Cada época tiene sus relatos. O, mejor: cada época vive a la sombra de unos relatos que, la mayoría de las veces, pasan desapercibidos para aquellos que están dentro, a fuerza de repetición interiorizada con voluntad eternizante. Los nuestros —¿qué duda cabe?— oscilan entre el miedo y la fascinación por la velocidad a la que se desarrolla la tecnología, reventando las quinielas más optimistas sobre el progreso del no tan lejano siglo XX, haciéndonos sentir todopoderosos con una única condición: dar un paso atrás. Aceptar (o fingir) que no es el hombre, sino la máquina, la medida de todas las cosas. Maravillosas máquinas que, si bien son igual de imperfectas que nosotros, pueden ayudarnos a recuperar la visión paradisíaca y beatífica del mundo. Clonando especies extintas como el mamut lanudo, por ejemplo, bajo la promesa mesiánica de que insertarlos en Siberia conseguiría frenar el cambio climático. Que nos parezca más probable ver en 2027 a crías de estos mamíferos bonachones (porque, a todas luces, serán eso que los humanos imaginamos en Ice Age), a pensar que para entonces no habrá ninguna guerra en la que Rusia esté metida también es sintomático de nuestro tiempo.
Claro que, si llegamos, por obra y gracia de la técnica, pero, sobre todo, de una serie de procesos descubiertos en esos lugares oscuros llamados laboratorios, a la clonación de megafauna desaparecida, ¿por qué íbamos a parar ahí? ¿Por qué no enmendar los errores de nuestros antepasados allende la memoria histórica, más allá de la historia misma, esto es, los de la prehistoria?
Lo de soñar a lo grande no es un rasgo exclusivo de nuestra época. Y Juan José Gómez Cadenas lo sabe bien, tanto por su faceta de físico especializado en el campo de los neutrinos, como por la de escritor especialista en ficción científica. Sí, ficción científica, y no ciencia ficción, porque sus obras literarias, además de entretener y ayudarnos en la tarea de imaginar otros mundos posibles, divulgan con un rigor exquisito.
Su última novela, Nación Neandertal (Espasa, 2024), nos sitúa en un futuro a cincuenta años vista en el que lo previsible ha pasado, a saber, que los avances han sido usados para hacer de las armas herramientas más sofisticadas y más letales, que África sigue siendo un continente empobrecido y maltratado por el expolio, por las guerrillas, por las generaciones condenadas a crecer huérfanas o desplazadas; que ese pensamiento propio de la modernidad tendente a idealizar el progreso, el paso del tiempo en sí, en línea ascendente hasta tocar el cielo de la excelencia, dibuja en 2070 un horizonte de inhumanidad. Casi. Frente a la violencia indiscriminada de las máquinas, o de las personas deshumanizadas al colocarles un uniforme militar y un fusil entre las manos, se erige la mirada de mamá Ruth, una mujer de carne y hueso, que sangra, y que nos recuerda el valor de la vida humana a través del amor y el respeto a los niños, es decir, al futuro mismo, es decir, a la esperanza.
Nos ubica, además, en un pasado remoto, al final del Paleolítico, en el que una tribu de H. Neanderthalensis —o neandertales, como acostumbramos a llamar a nuestros vecinos de especie—, los Eloi, viven. Así de simple: viven, haciendo sus cosas del vivir, como cazar grandes mamíferos, sentarse en familia a compartir historias, dormir, despertarse, comer, buscar pareja, tener hijos, ver morir a sus amigos y familiares… en fin, lo que viene a ser vivir. Pero no solo. También dan nombre a los animales caídos tras la lucha cuerpo a cuerpo, despiezan sus cadáveres con respeto ceremonioso, y ven cosas que les dicta su «ken», algo difícil de explicar sin destripar el argumento de la novela y sin buscarle un símil, injusto, con cualquier concepto propio de los H. Sapiens —o nosotros, como nos gusta llamarnos—. Sería injusto, porque lo que sí podemos contarles es la premisa de la cual parte Gómez Cadenas al crear esta delicada, bellísima, narración de 460 páginas, eco fidedigno de las investigaciones paleoantropológicas del último siglo: carece de sentido comparar a un neandertal con un sapiens en tanto que eran distintos, y aún más, «no equivalentes». ¿Mejores? ¿Peores? «No equivalentes», nos respondería de nuevo el autor, y con razón. Lo contrario sería faltar a la verdad y darles rienda suelta a los prejuicios que acaban por demonizarlos o exaltarlos, no por lo que aquellos fueran, sino por lo que queremos que proyecten en relación con nosotros.
Pasado y futuro confluyen en la trama por una serie de avatares tecnocientíficos, éticos y familiares, pero, por encima de todo, por una voz narrativa, la de la joven Arce, que consigue volverse cercana antes, incluso, de haberse descubierto el rostro y mostrarnos sus cartas bocarriba. No es sencillo esto, menos todavía si tenemos en cuenta los saltos temporales de la novela, la cantidad y profundidad de los personajes, la estructura en fragmentos, la buena suma de temas tratados, el calado antropológico, político, metafísico o moral de los mismos… y, sin embargo, lo parece. Parece sencillo, principalmente, porque Gómez Cadenas mantiene el control del ritmo y el tono sin desfallecer, transmitiendo la pasión de quien cree firmemente en la importancia de lo contado, independientemente de las posturas que defiendan los seres individuales que circulan por el libro, sin necesidad de tomar partido, ofreciendo al lector la confianza y la libertad suficientes como para que cada uno llegue a sus propias respuestas, o a identificarse con quien quiera sin después, nunca, ser avergonzado por ello por parte del autor. La dignidad, otra pieza clave del edificio.
Lo que J.J. Gómez Cadenas ha hecho en Nación Neandertal es una catedral (prometemos que no es una afirmación gratuita ni lisonjera, pero tendrán que leer la novela para entenderlo mejor), de un solo estilo arquitectónico, sólido, a la vez que un rompecabezas, una matrioska donde la muñeca principal, así como las otras contenidas dentro, son representaciones de lo que hay de esencial en la existencia por extenso, capturadas por un ojo finísimo. Desde la parte más descarnada del ser humano, esa que preferiríamos no ver, pero que es mejor no perder de vista, hasta la más hermosa, explorada en decenas de historias de amor, en todos los sentidos del término, en múltiples tamaños, pasando por nuestra relación con las máquinas, su poder ambivalente, y fantásticos pasajes explicando, por ejemplo, cómo funciona el cerebro humano. Todo encaja, nada sobra, ningún hilo queda suelto, a veces demostrando —como ya había hecho en sus anteriores obras— la buena salud de la que goza en esa facultad que para un H. Neanderthalensis sería tenida por locura, y que nosotros hemos bautizado con el nombre de imaginación; otras, resucitando a los clásicos de la literatura universal.
Al fin y al cabo, las grandes novelas, igual que las teorías científicas o las reflexiones filosóficas, no surgen de la nada, sino de una combinación equilibrada entre tradición, mirada clara tanto a los relatos del presente como a la naturaleza de las cosas, deseo de ver más allá y, por supuesto, altas dosis de esperanza.