Analógica

Levantar un castillo

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

De entre las distintas modalidades de la crítica, la literaria es la única que pertenece al mismo campo sobre el que se aplica (quizá podríamos añadir la crítica política, no sé). Quiero decir: es evidente que el crítico taurino no está toreando y que el crítico de arte no pretende hacer arte, como el de arquitectura no edifica más que un texto, pero el crítico literario sí hace literatura y por lo tanto debe cumplir con una serie de requisitos que le habrá exigido a los textos sobre los que versa. De ahí que lo primero que haya que pedirle a una crítica literaria es que sea literariamente eficaz y que, más allá de que acierte o no en sus juicios —donde no se sabe muy bien si el crítico debe ser juez, fiscal o abogado defensor; se supone que lo ideal sería que una crítica fuera capaz de contener las tres figuras en un mismo texto o, en cualquier caso, que no se notara demasiado si está fiscalizando o defendiendo, dado que parece indeseable que no se note que está juzgando—, el texto resultante sea por sí solo, escapado de su condición de texto yedra, autosuficiente. Es por eso que Francisco Rico, creo que en su Tratado General de Literatura —gran texto cuya gracia principal es que consta de cuatro páginas solamente—, afirmara que una buena crítica es aquella que, por equivocado que esté su juicio sobre el libro que la suscita, da gusto leer. Es decir, la que se sale de la categoría de texto yedra —el que depende de otro para escalar y erguirse— y por sí sola se convierte en texto pared —con independencia de que lo haya suscitado otro texto distinto—. Se daría el caso así de que uno pudiera enjuiciar muy equivocadamente un libro —tanto positiva como negativamente—, pero lo hiciera con tal gracia y distinción o con tanta contundencia y eficacia que la crítica se sostuviera por sí sola, más allá del libro que la suscitó.

Y sin embargo, es banal engañarse sobre esto, solo unas cuantas piezas excepcionales cumplen con ese requisito, aunque nada debe extrañarnos porque al fin y al cabo la gran literatura es el reino de las excepciones. Lo que abunda, como todos sabemos, es la cansina prosa que o bien practica el toreo de salón agarrada a múltiples tópicos (visibles tanto en las críticas positivas y su cabalgata de halagos buscando ser recompensadas con un blurb que magnifique en una faja lo que se dijo en un periódico, como en las negativas donde se prescinde muy a menudo de las argumentaciones eficaces para dar pábulo al gusto personal de quien escribe: en esto el maestro, consagrado inexplicablemente como autoridad sin que se sepa que haya dicho nada inteligente sobre ninguna película, es Carlos Boyero, que ha hecho del «yo» un hacha y del «me gusta» o «me aburre» la cima del enjuiciamiento, mereciendo que se le haga hasta un documental, tristísimo, y convirtiéndose, con una prosa aterida de adjetivos, muy plausiblemente, en personaje de sí mismo, cosa que no cabe sino celebrar).

Muchas veces se ha recordado aquella boutade de Juan Benet según la cual, contra el tópico de que en todo crítico literario reside un escritor frustrado, en todo escritor hay agazapado siempre un crítico literario frustrado. Evidentemente se parte de una falacia: el crítico literario no es considerado escritor. Harto está uno, en presentaciones varias, de oír de alguien —incluso de uno mismo— que es «periodista y escritor», que es algo así como si se dijera que es «español y europeo». Obviamente no toda la crítica literaria ha de ser periodismo, pero sí que ha de ser literatura (y todo periodismo escrito es literatura si entendemos esta como lo hacían los antiguos, y no veo razón ninguna para dejar de hacerlo). Pero es que además la historia de la crítica literaria (ya en su vertiente periodística y atenta a la actualidad, con afán de intervención en el devenir de una época, cosa que raramente conseguirá, ya en su vertiente ensayística o académica y atenta a la historia, es decir a la relación entre obras que se producen en épocas distintas y enlazándose conforman una tradición o un relato) le quitaría la razón al ingeniero Benet porque basta repasarla para darse cuenta de que los grandes críticos literarios fueron todos ellos grandes escritores, así que difícilmente podría hablarse de frustración en la combinación de dos disciplinas aparentemente contradictorias —la creación y la crítica, por ponernos telegramáticos—.

La pregunta acerca de la utilidad o no de la crítica me parece incontestable. Sirve y no sirve, como todo lo que no es fundamental. Obviamente en nuestra época su capacidad de influencia en el devenir y la suerte de la literatura —en la que, como he dicho, se incluye ella misma— se ha visto jibarizada por la potencia de los productores —editores, periódicos, redes sociales…— hasta el punto de que resulta hasta raro pensar que en un país y un tiempo donde aparentemente importa tan poco la literatura se escriban cientos de reseñas a la semana —dicen que mal pagadas la mayoría de ellas, aunque confieso que, leyendo muchas, tengo la impresión de que si es verdad que se han pagado cincuenta euros por algunos folios que prácticamente se dedican a resumir el argumento de una novela o cantar las bondades de un libro de versos refugiándose en tópicos que ya olían mal hace cincuenta años, mucho se paga para lo que se ofrece como crítica—. Dijo alguien que las únicas críticas buenas son las malas (es decir, las únicas que son buenas como tales críticas). No estoy de acuerdo: diría que son las únicas críticas fáciles. Es muy fácil vestir de limpio a una obra cualquiera, está al alcance de cualquiera con un poco de ingenio. Lo que verdaderamente es difícil es hacer buenas críticas buenas. Es decir, producir contagio, conseguir abrir puertas, que un lector termine de leer una reseña y esté deseando sumergirse en el libro sobre el que ha leído, atraído no por su tema o su autor, sino por lo que el libro haya conseguido hacer decir al crítico.

Ese de contagiar pasiones sí es deporte de difícil práctica y que muy pocos críticos consiguen dominar. Y además es el único que, desde la crítica, asegura la pervivencia de la literatura. No quiere decir ello que esté uno contra la crítica negativa, ni mucho menos, que me parece muy necesaria —hasta el punto en que puede ser necesaria una crítica—. Ahora bien, le pido unas cuantas prioridades a las críticas de ese cariz: una, que verse sobre un libro lo suficientemente importante como para merecerla (porque ha vendido mucho y puede la crítica, en la medida de sus fuerzas, alejar a unos cuantos incautos de su éxito; porque en todas partes ha recibido parabienes y distinciones y la crítica puede demostrar que se trata de una campaña publicitaria vendiendo humo…): no hay nada más patético que una crítica destructiva sobre un libro insignificante (una primera novela publicada por una editorial sin apenas distribución, un libro de poemas de un desconocido cuya crítica negativa solo sirva para que el autor de la misma se eche unas risas y sus amistades en las redes le ofrezcan aplausos, ya me entienden), lo que me recuerda, para casi acabar, el tema del contexto. Es fama que el gran crítico alemán Reich-Ranicki empezó su carrera haciendo crítica musical en el gueto donde vivía y donde se publicaba un panfletillo en el que colaboraba con reseñas de los conciertos que se daban, por mantener en situación tan dramática algo de alegría y vida. No le temblaba el pulso a la hora de poner a caldo algunas actuaciones a pesar de las circunstancias. Explicándose, muchos años más tarde diría que para él había algo sagrado que era la música, y que daba igual si se interpretaba en un gran teatro de una cosmópolis ante un auditorio vestido de gala o en un sótano de paredes corroídas donde se reunían unas decenas de personas para tratar de olvidar durante un rato la dureza de sus circunstancias: la música era la música, y había que exigir la excelencia. Para nada de acuerdo. Nadie va a convencerme de que tiene el mismo sentido y el mismo valor hacer crítica negativa de un libro de poemas de una persona que se ha llevado toda la vida escribiendo sus versitos y ha reunido dinero suficiente para llevarlos a la imprenta y sacar una edición con sus coplas y sonetos a la Virgen, que hacerla de la última oquedad grandilocuente de un Premio Cervantes que va por el mundo diciendo que la poesía española es, toda ella —salvo la suya propia, claro—, plana y banal, y que sus versos buscan la trascendencia que inyecte en el lector sensación de inmortalidad. Ridiculizar y desenmascarar a esos potentes potentados que están todo el santo día sermoneándonos tiene algo de valor, lo primero es sencillamente miserable.

Por último, cabe recordar que, dado que la crítica literaria se despliega en tantos tonos y posibilidades distintas (sin excluir el experimentalismo: Giménez Caballero hizo en los años 20 crítica literaria gráfica con sus espléndidos carteles; tiene uno en que trata de dibujar la literatura española de su tiempo: Baroja es un planeta con sus satélites, Valle-Inclán otro, Machado otro y así; lamentablemente, nadie le ha seguido en esa unión de la crítica literaria con el cartelismo), siempre hay algo de crítica literaria en una obra de creación. Quiero decir, que la verdadera crítica literaria de Valle-Inclán a Galdós no estuvo en la descortesía de llamarlo «garbancero», sino en su intento de hacer sus propios Episodios nacionales, primero con La guerra carlista, luego con los esperpentos, luego con El ruedo ibérico. La verdadera crítica literaria de los vanguardistas heroicos de los años 20 a quienes le precedían no estaba en las collejas que les soltaban en sus pasquines, sino en los propios poemas en los que trataban ellos de definir qué era la poesía. Porque como sabe cualquier niño que juegue a hacer un castillo de arena en la playa, cargarse uno a patadas está al alcance de cualquiera. Lo complicado es siempre levantarlo.

 


Juan Bonilla (Jerez, 1966) ha escrito demasiados artículos, ha publicado bastantes libros, ha vivido en muchas ciudades, ha sido traducido a varios idiomas, alguna de sus obras ha sido llevada al cine, otras han ganado unos cuantos premios y no tiene ninguna prisa. Vive en el Aljarafe.

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