Horas críticas

«Silo», de Hugh Howey: survivalismo, nanobots y orden social

 

A mí es que las series… miren, voy a ser sincero: ni fu ni fa. A ver, hay excepciones, pero igual que hay excepciones en lo de «no me gusta la tónica» o «no me gusta el reguetón». ¿Saben qué? Borren esto último. Y eso, que las series nanay. Mitad por señororismo viejuno y esnob, mitad por defectos argumentales. Primer punto: nada que decirles, circulen, circulen. Me gusta leer, ya lo siento, vine a meter decepciones en sus sólidos cuerpos. Vamos, que ni vídeos de YouTube aguanto, porque el tema audiovisual se me hace bola, y prefiero trescientas chorradas ergódicas que cinco minutos viendo monerías. Lo otro: pues es que las series (aunque generalizo, porque decir «las series» es como decir «las novelas» y dentro de «las novelas» están desde el Tristram Shandy a una de Sonsoles Ónega) tienden al embarullamiento de gratuidad, a tirarte al morro líneas y líneas argumentales, a rellenar minutos con secundarios y falta de elipsis. Y eso, a un servidor, le angustia.

Ahora acaban de estrenar en Apple TV una cosa que se llama Silo. Sale Tim Robbins, que es muy alto, y Rebecca Ferguson, que es la madre de Paul Atreides, y más actores, supongo. La serie está basada en una novela (una trilogía, que estas cosas vienen en packs de tres) que acaba de relanzar Minotauro. El autor es Hugh Howey, y ustedes leerán palabras que puso ahí Manuel Mata. Yo les hablaré de la novela, porque… bueno, lean el primer párrafo de esta reseña, no hay más explicación.

La historia de Howey es muy… en fin, muy americana. El tipo pasó por mil trabajos (pero mil trabajos de esos de hacer con las manucas, nada de periodista o similar) mientras iba escribiéndose sus novelas. Y después, como somos la generación del «yo me lo guiso, yo me lo como», las autopublicó en Amazon. Como su primo Sebastián, que tiene allí una pentalogía sobre cierto arqueólogo aventurero sin relación alguna con Indiana Jones, vaya. Y eso, que a diferencia de lo que sucede con Sebastián, a Howy le fue bien el asunto, lo ficharon de una editorial guay, le traducen, le hacen serie. Ejemplo claro de que todo está a tu alcance. ¿Proporción de éxitos siguiendo esta senda? Pues aproximadamente la misma que jugando a bonoloto, pero por misteriosas razones el relato cala.

Ay.

Digamos que lo suyo bascula en un hábitat muy particular, como son las distopías yanquis. Casi subgénero, de tantas que lucen. Algunas, piensen en Richard Matheson, son realmente buenas. Novelones cojonudos, si quieren. También hay películas de este rollo. Esa de Charlton Heston con los moneques, o los zombis de George A. Romero. La enseñanza que transmiten es idéntica: nos vamos a cargar el mundo y seremos los yanquis quienes tiren de la cisterna. Ah, y nos la bufa mogollón el resto del orbe, por contextualizar. Ahí se encuadra Silo, con sus arquetipos WASP, sus intrigas de politiqueos capitolinos, su geograficación exacta (una geograficación que coincide, grosso modo, con The Walking Dead; vamos, que no viajo yo a Atlanta en estos tiempos ni de coña).

Hasta aquí, pues miren, todo muy visto, todo sabe como a platos precocinaos, a esas pizzas con anuncios cuquis que luego son chicle caliente. Pero la cosa va in crescendo

Va in crescendo por símbolos y metáforas. A mí me interesa especialmente lo de los survivalistas. Porque ese silo de Silo no deja de ser agigantamiento monstruoso de algo que ya ocurre, que ya se está construyendo a día de hoy. El survivalismo viene perfectamente asentado en la sociedad norteamericana desde hace décadas, y es mixtura tipo «pero qué delirio es este» entre culto ultraliberal, miedo a lo que no conoces y «alégrame el día» con más raíces filofascistas de las que algunos quieren reconocer. Vamos, lo que viene a ser un «prepararnos para la jungla, porque no habrá societas sino una jungla». Algo muy de allá que está saltando el Atlántico, como cualquier idea ridícula. Cuentan que si ahora los grandes chalets de esas urbanizaciones en las que todos ustedes piensan (esas donde se hacen casas con techos planos, mucho cristal y cero permisos ambientales) traen el bunker incorporao. Toque chic, rasgo de excentricidad. Un «mira, no vaya a ser que…». Desde ese punto de vista, Silo es un experimento interesante, porque magnifica la idea individual del subterráneo salvador. Y juguetea con las interrelaciones humanas. Que son, siempre, lo más jugoso en literatura.

Laten ahí, precisamente, otras metáforas, otras temáticas. El orden social a cargarnos, que es algo muy sci-fi, casi cliché de género. Atenuadito, no esperen reflexiones de Gramsci o similar. Tampoco un placer por la anarquía, el comunitarismo o las revoluciones populares, viva la Comuna de París et al. No, es todo más dulzón, que esto tiene serie, amigos, no creerán ustedes que han hecho serie sobre las ideas de Kropotkin. Con todo, interesante. Como las referencias a la nanotecnología (más desde un punto de vista macro que cayendo al detalle) o el recurso de la memoria, nuestro bagaje «histórico» como aquello que nos convierte en quienes somos. Memoria propia y memoria común. Mantenerla es continuar, es jugar a la agregación, es seguir hacia delante. Resulta clave, en Silo, esta idea, porque esta es una novela sobre la memoria. Sobre cómo el control de la memoria termina por concluir en el control de los hombres (o viceversa). Sobre cómo el olvido deviene soledad, y la soledad profundiza tal olvido. Es una idea esbozada, sin amplio desarrollo filosófico, pero creo que, en este caso, Hugh Howey lo hace deliberadamente. Lean y reflexionen, la conclusión es suya. Y estremece. Y da pelín de miedo.

Hugh Howey, autor de «Silo». / Foto: Amber Lyda — Planeta

Todo esto se nos va declamando con personajes muy de saga medieval, muy de novela fantástica. O, si lo prefieren, que hay varios protagonistas y otros son únicamente sus sombras (guiño, guiño). Construcción poliédrica en los primeros (tampoco un Raskólnikov, no se me agobien), apenas rasgo característico en los otros, rasgo que marca todo su comportamiento, todas sus acciones. Es remembranza, como les dije, de narración clásica, y funciona divinamente, en contra de lo que pudiera parecer, porque permite que la historia avance de forma cordial, sin bombardeos sensoriales. Los puntos más bajos de la trilogía son, precisamente, tales carreteras secundarias. Vamos, cuando se quiere crear una «sociedad» a partir de la agregación de distintos personajes que interesan poco, que parecen estar ahí solo para el engrose censal. A veces, incluso, molestan, te sacan del eje narrativo, te empujan a seguir leyendo solo para disfrutar la vuelta a lo que realmente te chifla. Ya les dije que de aquí hay una serie, y las series tienen estas cosas, este relleno de lasaña en oferta. No resulta dramático (o no siempre), pero notas bajadas…

Y así se trenza el asunto. Con una visión pesimista-pero-no-tanto, una visión muy «América», una visión de «lo hicimos mal, podemos mejorar la siguiente vez». Silo es interesante y moderadamente original a partir de hitos que marcan el género. Tiene gancho, intriga y acción bien trenzada. Tiene gotas de ciencia, pero con la moderación suficiente para que no se quejen los que abandonaron a Cixin Liu. Tiene, sí, mogollón de especias y polvitos y toques de la casa. Trilogía que se lee con gusto, sonrisa en el rostro.

De la serie no hablo, porque yo las series…

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