Analógica

Erróneos multiversos de Gottfried Leibniz

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

En la segunda mitad del siglo XVII, los dos filósofos más importantes de Europa concibieron nuestro mundo como uno más en un infinito de multiversos. Las disquisiciones teológicas de estos discípulos críticos de Descartes producen un cierto vértigo, pese a su belleza de cristal, a su impresionante cosmismo y a la extraña naturaleza de los escritos. En la «Definición VI» de su célebre Ética demostrada según el orden geométrico, el holandés Baruch Spinoza sostuvo que Dios es una sustancia compuesta de infinitos atributos, siendo sólo dos de ellos conocidos para el ser humano: el espacio extenso y el pensamiento. ¿Cómo serían las otras dimensiones de aquel Dios spinoziano identificado con la naturaleza? Él las deduce, pero nosotros no tenemos acceso a ellas. El alemán Gottfried Wilhelm Leibniz, que conoció a Spinoza (sólo conservamos dos cartas entre ellos), también se planteó un elenco infinito de mundos, pero en un contexto diferente. Los multiversos de Leibniz tienen que ver con nuestro asunto: el error.

A diferencia de Spinoza, para Leibniz sí ha tenido lugar una creación libre. Algunas de las ideas leibnizianas más conocidas proceden de este asunto de teología natural. Recordemos la más célebre de todas: según Leibniz, Dios eligió crear el mejor de los mundos posibles. Él mismo formula esto como «el principio de lo mejor» (principie du meilleur), que fue parodiado por Voltaire en la novela Cándido. Pero Leibniz no dijo en ningún lugar que el mundo, nuestro mundo, fuera perfecto. Dios eligió lo mejor entre lo posible y no pudo evitar crear seres imperfectos. Es decir, ni Dios pudo crear un mundo perfecto.

La finitud es el rasgo principal de las criaturas y, para Leibniz, va asociado con la imperfección. Sólo Dios es infinito; sólo él es perfecto. Nuestro mundo es finito y lleno de errores. ¿En qué sentido hablamos de error? En su Ensayos de Teodicea, escrito en francés y publicado en Ámsterdam en 1710, nuestro filósofo divide el mal, la privación, en tres especies: por un lado, está el mal metafísico; por otro, el mal moral y, finalmente, el mal físico. Los dos últimos se aplican únicamente al ser humano, pero el mal metafísico tiene que ver con todas las criaturas. Los yerros, las desviaciones, los malos azares y la destrucción se deben al mal metafísico, procedente de la limitación de las criaturas. En Leibniz el mundo es intrínsecamente falible.

Este, digamos, principio de lo creado no tiene mucho de optimista, ciertamente. Al menos, aparece en la obra de Leibniz ya en 1684, en el Discurso de metafísica (§3), y ocupa el primer libro de la mencionada Teodicea. Aquí leemos: «Porque la criatura está limitada esencialmente, de lo cual se deduce que no podría saberlo todo y que puede engañarse y cometer otras faltas» (§20). Esencialmente limitada (limitée essentiellement), la criatura se ve abocada al error. Esto es el imperio del error, fuente de los posteriores males morales y físicos. La imperfección es el germen de nuevas series de errores y desperfectos: «El defecto es privativo, proviene de la limitación y tiende a nuevas privaciones» (§33). El error llama al error. La privación se reproduce.

La misma idea aparece en dos breves tratados posteriores, de 1714. En Principios de la naturaleza y de la gracia fundados en razón, se defiende que Dios haya creado el mejor plan posible (§11) y que «las cosas reciben continuamente de él [Dios] aquello que poseen de perfección. Pero lo que les queda de imperfección proviene de la limitación esencial y original de la criatura» (§9). En Monadología, en fin, tenemos la misma idea: «[S]us imperfecciones proceden de su propia naturaleza, incapaz de existir sin límites» (§42).

Esta constitución forzosamente falible de todo lo real, a causa de su limitación esencial, es lo que desde Agustín de Hipona se designa como «causa deficiente». Ahora bien, ¿por qué es el mejor de los posibles? Por un lado, está Dios perfecto e infinito. Por otro, está la creación, que existe, pero con privaciones. Por último, están los multiversos: la infinita serie de cosmos posibles, jamás creados, que fueron comparados con nuestro mundo.

Hasta donde yo sé, ningún otro gran filósofo ha concedido tanta importancia a las criaturas posibles. Los multiversos han sido material muy caro a algunos creadores de ficciones, pero no tanto, creo yo, a los filósofos. En la conferencia «Del optimismo en Leibniz», Ortega y Gasset considera que, en toda la historia de la ontología, la de Leibniz es la única que puede llamarse «modal», es decir, que estudia lo que es, lo existente, y, además, los mundos posibles.

Estos seres sin existencia habitan en la mente divina y habrá que imaginarlos como variantes de nuestro mundo. Según Leibniz, todo lo posible exige existir, pero lo cierto es que, para él, Dios escogió entre todos los posibles el mejor. Esos deben ser multiversos desastrosos, puesto que nuestro mundo es, con diferencia, lo menos imperfecto.

Leamos Monadología §53: «Ahora bien, como hay una infinidad de universos posibles en las ideas de Dios y únicamente puede existir uno solo, tiene que haber una razón suficiente de la elección de Dios que lo determine a uno más bien que a otro».

Así pues, ¿dónde está el optimismo en Leibniz? Todo lo contrario. Visto de esta manera, el imperio del error, galopante entre nosotros, prolifera en esos mundos sin existencia que flotan sólo en la mente divina. Leibniz no tiene una visión óptima de la naturaleza de las cosas, dada su deficiencia congénita, pero sí considera, en la línea de los clásicos, la existencia o el ser como un bien radical.

Insiste en que la creación es contingente y que, por tanto, Dios (que sí es necesario) podría haber optado por otras posibilidades peores. Podría haber creado un mundo peor. Como dice Ortega, «el mundo, a su juicio, no es el mejor porque sea como es, sino, viceversa, es como es, fue elegido para existir, porque era el mejor. Es, pues, un optimismo a priori. Nuestro mundo, antes de ser el existente, era ya el mejor y por eso llegó a existir».

De acuerdo, pero ¿por qué creó Dios la posibilidad que nosotros encarnamos, entre las incontables que habitan en su mente? ¿Por qué optó por la menos mala? ¿Cuál es la «razón suficiente» (por usar la fórmula, o más bien principio, que ha usado él en el pasaje citado de Monadología) de la creación de este mundo? Respuesta: porque Dios es bondadoso. El argumento es a priori y de tipo moral (de la misma manera, su maestro Descartes se apoyó, en la sexta de las Meditaciones metafísicas, en la necesaria bondad divina para sostener que no era un genio maligno que nos engaña continuamente). Cuando digo que es a priori, quiero decir que no se basa en la observación del mundo, sino en el hecho de que a la infinitud, a la necesidad y a la perfección del Creador les debe seguir, por fuerza, el atributo de la bondad.

Entre lo existente-contingente (nosotros y nuestro universo) y lo existente-necesario (Dios) tenemos la inmensidad de los multiversos peores. ¡Extraña e inimaginable vastedad de dimensiones paralelas! Estos multiversos tienen un estatus curioso: de alguna manera, tienen un cierto grado de ser, como seres posibles… aunque no existentes. Son más que la nada, pero menos que lo real; tal es el estatus de fantasmas de esos multiversos horrendos que se encuentran en la inmensa mente del Dios leibniziano.

Comparten, con las criaturas, su limitación y privación, de hecho, las superan en ambas cosas, pero, además, carecen de existencia: así, de nuevo, entre la nada y la existencia, flotan los inmensos e invivibles mundos virtuales. ¿Cómo serán los peores de esos multiversos? ¿Hasta qué punto el error, los maremotos, la guerra y la muerte ocuparán todos sus rincones? ¿Cómo será, en esos peores cosmos completos, aunque ineficaces en su virtualidad y saturados de pobreza, lo que ya aquí nos resulta insoportable? ¿Cómo será, por ejemplo, Telecinco en los multiversos peores? ¿Serán peores las imbecilidades que dirán en esos programas del corazón paralelos, con fondos chillones y aplausos enlatados?

Por último: ¿No es sugerente, acaso, la idea de un Dios que tiene en su mente infinitos infiernos posibles, erróneos multiversos, que pujan por existir, pero que jamás lo lograrán, condenados a ser menos que el ser, pero más que la nada?

 


Álvaro Cortina (Bilbao, 1983) es autor de los libros Deshielo y ascensión (2013, Jekyll & Jill), Abisal. Libro de zonas y de figuras (2021, Jekyll & Jill), El espejo y el oráculo. De lo sublime estético a lo pragmático mundano en Schopenhauer (2022, Guillermo Escolar) y Garravento, la garra al viento (2023, Jekyll & Jill). Asimismo, es doctor en Filosofía y profesor en la IE University, en el Centro Universitario El Escorial María Cristina y en el Instituto de Filosofía. Ejerce la crítica de ensayo en El Culturaly ha colaborado en otros medios como Jot Down, Leer, Revista de Occidente o Claves de la Razón Práctica.

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