Horas críticas

Quisiera crear un jardín o el arte de cultivar lo invisible

«El pensamiento de este prestigioso curator internacional se proyecta en estas páginas de un modo extraordinario y casi eufórico». Así describe Juan Lagardera a Vicente Todolí en el prólogo de Quisiera crear un jardín, y basta leer unas pocas páginas del libro para verificarlo. No se trata de un elogio cortesano, sino de una constatación: el libro desborda una vitalidad rara en los textos que suelen acompañar el final de una carrera. Porque esto no es un cierre, ni un inventario, ni un testamento curatorial. Es, como sugiere el título, el intento de cultivar algo: una memoria, una mirada, una forma de atención.

Desde ese primer párrafo en que Lagardera evoca las visitas al huerto de Todolí en Palmera, ya se advierte que estamos ante una obra que desborda la categoría de libro sobre arte. El jardín que Todolí quiere crear no es solo botánico ni únicamente simbólico. Es también una manera de pensar las relaciones entre cultura y territorio, entre modernidad y raíz, entre obra y mundo. Y esa es una idea que ya latía con fuerza en la entrevista que Todolí concedió a Jot Down en 2012, cuando afirmaba: «Una obra sola no significa nada. El arte es panteísta». Trece años después, esa frase parece el núcleo de esta publicación. No hay nostalgia ni autocomplacencia en estas páginas. Más bien, un tono de conversación serena entre quien ha visto mucho y sigue observando con asombro. El libro está tejido con anécdotas, intuiciones, asociaciones libres y recuerdos en los que el arte, lejos de la sacralización museística, aparece como una forma de vida. Vicente Todolí habla como quien ha dedicado la vida a elegir con precisión lo que debe verse, pero también a callar lo innecesario. Su escritura, como su curaduría, es sobria, clara, sin grandilocuencias.

Lagardera lo acompaña con una mirada cercana. El preámbulo no es un pedestal, sino un camino de entrada. Describe el huerto, las conversaciones, la cocina diseñada por Ferran Adrià, los proyectos en marcha. Narra, sobre todo, la coherencia entre la vida y la obra de Todolí: su regreso a Palmera, su apuesta por la citricultura como una forma de preservar memoria, y su modo de entender la horticultura como una extensión de su labor con el arte. En sus propias palabras, se trata de un homenaje a las generaciones anteriores, a su familia, a la tierra. Pero también a una idea de cultura que tiene que ver con cuidar, conservar y cultivar. Esta idea de cultivo, tan presente en el libro, no es ajena a su trayectoria como director del IVAM, del Museo Serralves o del Tate Modern. En la entrevista con Jot Down recordaba cómo su trabajo siempre estuvo marcado por el contexto: no se trataba de importar exposiciones o imponer discursos, sino de hacer que cada lugar pensara con su propia voz. Y eso, aunque suene sencillo, requiere una forma de humildad poco común. Todolí no se muestra como un autor omnipotente, sino como alguien que escucha a los espacios, a los artistas, a las obras. El jardín como metáfora encuentra ahí su raíz más profunda: saber cuándo intervenir y cuándo dejar crecer.

El libro, lejos de ser un volumen sistemático, adopta una estructura orgánica. Va de una reflexión a otra, de un nombre a una historia, como si el autor prefiriera pasear por sus recuerdos antes que fijarlos en un sistema. Los artistas que menciona —de Richard Hamilton a Maurizio Cattelan, de Philippe Parreno a James Lee Byars— aparecen como compañeros de camino, nunca como trofeos. La atención que les dedica es la misma que reserva para las naranjas o las semillas. Un respeto profundo por lo que crece, por lo que no se puede forzar. En las anécdotas que comparte sobre Hamilton —«Vicente comes already with the job done»— se dibuja un vínculo basado en la confianza y el trabajo bien hecho. En otras, como su defensa del silencio frente al escándalo, se adivina una afinidad ética: prefiere a los artistas que rehúyen el ruido, aunque no le incomoda la excepción Cattelan. A todos los trata con la misma mezcla de rigor y afecto. Nunca son parte de un capital simbólico, sino de una constelación que ha ido tejiendo a lo largo de décadas. Un jardín de relaciones.

Ese jardín no es solo una metáfora. En Palmera, Todolí ha levantado un huerto real —y también una fundación— que encarna esa misma lógica de vínculos y cuidados. Lo cuenta con detalle en las páginas finales del libro, cuando explica cómo Todolí Citrus se ha convertido en un espacio de investigación, intercambio y cultura. Allí organiza un festival de poesía en primavera, bautizado Poecitrics, y un ciclo de cine de vanguardia al aire libre, Cine en el Jardín, en verano. También colabora con el Ayuntamiento en la convocatoria anual de un concurso de cocina con cítricos destinado a profesionales. No lo presenta como un calendario de actividades, sino como una forma natural de prolongar su trabajo en el arte contemporáneo. Para él, el huerto no es solo un terreno agrícola, sino una forma de pensar, de vivir y de narrar. Quisiera crear un jardín no lo dice con fórmulas académicas, pero lo deja entrever en cada página: el arte puede volver a formar parte del día a día, de la conversación, de la experiencia directa con los otros. Y ahí hay una lección crucial: no todo lo que vale se encuentra colgado en una pared blanca. A veces, un cítrico en flor es más revolucionario que una sala entera de arte contemporáneo.

En 2012, Todolí decía: «El arte no es entretenimiento». Y esa afirmación, que entonces sonaba a posicionamiento, hoy adquiere el tono de una advertencia. En un momento donde los algoritmos dictan lo que debemos ver, donde la viralidad sustituye a la contemplación, recuperar el valor de la experiencia estética se vuelve urgente. Quisiera crear un jardín no impone un modelo, pero sí ofrece una posibilidad: que el arte vuelva a ser un espacio de intensidad, de cuidado, de transformación. No hay conclusiones ni manifiestos. Lo que queda al cerrar el libro es una sensación de compañía. Todolí escribe como quien ha aprendido a distinguir entre lo urgente y lo importante. Y ese aprendizaje, que en otros podría ser cinismo o desencanto, en él se transforma en gratitud. Por los artistas, por las obras, por los lugares, por la posibilidad misma de haber vivido con el arte como brújula. Su jardín no es un refugio, sino una forma de volver a empezar.

En el fondo, este libro es también una respuesta —tácita pero firme— a quienes aún conciben el arte como lujo o espectáculo. Aquí no hay frases redondas ni sentencias finales. Hay, en cambio, una voluntad de compartir: lo que se ha visto, lo que se ha sentido, lo que se ha entendido solo con los años. En una época obsesionada con la novedad, Quisiera crear un jardín es un elogio del tiempo lento. El mismo que necesita un árbol para dar frutos. El mismo que requiere una obra para hablar de verdad. Y por eso, más que un balance, este libro es una siembra. Un intento —quizá el último, quizá el más libre— de decir que el arte no se agota en los discursos ni en los formatos. Que sigue siendo posible construir, desde lo íntimo, un espacio donde mirar sea también una forma de cuidar. Que la belleza, como los cítricos de Palmera, exige paciencia, respeto y dedicación. Que lo invisible —eso que no se compra ni se mide— sigue teniendo valor. Aunque no salga en prensa. Aunque no tenga likes. Aunque, como el jardín, solo lo vean quienes se acerquen de verdad.

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