Crónicas en órbita

Café romántica, la última maravilla de Simon Hanselmann

Acabada la pandemia descubrí accidentalmente un cómic alucinante titulado Zona crítica y que firmaba Simon Hanselmann, un autor del que no sabía nada. El cómic había sido publicado en Instagram por su autor durante la pandemia y se había convertido en uno de los mayores webcómics de la historia. Yo lo adquirí en formato tapa dura en una de esas preciosas ediciones a las que nos tiene acostumbrado la editorial riojana Fugencio Pimentel y que se ha convertido en una de las pocas joyas editoriales capaces de combatir el policorrectismo y apostar por la libertad creativa más descarnada y auténtica.

Hanselmann es un genio incómodo, un alquimista del desmadre cotidiano y un autor que parece haber nacido para redimir al cómic underground del estado agónico en que se encontraba antes de su irrupción, logrando una modernización del género más que necesaria. Me imagino a Philippe Vuillemin, ese terrorista del humor negro francés, brindando con absenta en honor a Hanselmann, como también a Miguel Ángel Martín, el maestro del horror tecnológico, observando con una media sonrisa cómplice. Si bien la obra de estos dos gigantes se enraíza en el escándalo y la provocación, Hanselmann lleva la apuesta un paso más allá: crea un universo donde lo grotesco y lo cotidiano conviven con una naturalidad desarmante, como si siempre hubieran estado destinados a compartir cama.

Si el término «autenticidad» no estuviera tan sobreexplotado, sería perfecto para describir su obra, aunque probablemente Hanselmann se reíra de tal calificativo mientras se fuma cualquier hierba del jardín con desgana o vomita algo de color turquesa en un rincón. Nacido en Tasmania en 1981, su infancia es un tejido de grises: un hogar roto, una madre adicta a las drogas y un entorno opresivo que parece salido de uno de sus propios cómics. Pero es precisamente en ese barro donde germina su talento, en esa miseria inicial que Hanselmann transforma en su combustible creativo. Como si fuese un Caravaggio del submundo, sus pinceladas narrativas convierten los episodios más sórdidos en algo hipnóticamente bello.

Es imposible hablar de Hanselmann sin mencionar su singular galería de personajes: Buho, un intelectual frustrado atrapado en su propia pedantería; Megg, una bruja con tendencias autodestructivas que parecen un reflejo de la propia vulnerabilidad del autor; Mog, un gato drogadicto y nihilista cuya mera presencia en la historia es un insulto a cualquier noción de decencia; y, por supuesto, el inefable Werewolf Jones, un padre desquiciado adicto al sexo y a las drogas que se tambalea entre lo grotesco y lo profundamente humano. Jones y sus hijos son una suerte de espejo deformado de las dinámicas familiares más oscuras, un recordatorio brutal de cómo las pequeñas tragedias del día a día pueden acumularse hasta aplastarte.

Su reciente publicación en España, Café romántica, editada por Fulgencio Pimentel, es una suerte de arqueología personal y artística. Este volumen recoge sus fanzines inencontrables y relatos esparcidos por diferentes publicaciones, componiendo un mapa caleidoscópico de la evolución de Hanselmann como creador. Al hojearlo, uno tiene la sensación de estar asomándose a su mente en un viaje que va desde la rabia cruda hasta una melancolía casi existencial. Hanselmann se permite explorar rincones que el mainstream nunca se atrevería a tocar: sus historias nos arrojan a una piscina llena de sexo sucio, drogas y desamparo emocional, y lo hacen con una honestidad tan desgarradora que resulta imposible apartar la vista.

La fuerza de las historias de Hanselmann reside en su realismo brutal. No hay concesiones, no hay filtros Instagram ni edulcorantes narrativos. En su mundo, los personajes fracasan estrepitosamente y, aun así, persisten. Pero no se trata de un canto a la resiliencia heroica, sino de una representación del estancamiento, de la rutina de autodestrucción en la que muchos encuentran refugio. Megg y Mog, por ejemplo, no evolucionan porque no quieren hacerlo, porque el cambio sería un reconocimiento de sus fracasos, y eso los haría vulnerables. Este estancamiento, tan desesperante como hilarante, es precisamente lo que hace que sus historias se sientan tan reales.

En el panorama actual, donde el cómic underground parecía condenado a convertirse en una curiosidad del pasado, Hanselmann emerge como un salvador improbable. No lo hace desde la pretensión ni desde el esnobismo, aunque bien podría permitírselo, sino desde una urgencia visceral que conecta directamente con el lector. Sus historias no buscan agradar; buscan inquietar, provocar y, sobre todo, hacer que mires al abismo. Porque, como diría Nietzsche, «cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti». En el caso de Hanselmann, el abismo lleva peluca y gafas de sol, y está demasiado colocado como para preocuparse por las consecuencias.

 

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