Nadie teme a las ideas nuevas. El mundo es capaz de catalogarlas, asumirlas, devorarlas. Se adapta a ellas utilizando las dinámicas sociales e históricas que tenga a la mano; les otorga incluso un cuerpo económico. Podríamos seguir su rastro en un claro ejercicio de virtuosismo filosófico, pero pronto terminaríamos por confirmar lo simple: nadie teme realmente a las ideas. Sin embargo, y en dirección opuesta, no es tan fácil catalogar o asumir experiencias nuevas. Aunque parezca lo contrario. De hecho, de esa distancia entre ideas y experiencias trata casi todo acercamiento a la cultura en un sentido crítico. En esa frontera se debaten la mayoría de las teorías críticas de la cultura de los últimos cien años. El haber separado ideas de experiencias, o el haber convertido estas en una experiencia de consumo, ha provocado una profunda extrañeza, pero sobre todo la sensación de un vacío radical, así como una intensa y gelatinosa aceptación de que no hay salida, de que no puede haberla, de que existe un relato cultural despegado de la experiencia cotidiana que domina todos los flancos, todos los terrenos e instituciones. Sin embargo: no hay cultura sin experiencia, sin mancha, sin mediación, sin sensación de pérdida de equilibrio. La experiencia condiciona, da forma, determina y constituye toda relación con la cultura. La experiencia es aquello que de facto permite que tengamos una idea colectiva de cultura, no a la inversa. Y la experiencia implica un conjunto de prácticas y expectativas compartidas, no dominadas ni dominables originalmente. Puede que una rápida domesticación (económica, institucional…) las empaquete o les inocule el virus de la mansedumbre repetitiva, sin embargo, incluso aceptando esto, cuando una experiencia se coagula en una trama, en un sonido, en una imagen, en un orden desconocido hasta entonces, se genera un raro equilibrio que antes no existía. Y es ahí, justo ahí, en ese momento de desterritorialización, cuando hablamos de creación cultural; un episodio, en realidad, donde por un momento se estabiliza el zumbido (o el ruido, o el grito) de un contexto histórico. Se produce un cambio de frecuencia. No tiene por qué tratarse necesariamente de momentos excelsos ni de narraciones heroicas, sino quizá, simplemente, de la puesta en marcha de una huella que apunta hacia elementos fuera del marco habitual. Cuando percibimos que la frontera de lo cotidiano ha sido herida, que la línea de ideas firmes y dominantes ha sido resquebrajada, es cuando la cultura como experiencia crítica ha hecho aparición. Y esta herida no tiene por qué significar un rechazo de la tradición o de lo meramente residual. La contradicción surge del juego de tensiones entre lo dominante y aquellas esquirlas del pasado que, si bien han sido archivadas en la memoria colectiva, siguen portando u ofreciendo piezas útiles para armar nuevas tensiones críticas. Cultura es, por tanto, una cosa que le hacemos a la vida. Ahora bien, lo que sea esa cosa seguimos sin comprenderlo, y por eso continuamos caminando a ciegas, palpando cómicamente la pared en busca de una luz, sin saber si existe. No necesitamos, pues, una idea de cultura sino experiencias. Y seguimos siendo pobres.
Y ahí está la forma como experiencia, como vehículo inseparable del cuerpo que la conduce. Las formas (el cómo de cada cosa que narramos) no son entidades fuera de la historia, sino que, al contrario, funcionan como sus raíces. Las formas de un periodo son también los dramas de un periodo. En esa identidad es necesario caer. Una pobreza de formas nos habla de un periodo trágico, atravesado por la mendicidad que supone la imposibilidad de salirse de las líneas marcadas. Cultura es buscar salidas y, por tanto, hallar formas. En las formas de la creación cultural (y no en el contenido simplemente) es donde vemos coagulado el proceso afectivo y sentimental de un periodo. Pero las formas no son reducibles a técnicas o modelos retóricos. La forma es ya en sí un estado anímico que delata la tensión inherente y productiva entre el individuo creador y la colectividad. En el cómo decimos está también el cómo percibimos y cómo construimos. Marx lo expuso de este modo en El capital: «Lo que diferencia unas épocas de otras no es lo que se hace, sino cómo». En medio aparecen las instancias orgánicas, es decir, las instituciones y la industria. El dominio de estas últimas es amplio y riguroso, funcionando como mecanismo de corrección. En este sentido, esas instancias orgánicas desatan un conflictivo control de las formas afectivas. Los últimos cincuenta años hemos sufrido la preeminencia de un modelo económico que ha querido deshacer la estructura de la experiencia como fenómeno individual y colectivo al mismo tiempo. El neoliberalismo es una instancia cultural que ata en corto toda forma. Su retrato: un cerebro activo y descentralizado, pero fascinantemente eficiente. No le interesan tanto las historias que nos contamos sino la forma en la que lo hacemos. Las historias pueden fácilmente repetirse y corregirse, no así las formas y las experiencias. Es sencillo: en el momento en el que el capitalismo afectivo, a finales de la década de 1970, estabilizó un tipo de orden (aparentemente) invisible conformando una relación diferente con el mercado y con el Estado, la cultura pareció aceptar, justo ahí, la imposibilidad de todo pulso capaz de ir más allá del límite. El capitalismo afectivo inhabilitó así, progresivamente, las capacidades críticas y políticas de la creatividad o de la imaginación. Decir que inhabilitó quiere decir que participamos de esa inhabilitación. La cultura no es un ente ciego y separado de la particularidad cotidiana. Ese modelo de capitalismo afectivo hizo de ambas, creatividad e imaginación, mansas tendencias capaces de amoldarse a experiencias y a instituciones vinculadas a un nuevo mundo empresarial. Ir al museo, tener experiencias creativas, aceptar el mercado… Las experiencias oposicionales transitaron lentamente hacia ejes marcadamente competitivos. De experiencias culturales pasaron a recursos empresariales valiosos, apetecibles pero sobre todo exigibles en una entrevista de trabajo. Ser creativo, imaginativo, flexible… todo ello resultaba apasionante y atractivo en el mercado de especias afectivas. Lo más alarmante de esa apropiación: eso no aportaba nada a su valor, pero sí adelgazaba su energía conflictiva. De hecho, con el tiempo, las prácticas cotidianas del relato capitalista lograron redefinir la propia noción de experiencia cultural. Creatividad e imaginación ya no solo son herramientas del modelo laboral o de la sociedad de mercado, igualmente son formas empaquetadas de las instituciones culturales. Este es el principio del activismo cultural neoliberal: orientar la creatividad como valor laboral, dentro de una sociedad que sitúa el mercado-trabajo como eje sobre el que rota la vida y el Estado, provoca que la creatividad mute como principio social, como forma avalada por las propias instituciones culturales. Y lo trágico también está ahí, en el hecho de que las instituciones tiendan a (o quieran dárselas de) una mayor visión destructora (o disruptiva) que los artistas. Por ejemplo: cuando el Museo Reina Sofía pretende ser más radical que los artistas que allí exponen es que hay un fallo en el modo social de concebir las prácticas culturales. Eso delata una pobreza de formas, una pobreza ante la cual se enfrenta el creador cultural que asume la forma que dimana de las convocatorias, de las becas, del mercado. Este, sin embargo, está en ocasiones más interesado en producir respuestas que en crear preguntas. Dar respuestas a preguntas que no puede formular previamente. Y este también es parte del problema de ciertas lecturas culturales de la precariedad, donde se afirma, con razón, que existe una tendencia a la autoexplotación dentro del ramo creativo a raíz de cierto «entusiasmo». Ahora bien, el problema de estas teorías culturales es que no apuntan al núcleo del problema: el capitalismo. Para estas teorías todo problema cultural en el presente se eliminaría si los protagonistas del mismo recibieran la compensación económica que merecen. Entender así el fenómeno cultural y su lugar en el marco económico instala una ficción de «vida feliz en la industria cultural capitalista» que no es posible. ¿Y qué es eso que se merecen? Hay una noción latiendo tras estas palabras: la divinidad del mercado hará recaer sobre los sujetos la potencia de su bondad económica. Pero eso no va a existir. Planteémonos lo que se llama pregunta milagro. Imagina que mañana, al despertar, quienes trabajan en el ramo cultural perciben la retribución que merecen (sea eso lo que sea), ¿cambiaría mucho la realidad? Me atrevo a decir que no, que lo que tendríamos sería un marco de gestión de la industria cultural dentro del capital absolutamente saturado, así como unas instituciones en decadencia total. Buscar soluciones únicamente económicas a problemas sociales y culturales no conduce nada más que a una mayor cosificación y autodestrucción. Por eso cuando hablamos hoy de formas y experiencias (volviendo a nuestro tema) partimos de una necesaria reconfiguración de ambas nociones. Carecemos de formas, de espacios formales. Al convertir la cultura en un recurso (turístico, político, económico…), se ha desarrollado una visión del mundo que ha aceptado la cultura como herramienta competitiva. La simple pregunta, por ejemplo, que se dice ¿para qué queremos un museo público? provoca cierta inquietud. ¿Necesitamos museos? ¿O nos necesitan ellos a nosotros? ¿Necesitamos Las meninas? ¿Sobre qué concepto de necesidad hablamos? O es al revés, ¿nos necesitan Las meninas? ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene la forma museo? Es solo un ejemplo. Carecer de formas propias, carecer de historia, carecer de experiencias. Y así andamos, como animales en busca de nuestra propia forma social, política, cultural.
Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976) es escritor y filósofo. Catedrático de Historia del Arte y Bellas Artes en la Universidad de Salamanca, ha publicado los ensayos En los límites de lo posible. Política, cultura y capitalismo afectivo (2018), Alta cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el cambio de siglo (2019), Políticas de lo sensible. Líneas románticas y crítica cultural (2020) y Un lugar sin límites. Música, nihilismo y políticas del desastre en tiempos del amanecer neoliberal (2022).