Horas críticas

Libros de la semana #166

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

Pensión Lobo, de Ramón Lobo (Península)

El 2 de agosto de 2023, a los 68 años, nos dejaba el ya legendario corresponsal y escritor Ramón Lobo: verdadero referente del periodismo en español, maestro de reporteros, infatigable viajero y cronista, el último gran contador de guerras, con una visión excepcional sobre el anverso y reverso de la existencia. Tras ser diagnosticado con dos cánceres, empezó a escribir estas memorias desde la muerte y para la vida; una brillante crónica (una más) en tiempo real de cómo es dejar este mundo y cómo entendemos (o no) el hecho ineluctable de que todos nos apagamos: «Ahora escribo, medito y sueño en busca de materiales que me permitirán esculpir algo parecido a un epitafio. Somos solo eso: una frase, un párrafo corto; el resto es artificio». Entre la autoexigencia de precisión y los sentimientos desbocados, Lobo relata «el tránsito hitchensiano del País de los Sanos al País de los Enfermos», un viaje sin billete de vuelta, lleno de monstruos y de fantasmas a los que inevitablemente se da rienda suelta en esas horas oscuras, llenas de «miedo a lo que somos y a lo que dejamos de ser». En las páginas de Pensión Lobo se recoge su capacidad de conversar con los muertos: «Ellos me devolvieron a mi condición de persona común sin poderes extraordinarios que no salva vidas: solo mira, pregunta, escribe sobre desgracias ajenas para que nadie pueda decir que no lo sabía». Solo eso fue su cometido: dar testimonio directo de las víctimas sin derecho a la memoria, los ahogados sin derecho a un nombre, los cadáveres secretos y las matanzas silenciadas; los otros, los nadie, los invisibles. También las muertes de sus colegas reporteros, que lo dejaron huérfano de conversación y respuestas. El autor, atravesado de «un torrente de palabras», rescata imágenes y voces de su experiencia, tejiendo un tapiz vitalista con la inspiración de sus muchas lecturas (McCarthy, Lobo Antunes, Mann, Pirandello, Didion, Rulfo, Auster), que habla de la soledad y del exilio interior, de la conciencia y el compromiso con la realidad en un mundo regido por impostores. Alguien, como Ramón Lobo, que requería información exhaustiva y rigurosa incluso en el mismo trance de morirse, que conservaba el humor y la flema a las puertas de la nada, que se aplicaba a sí mismo las emociones —extremas— de las que fue testigo en las mayores tragedias humanas para relativizar, que había aprendido a digerir el dolor a base de acompañar en él a otros. Todo se condensa en este libro, que es una despedida y una invitación a descubrir (o a releer) un legado incalculable. «Mereció la pena», dice de este viaje el que fue uno de sus mejores guías.


Números rojos, de Carmen Aranguren (Renacimiento)

Tras el magnífico Parques y jardines (2021), Carmen Aranguren publica su segundo poemario, en el que regresa a temas como el sueño y, más que nada, su escasez; a la escasez existencial, en general, que opera por comparación con un pasado de abundancia (de experiencias); y a la pérdida, entre otras cuestiones, del sentido y los porqués que —se entiende— deberían ir asociados a la mayoría de las cosas. Números rojos funciona como diagnóstico de males y afecciones íntimas y contemporáneas, como la falta de tiempo (otro tipo de escasez), el agotamiento, la expiración. «Es tarde… Voy de prisa por la vida», cita la poeta a Manuel Machado al inicio, y comienza pidiendo justamente eso, tiempo: «Dadme treinta años más, / treinta años más de los que tengo ahora / para recorrer la belleza del mundo, / libre del tedio y la monotonía». Su libro trata sobre el apremio del presente, que nos arroja a un «futuro sin contemplaciones», es decir: desconsiderado, sin atención, sin miramientos. Sobre la memoria de la infancia y la de lo no vivido, pero igualmente añorado; las comodidades de una «vida sin miedo» y la que vino luego, llena de incertidumbre. Sobre la omnipresencia, a todas horas y a deshoras, de la lectura y la escritura como forma de escapar a la urgencia de sobrevivir («Contar es descargarse, / liberarse del tiempo»). Sobre la nostalgia de los jóvenes veranos y los «atardeceres azules» y bastante eternos, una vez versificados. Sobre las estaciones del año como promesas, la revisitación de sitios entrevistos o ensoñados, la ciudad y la naturaleza como testigos del deseo y la felicidad de otros días. Sobre el amor longevo e inmune a los socavones económicos y a la falta de cobijo. Sobre el cansancio de buscar respuestas en lo alto, el fantasma y las sombras de un vacío. Sobre la «pequeña tragedia» que es cada amanecer empezando por el «violento estruendo del despertador», los nulos asideros de un final («Con la muerte no podemos hacer nada») al que de nada le valen las palabras. Pero aquí están: la escritura de Aranguren es clara y evocadora, rotunda en sus imágenes pero discreta en sus formas. La sensación es que llevamos poco tiempo leyéndola y ya la vamos (re)conociendo, ya perdura su estilo tan dado a medir los tiempos, a marcar el ritmo. «Sólo la madurez tengo», dice la autora, modesta; pero qué valioso capital, qué espléndido diario-legado el de estas páginas.


La pirámide del fin del mundo, de Pedro Torrijos (Kailas)

Dice en su prólogo el historiador del arte Miguel Ángel Cajigal Vera, más conocido como El Barroquista, que el estilo Torrijos «consiste en localizar en localizar esa pepita de oro que reside dentro de cada narración y que la hace única». En esta continuación de su exitoso Territorios improbables (2021), el arquitecto y crítico cultural Pedro Torrijos, uno de nuestros cuentacuentos más leídos y escuchados, en diversos formatos y lenguajes, muestra que sigue teniendo intactos el don del olfato, la palabra y la visión. Historias hay muchas, pero cualquiera no tiene la capacidad de sacarles el jugo, de presentarlas en su vertiente más fascinante, de descomponerlas para luego rearmarlas y tratar de desentrañar su misterio como se hace en La pirámide del fin de mundo, a través de escenarios tan diversos como Ucrania, Benín, México, Noruega, India, Estados Unidos, Japón o Tailandia, por citar algunos, y en cinco bloques con diez relatos cada uno: «Guerra», donde el peor artefacto que haya creado la Humanidad da lugar a (cuestionables pero indudables) maravillas; «Calma», a la que en verdad se llega a través de periplos complejos y espinosos, nada serenos; «Luz», ese elemento vital que a menudo nos ha cegado por una exposición excesiva; «Tiniebla», que parte de la confusión a que nos arroja el concepto de probabilidad y sus guías invisibles, y «Civilización», que se construye sobre la base de las historias que encierra el mundo: «Las historias que contamos, las historias que nos cuentan y, sobre todo, las historias que nos contamos a nosotros mismos». Basta con ver sus referentes para entender que esa es la base del torrijismo: en sus agradecimientos finales menciona a storytellers como Roman Mars o Aaron Sorkin, pero hay diseminadas por todo el libro citas de autores como DeLillo, Palahniuk, Gaiman, Kafka, Pynchon, King, Calvino, Atwood, Le Guin, Kipling, Orwell, Dahl, Huxley, Cortázar… ¿Qué tenían en común todos ellos? Una imaginación inagotable y una capacidad única para detectar las zonas oscuras de la condición humana; una lucidez visionaria a la hora de contar, como nunca antes, aquello que nadie había expresado en palabras. Del mismo modo, Torrijos es capaz de descifrar, mediante una escritura hábil y sin pretensiones, el camino que conduce al progreso y que conlleva no poca devastación o catástrofe: el enigmático territorio de la contradicción y la paradoja andante que, en el fondo, somos.


Lecciones de vida, de Andria Zafirakou (Paidós)

Cuenta la autora de este ensayo que, cuando en sus intervenciones públicas plantea la cuestión de qué persona resultó determinante en nuestra vida, muchas de las respuestas suelen apuntar hacia tal profesor o profesora. Pero añade en su introducción una reflexión reveladora: «Los mejores profesores son también aquellos que se han dejado influir por sus estudiantes, que los han educado en las más importantes lecciones de vida». Profesora en el distrito de Brent, una de las zonas más empobrecidas y con mayor diversidad étnica del Reino Unido, con su rediseño integral del plan de estudios Andria Zafirakou obró en escaso tiempo el milagro de que el instituto donde trabaja se situara a la cabeza de la excelencia académica. La subsiguiente concesión del Global Teacher Prize (considerado el Nobel de la enseñanza), cuya importante dotación destinó a un proyecto de promoción del arte en escuelas con pocos recursos, la llevaría a concebir este libro: Lecciones de vida nos invita a conocer las reflexiones de otros profesores galardonados, que dan clases en países tan distintos como Filipinas, Sudáfrica, Canadá, Finlandia, Kenia, China, Líbano, Brasil, Australia o Países Bajos. La pedagoga londinense (de familia grecochipriota) ha reunido treinta valiosos testimonios de primera mano, que se caracterizan, desde la premisa que comentábamos al inicio de esta reseña, por hacer protagonistas a los estudiantes que les dejaron huella, humana y profesionalmente; alumnos que afrontan contextos difíciles que tienen que ver con el racismo, la salud mental, el machismo, la violencia, la pobreza o la guerra, entre otros. Este libro no está dirigido (solo) a docentes, sino (también) a padres y madres que, más allá de las notas, pretenden incidir en un crecimiento personal en valores, conciencia y compromiso con el presente y el futuro de sus hijos e hijas; así como a adultos, en general, que se comunican con jóvenes en entornos domésticos, sociales o laborales. Inspirador y emocionante, duro y luminoso, Lecciones de vida es, a la vez, un merecido homenaje a estos brillantes docentes, a su valentía, versatilidad, energía y creatividad; y un manual educativo del que, eso sí, quedan por escribir sus páginas más importantes: las que cada lector aplique en su relación con quienes aún tienen toda la vida para aprender y hacernos aprender.

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