Los textos del libro son variados, irregulares, algunos emocionantes.
Muchos de los autores que había allí eran amigos, o tenían cierta cercanía. Pero ya cuando salió el libro, en el otoño de 2018, muchas de esas amistades se habían enfriado. Básicamente era un espacio donde había gente próxima al PSOE y a C’s (en algunos casos, políticos y asesores, en otros profesionales sin vinculación política) y lo que produjo el distanciamiento fue la moción de censura que dio el poder a Pedro Sánchez unos meses antes. Algunos conservaron la amistad: ¡había, y quedan, hasta parejas “mixtas”! Pero grupos de WhatsApp se separaron, las fiestas se fragmentaron, y en el silencio que quedó luego, amargo como un domingo tras una riña de familia, parecía que se veía confirmado lo que pensábamos antes: unos eran capaces de aliarse con quienes querían destruir la convivencia y cambiaban de posición mientras su superioridad moral permanecía inalterable; los otros en el fondo eran de la derecha: para qué íbamos a engañarnos, siempre habían sido más de derecha que la supuesta derecha.
«Atribuir al rival (y a menudo antes socio) unas malas intenciones casi metafísicas podría servir para engañarnos de lo que era, ante todo, un fracaso colectivo»
Algunos se convertían en técnicos de un gobierno obsesionado con la comunicación y que dependía para la supervivencia de la polarización. Otros harían eso desde las redes sociales, a menudo de manera menos discreta. Muchos vivían la sensación de una decepción personal. Otros veían cómo se volvían menos aceptables, cómo las críticas compartidas hasta hace poco se consideraban inconvenientes o sospechosas. Era un fracaso generacional y de país: las reformas y las políticas públicas no interesaban a nadie frente a la política identitaria, y nuestra generación, que había llegado a cambiar la política y había estudiado sus disfuncionalidades, había terminado en un país difícilmente gobernable y estancado. Muchos nos deprimíamos al ver que, de nuevo, parecía que una fuerza liberal, pragmática y centrista apenas tenía hueco en España. Un simpatizante de Podemos que mirase honestamente lo ocurrido podría pensar algo parecido: quizá no se hubieran hecho socialdemócratas suecos como a veces fingían, pero sí habían importado todos los atributos de la casta. De hecho, atribuir al rival (y a menudo antes socio) unas malas intenciones casi metafísicas podría servir para engañarnos de lo que era, ante todo, un fracaso colectivo.
Tampoco es que quiera ser demasiado dramático. A fin de cuentas, no era como lo que cuenta Anne Appelbaum en Twilight of Democracy. La gente se saludaba, algunos (con suerte o con esfuerzo) podían transitar y comunicarse entre los dos grupos. Pero esta pequeña anécdota, creo, ha hecho pensar bastante a algunos de los que participamos en ella: escribíamos un libro contra el espíritu del 98 y habíamos acabado en nuestro pequeño 98.
En cierto modo, cada país elige la imagen que tiene de sí mismo. Normalmente hay unos hechos históricos, unas circunstancias especiales. Pero también hay una buena parte de accidente y de estética, de poética.
En España durante mucho tiempo hemos estado obsesionados por el conflicto interno. Es la historia que hemos creído de nosotros mismos. Seguramente en buena medida se debe a la importancia que tiene la Guerra Civil en nuestro imaginario. Es el acontecimiento central del siglo XX, una experiencia decisiva y traumática para muchísimas personas, una fuente de relatos verdaderos y también un generador de fábulas (en películas, en novelas, etc.).
Así leemos también el siglo XIX: hasta la Guerra de la Independencia tiene algo de guerra civil, con los afrancesados (aunque podríamos ver muchas más cosas en ella). Por supuesto, el siglo XIX es un siglo de conflictos internos, con las tres guerras carlistas. A veces se dice que la Guerra Civil es la cuarta carlistada; otras, que es el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Según esta interpretación, la empezamos nosotros –con ayuda de potencias extranjeras–, matándonos unos a otros.
Es casi un estándar que un artículo sobre España hable del Duelo a garrotazos de Goya, recreado por Bigas Luna en Jamón, jamón. El cuadro del abrazo de Genovés, emocionante por su significado, tiene la desventaja de ser menos poderoso: ¿cómo compararlo con el duelo de Goya, o con el Guernica?
Pero son construcciones, como digo: todos los países que podamos pensar, si paramos un momento, tendrán una historia de enfrentamientos y conflicto, y ejemplos de unión. La imagen que otros países puedan tener del nuestro depende de azares y prejuicios, y de tradiciones: el principal divulgador de tópicos españoles son los propios españoles.
Juan José Sebreli ha escrito:
“Las psicologías de los pueblos, las caracterologías nacionales, tienen dificultades en explicar cómo se transmite de generación en generación el ‘alma del pueblo’, a pesar de los cambios de tal magnitud que hacen peligrar la permanencia de la ‘unidad orgánica’. A comienzos del siglo XVIII, los ingleses acababan de salir de una revolución y de una guerra civil, y pasaban por ser un pueblo de revoltosos frente a los franceses, que, bajo la monarquía absoluta, parecían pacíficos y conservadores. A finales del siglo XVIII, estas diferencias se invirtieron y los ingleses, que habían logrado estabilizar su régimen político, aparecieron, entonces, como pacíficos y conservadores, frente a los turbulentos franceses de la Gran Revolución. Los desenfrenados ingleses de la época isabelina fueron los mismos reprimidos y gazmoños de la época victoriana y volvieron a ser los exuberantes y frenéticos de la swinging London en los años sesenta. Según el tópico, los franceses se caracterizan por su esprit de mesure, pero como recordaba Ernesto Sábato, son franceses Robespierre, Marat, Barba Azul, el marqués de Sade, el proceso Dreyfus, los surrealistas, Céline. Durante el siglo XVIII y parte del XIX, los alemanes fueron considerados un pueblo poco práctico, sólo inclinado a la música, a la poesía y a la filosofía, hasta que la industrialización y el desarrollo capitalista los mostraron bajo una fase distinta. Los escandinavos, desde sus orígenes vikingos, estaban entre los pueblos más belicosos, atemorizaban a los vecinos, desataban sangrientas guerras. Esa situación de guerra permanente duró hasta la era napoleónica. Hoy, por el contrario, se encuentran entre los pueblos más pacíficos del mundo”.
«Pensamos que la nuestra es una historia de conflictos, pero por cada ejemplo encontramos un contraejemplo: el pasado siempre tiene aristas, como las tiene el presente»
Miguel Aguilar ha escrito en Letras Libres:
“Debe ser curioso para el hispanista pelirrojo de Iowa la admiración que despierta la generación que hizo la Guerra Civil, cuyos errores, comprensibles o no, perdonables o no, evitables o no, condujeron al enfrentamiento descarnado y a una masacre horripilante. En cambio, la generación que hizo la Transición, sin duda culpable de errores tan o más abundantes que la precedente, logró el entendimiento, la concordia y un periodo de paz y prosperidad sin igual. Para no cosechar en la actualidad más que un fuerte desdén y ser considerada la fuente de todos los males que en la actualidad padecemos. Quizá el péndulo esté por iniciar un recorrido de vuelta, y empecemos a apreciar ser hijos de la Transición más que nietos de la Guerra Civil. Ojalá, porque el pacto mancha menos que la violencia aunque no tenga tanto prestigio, y a menudo es más noble y más valiente”.
Pensamos que la nuestra es una historia de conflictos, pero por cada ejemplo encontramos un contraejemplo: el pasado siempre tiene aristas, como las tiene el presente. Casos de descoordinación y disfunción conviven con ejemplos de buenas respuestas y solidaridad. Y también el conflicto tiene una fuerza dramática y romántica que pocas veces tienen los acuerdos. Pero a veces uno desearía la diversión para la literatura y para la vida un cierto aburrimiento… Iba a escribir aburrimiento francés, pero ya ha quedado claro que todas esas características son inventadas. Además, lo importante no es el conflicto: los seres humanos somos plurales y nuestros valores e intereses chocan entre sí. Lo que importa es cómo sepamos gestionar ese conflicto.
Daniel Gascón, director de la edición española de Letras Libres y autor de Un hispster en la España vacía (Literatura Random House).