Crónicas desorbitadas

La primera vez que vi a Maradona

Hace unos días nos han intentado robar el fútbol con ese engendro de la Superliga. No está de más recordar, y ha quedado demostrado con este asunto, que este deporte es de los aficionados, de los niños que sueñan con su equipo y con sus jugadores.

Diego Armando Maradona, el día de su debut en el Sánchez Pizjuán. / Foto: Sevilla FC

Mi madre habla por teléfono con alguien. En un momento de la conversación se dirige a mí: «Oye, que es tu tío, dice que si quieres ir con él y con tu primo al fútbol todos los domingos. Que dice que te saca el carnet». Era 1990. Verano. Mi tío Antonio había decidido hacerme del Sevilla Fútbol Club de manera oficial.

Por aquel entonces —tampoco ahora— a mis padres no les interesaba mucho el fútbol, lo cual hacía que en mi casa pasara más o menos desapercibido (el fútbol, no yo; quiero creer eso). Yo era del Sevilla porque sabía que en mi familia la mayoría era de ese equipo: mis abuelos, mis tíos, mis primos mayores. Pero poco más. El fútbol me encantaba jugarlo en la calle, eso sí. De la Liga, competiciones europeas, mundiales y demás me enteraba poco, no existía todo el bombardeo mediático al que estamos sometidos actualmente y las noticias llegaban con cuentagotas.

Así que, resumiendo, un niño de 10 años con poca cultura futbolística comienza a ir al estadio a ver a su equipo porque su tío lo había decidido así. Cuál fue mi sorpresa cuando oí por primera vez ese clásico cántico en Gol Norte que decía: «Por eso estoy aquí / mi tío tenía razón / Sevilla Fútbol Club / tú eres lo mejor». Estaba predestinado. La primera temporada fue un aluvión de sensaciones y aprendizaje, como el del valor doble de los goles fuera de casa en competiciones a ida y vuelta. Como no podía ser de otra manera y viniendo de la mano de este equipo en los años 90, ese conocimiento lo adquirí a través de una decepción. Fue en Copa de la UEFA frente al Torpedo de Moscú (sí, Torpedo, no es broma): «Tito, ¿cómo puede ser que nos hayan eliminado si les hemos ganado a los rusos hoy? ¿Si además llovía, estaba el estadio entero animando y los jugadores llenos de barro de todo lo que han luchado? ¿Cómo va a ser que ganando hayamos perdido?». Así salí aquella noche del estadio, llorando, buscando una explicación y maldiciendo aquella regla que yo no entendía muy bien. Una injusticia colosal, me parecía aquello. Ganar pero perder, ¿qué paradoja de mierda era esa?

Pasaron aquella primera temporada y una segunda. Me picó el bicho de la pelota definitivamente, y ya todo era Sevilla FC y jugar al fútbol. Jugaba en la calle con los amigos y también en un equipo federado, el San Roque Balompié. Jugaba hasta en mi habitación; y si no me creen, pueden preguntarle a mi madre, a la que tenía harta, y a mis dos dientes que aún tengo rotos por simular un paradón estratosférico de Juan Carlos Unzué lanzándome a mi cama en excelsa palomita, con la mala suerte (por idiota) de rebotar y caer al suelo de boca. En mi cabeza casi que no existía otra cosa. Fútbol, fútbol y fútbol. También aprendí que el Sevilla abrazaba con fuerza la más pura mediocridad y que nos regalaba con auténtica eficacia funcionarial los séptimos, octavos o novenos puestos de la competición, como bien cuenta el gran José Lobo en su libro Yonkis y gitanos. Cualquiera que acudiera al estadio a final de temporada en aquellos años recordará ese cántico de «Otro año igual / otro año igual / otro año igual». Un cántico que era mezcla de Día de la Marmota, enfado y un gran suspiro de resignación. El Sevilla era ni fu ni fa, ni chicha ni limoná; no descendía pero tampoco llegaba a los primeros puestos (y si lo hacía y se clasificaba para Europa, se caía a las primeras de cambio). Emociones, las justas.

«En 1992, el año de la Expo, el Sevilla hace oficial el fichaje de Maradona, una vez cumplida su sanción por consumo de cocaína. Y yo me quería morir»

Año 1992. Sevilla. La Expo. La ciudad era pura efervescencia. Yo ya era un auténtico desquiciado del fútbol, y también era consciente de que mi equipo daba para lo que daba, que no era mucho (y eso tampoco está mal), y disfrutaba y me frustraba a partes iguales con los Rafa Paz, Jiménez, Diego, Monchu, Bango, y me flipaba con ese delantero croata llamado Davor Suker. Las exigencias no eran muchas, me lo pasaba en grande con mi primo en Gol Norte, cantábamos como locos pegados a los Biris… lo normal. Pero ser campeón de algo era una quimera, esa era una cuestión reservada para otros. Eso era para los elegidos y mi equipo, lamentablemente, no se encontraba entre ellos.

Pero ese verano, el de 1992, saltó una noticia. Bueno, la noticia, una bomba, un bombazo: el Sevilla quería fichar a Maradona. Los informativos abrían con esa noticia a diario. Se sucedían los rumores sobre el fichaje del astro argentino. El Sevilla se había vuelto absolutamente loco y quería tener al mejor jugador del planeta (y de todos los tiempos, y aquí no hay lugar para la discusión ni comparaciones con otros, aclarado queda). ¿Un equipo de media tabla fichando a Maradona? ¿Mi equipo? ¿El mejor jugador del mundo vistiendo la camiseta del Sevilla? ¿Pero por qué? ¿Por qué a mí, si somos unos muertos de hambre del sur? ¿Si no somos el Real Madrid ni el Barcelona? De la incredulidad y la guasa se pasó a la realidad, y efectivamente ocurrió. En septiembre de 1992, con la temporada ya comenzada, el Sevilla hace oficial el fichaje de Diego Armando Maradona, una vez cumplida su sanción por consumo de cocaína. Y yo me quería morir.

Maradona, durante uno de los partidos que disputó en la temporada 92-93. / Foto: Sevilla FC

Maradona estuvo en el palco del Sevilla en un partido contra el Deportivo de la Coruña donde los gallegos nos dieron un auténtico repaso. Pero la gente estaba a otra cosa, porque ya andaba con nosotros «el Diego». No sé si se pueden hacer una idea de lo que supuso esto para un niño de 12 años obsesionado con el fútbol. Sin internet, uno podía ver algún reportaje o resumen de otras ligas, algún partido europeo que pusieran en la televisión y, sobre todo, oír lo que decían de esos grandes jugadores. En la fantasía de un niño todo se magnificaba, todo se idealizaba. Yo tenía el recuerdo del Mundial de Italia dos años atrás y de verlo jugar, sobre todo aquel partido contra Brasil. El mejor jugador del mundo iba a ser de los míos y lo iba a ver cada quince días en mi estadio con los colores de mi equipo.

Un tiempo antes, quizá el año anterior, me hice con una cinta de VHS que contenía un documental con los cuatro grandes jugadores de fútbol de la Historia: Di Stéfano, Pelé, Cruyff y Maradona, «siempre Maradona, genio, genio, ta ta ta ta«. No podría decir cuántas veces vi ese programa pero sí que me lo sabía de memoria, cada gol, cada regate, cada jugada, y pueden imaginar quién era mi favorito sin discusión. Pues bien, iba a jugar en mi equipo, el equipo del «otro año igual».

No hace falta decir todo lo que se organizó alrededor de la figura del argentino. Decenas de contratos con empresas, patrocinadores, televisiones, partidos amistosos por todo el mundo y un sinfín de actividades. La máquina de generar dinero había comenzado a rodar. Uno de esos partidos amistosos de relumbrón fue el de su presentación con la camiseta sevillista en el Sánchez Pizjuán. La puesta de largo ante su afición, y la vuelta a los terrenos de juego del astro. Nada más y nada menos que ante el Bayern de Múnich de Lothar Matthäus, campeón del mundo en Italia’90 con Alemania. Estos ojos de doce años solo habían visto hasta la fecha dos partidos de equipos europeos: a los griegos del Paok de Salónica, con los que pasamos la eliminatoria, y a los rusos del Torpedo de Moscú antes mencionado, y cuyo nefasto resultado ya saben. Dos equipos que precisamente no eran unos grandes del continente. Un demente del fútbol como yo iba a poder ver en directo al todopoderoso Bayern de Múnich y a Maradona debutar. Si eso no era el Cielo, se le parecía bastante. Durante la semana leí todo lo que se podía leer en los periódicos, oí todos los programas de radio que pude (no había podcasts, joven lector), esperé a que llegara la sección de deportes de todos los informativos. En el colegio no hablábamos de otra cosa: Maradona, Maradona, Maradona.

«La gente vio que ese tobillo izquierdo, maltratado por miles de patadas, era mágico; que no se ataba las botas y daba igual»

El partido fue entre semana, creo que miércoles. El estadio estaba lleno, o eso pensaba hasta que he vuelto a ver el partido. Haciendo caso a las imágenes, había bastantes huecos en la grada de fondo, algo habitual por aquellos años. Pero mi recuerdo es de un estadio lleno, enfervorizado, animando, gritando, en la gente rebosaba la emoción, el éxtasis de ver al genio. Yo no podía ni hablar, no podía imaginar el sueño que estaba a punto de vivir. Y es que el fútbol va de eso, de ir con tu gente al estadio, del ambiente, de los nervios en la barriga de un niño que va a ver por primera vez al mejor jugador del mundo. La primera vez que veía a Maradona.

Y el partido comenzó, y la gente se volvió loca. Claro que era un partido amistoso, claro que era casi un trámite y los jugadores del Bayern no iban a darlo todo. Era el día de Maradona, de su presentación, de su vuelta al fútbol. Un partido retransmitido por televisión que se vería en todo el mundo. Y fue un baile. Y Maradona bailó. Y todos bailamos con él. Y cada pase suyo era coreado con un «olé» atronador. Y la gente vio que ese tobillo izquierdo, maltratado por miles de patadas, era mágico; que no se ataba las botas y daba igual. Regates, arrancadas, cambios de ritmo, pases que no habíamos visto nunca, incluso si era un pase fácil. Pueden ver el partido de nuevo (primer tiempo y segundo tiempo) y notar, como yo, que él tenía algo que el resto no. No salíamos del asombro. No se podía creer. No habíamos visto eso en la vida. El Sevilla parecía el Bayern y el Bayern parecía ese Sevilla insulso al que estábamos acostumbrados cuando jugaba fuera de casa. Éramos un coloso del fútbol y estábamos arrollando a los alemanes, convidados de piedra del asunto. Aun así, la primera parte acabó con 0-1 a favor de los teutones, con un golazo de falta por la escuadra en la portería de Gol Sur que curiosamente no lanzó Matthäus.

Y en la segunda parte llegó el éxtasis absoluto. Era su partido, Maradona siguió destapando el tarro de las esencias y se empeñó en ganar él solito el encuentro. Y así fue. En ese partido se gustó y nos gustamos con él. El público se echaba las manos a la cabeza, incrédulos de lo que estábamos viendo. Hubo remontada, tres a uno (el vídeo de abajo anuncia cuatro, pero es publicidad engañosa), Maradona participó en dos de los goles aunque no marcó. Y los celebró como si la vida le fuera en ello, como si hubiera sido sevillista desde pequeñito. Se le veía feliz. Y como cantaba Rodrigo en su canción La mano de Dios: «Sembró alegría en el pueblo / Regó de gloria este suelo«.

La gente salió del estadio enloquecida, y yo más. Iba pegándole patadas a los botes, de la alegría y la emoción. Ya me veía campeón de Liga y campeón de todo lo que se nos pusiera por delante. Teníamos al mejor y éramos los mejores. El siguiente partido era en Bilbao contra el Athletic Club, obviamente perdimos. Era el Sevilla de los años 90 y tenía una inusitada habilidad para darte el caramelo y después quitártelo de la boca. Luego todos saben lo que pasó. No éramos tan buenos, el Diego jugó muy buenos partidos, dejó detalles increíbles y buenos goles como aquel a la media vuelta contra el Sporting de Gijón. Pero llegaron la polémica, los excesos, los escándalos, las persecuciones, los detectives privados, las decepciones, y acabó yéndose por la puerta de atrás. Pudimos disfrutar del genio durante una temporada, nos quedamos a las puertas de clasificarnos para Europa. Pero a mí no se me olvidará jamás que el mejor jugador de todos los tiempos jugó en mi equipo, para mí y para los míos.

Hace unos días nos han intentado robar el fútbol a todos con ese engendro de la Superliga que se han inventado los doce clubs más ricos del mundo. Se han quitado la careta y le han dicho al mundo directamente que quieren ser más ricos, y que les dan igual los aficionados y el resto de equipos. Han dicho que la pelota es suya y juega quien ellos quieran que juegue. Por suerte este esperpento injusto y vomitivo de la Superliga ha durado un cuarto de hora. No está de más recordar, y ha quedado demostrado con este asunto, que el fútbol es de los aficionados. De los niños que sueñan con su equipo y con sus jugadores, que se sienten por unas horas los reyes del mundo aunque su club nunca vaya a ganar nada. Ya lo dijo Maradona el día de su despedida: «La pelota no se mancha». La ilusión de un niño, tampoco.

3 Comentarios

  1. ¡Impresionante! Eso era, fue y será Maradona. Por donde pasaba dejaba esta clase de sentimientos en los aficionados al buen fútbol, al fútbol cósmico que solo ÉL podía hacernos sentir. Gracias al autor de este artículo porque queda claro que Maradona nos daba la pasión y el éxtasis que provoca ese tipo de fútbol, que lamentablemente nadie nos pudo ni podrá dar jamás. Gracias de corazón por haber sentido, respetado, descrito y recordado al mejor jugador de fútbol de todos los tiempos, el señor Diego Armando Maradona. Por siempre en nuestros corazones futboleros, amantes del buen fútbol pero sobre todo del fútbol que nos llena el alma y el corazón aficionado. Gracias, gracias, gracias.

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