Horas críticas

Aquella mujer de enfrente, que eres tú

Nos vamos a la cocina, abrimos la ventana y nos asomamos al patinillo. Delante de nosotros se sitúa una ventana vecina, con su tendedero y con su luz —posvacacional y doméstica— de mes de septiembre. Es este el paisaje sobre el que se construye el discurso de La mujer de enfrente, último poemario de la escritora y periodista Carmen Camacho (Alcaudete, 1976). Una propuesta en la que la poeta nos ofrece un agudísimo recital —creo que esta es la palabra, sí— en el que predomina el poema con imágenes desconcertantes y espléndidas, abiertas a múltiples lecturas. También subrayamos leves dosis de ironía, de humor —marca de la casa—. Y una equilibrada carga de emoción —en absoluto pastelosa o kitsch—. La mujer de enfrente es, por si se quieren ahorrar esta reseña, un catálogo de inteligentes visiones, sustentadas en una mirada original.

De estos tendederos que se suceden en cada página —casi todas ilustradas por Pepe Benavent—, la mujer de enfrente cuelga su ropa o sus sábanas; es decir, Carmen Camacho nos tiende un poema. Unos cuantos de estos alcanzan alturas que se pierden por los últimos pisos. Así en Fiat Umbra: «Igual que el aimara pone / el futuro atrás, pues no se ve, / y el pasado por delante y lo divisa, / así surgías de la sombra hecha materia, / tú, que te criaste cenital, como sin cerco, / inmaculada de narices. (…) / Naciste del envés, en un osario, / la ausencia de ti misma te procrea, / carnal y curva, tan hermosa, venida de la muerte».

Una personalidad —poética, claro— discurre en estos poemas, en los que converge vanguardia y un leve pero decisivo acento popular. Carmen Camacho conoce de sobra esa fórmula —magistral en Carlos Edmundo de Ory, ni que decir en Lorca— que quizá bien se manifieste en el poema Paraíso en el umbral, con su tributo al alféizar y a ese patio de vecinos que es escenario para el discurso del libro. Escribe la autora: «Hay un paraíso en el umbral, un campo de nubes en los goznes, un territorio empíreo, evolutivo y movedizo, entre lo uno y lo otro, entre pasado y porvenir, pensamiento y emoción, memoria y deseo, sueño y vigilia, noche y luz, mundo y nos. […] Ese lugar, despreciable para los taxidermistas de la certeza, es un lugar sagrado. Tercer cielo. Alféizar, casa sin casa, patio de luz, universo liminar». Leemos el poema en prosa y es inevitable, en matices de aquí y de allá, recordar a Juan Ramón o a Cernuda.

En ocasiones, Carmen Camacho atribuye a lo cotidiano una impronta sacra. Lo doméstico se comprende de manera más clara desde la liturgia o desde los mitos, desde la religión o desde la cultura clásica: «casualmente dioshombre y la ladrona / cayeran en la cruz el mismo jueves / gólgota y plenilunio / ahora que es la hora de lo oscuro / y ya todos al fin nos han abandonado / oh tú el altísimo / oh yo la prescindible / primor si me dijeras / —que no te oigan los evangelistas— / en el infierno o en el paraíso / esta noche estarás conmigo».

Carmen Camacho tiene la virtud de reformular lo consabido, lo que en otras voces nos sonaría a cliché o a expresión manida. La autora lo consigue tomando aquello que se etiqueta de tradicional. Es un mérito admirable renovar lo que en un principio está ya hecho, lo que en un principio está agotado. Por ese camino discurren los nombres que quedan.

Y hablando de reformulaciones, significados renovados, ecos, tradición reinventada: los versos de un gran poema del conjunto, titulado El mal poema. Su extensión es considerable, lo que nos impide transcribirlo en estos apuntes, y copiar un par de fragmentos acaso distorsione la dimensión —la extraordinaria dimensión— del poema. Así que ofrecemos la siguiente solución: dejamos a los lectores que se acerquen a él. Esas dos páginas de El mal poema son Carmen Camacho en sus mejores registros. Imprescindible.

Carmen Camacho, autora de «La mujer de enfrente». / Foto: Juan Carlos Muñoz

Otro poema memorable: Niño de sueño. Una nana, con sus asonancias y sus pentasílabos, que recuerda esos ritmos de nuestra infancia, esas canciones, infantiles y a su vez atemporales, de nuestros juegos de siempre. Son numerosos los hallazgos del poema, y por supuesto no se limitan a la métrica y al soniquete. Por señalar uno de estos aciertos: en la tercera estrofa se cruza una serie de coplas, tres coplas dispuestas en horizontal, que atraviesa la vertical del poema. Lo entendemos como la nana que de repente llega de nuestra memoria. La nana que cualquiera de nosotros lleva dentro, y que de manera inesperada recuerda al leer el poema de Carmen Camacho. La poeta nos escribe la suya, pero eso no impide que el lector recuerde la que marcó su infancia. Es un ejercicio formal inteligentísimo. Un recurso bien pensado y mejor resuelto. El desenlace de esta nana, y esto también lo dejamos a los lectores, conmueve.

Un aspecto clave de La mujer de enfrente, con el que podría concluir nuestra perorata, lo encontramos al invertir la conocida sentencia de Rimbaud: el otro soy yo. Nos explicamos: la silueta de la mujer —su figura— no aparece en ningún momento. Sin embargo ahí está: perfilada a través de la imagen, de la metáfora. Es decir, a través de lo que el lector construye. La mujer de enfrente, desvelamos sin más rodeos, eres tú, o lo que tú quieres que esta sea. Al igual ocurre en el buen poema o en la vida misma, que al final se hace siempre en la mirada ajena.

 


LA MUJER DE ENFRENTE
Carmen Camacho
Ilustraciones de Pepe Benavent
MACLEIN Y PARKER
(Sevilla, 2023)
120 páginas
19,50 €

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