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Marina Tsvietáieva: una música distinta

La poeta Marina Tsvietáieva, en 1925. / Foto: Pyotr Ivanovich Shumov

La obra de la poeta rusa Marina Tsvietáieva (1892-1941) nacía para la literatura española en 1990, gracias a la traducción de Selma Ancira de un conjunto de textos ensayísticos agrupados bajo el título El poeta y el tiempo (Anagrama). A principios del presente año ha vuelto a aparecer en la misma editorial, oportuna y felizmente, aquel trabajo fundacional de la traductora por excelencia de Tsvietáieva. Un poco antes, en noviembre de 2023, Pre-Textos hizo posible que el lector pueda conocer, en traducción de Reyes García Burdeus, los versos pertenecientes al ciclo de La amiga, donde poetiza su trágica relación amorosa con la también poeta Sofía Parnok. La vida de Marina Tsvietáieva no puede comprenderse sin el amor y sin la poesía, esto es, sin la labor reflexiva que llevó a cabo en los textos de El poeta y el tiempo y sin el testimonio pasional de su enamoramiento en La amiga.

Marina Tsvietáieva es el mástil de una bandera que ondea libre en la ciudad del viento, es el destino trágico de esa misma libertad y el precio que hay que pagar por mantenerse firme en todo momento. La primera virtud de Tsvietáieva es la de señalar con el dedo; la segunda, la indiferencia. Pese a quien le pese, pase lo que pase. Es el resultado de haberse comprometido exclusivamente con la libertad o, de otra manera, sólo consigo misma, que es otra forma de decir que se ha comprometido con todo y con nada al mismo tiempo. Sus dos heridas serán la poesía y el amor. Por ellas vivirá y por ellas se sentirá viva. Toma conciencia de la vida a través del dolor que siente en sus entrañas, por la sangre que fluye en su interior. Para ella la vida es el amor pasional, amor por los que corren por su sangre, amor por la palabra exacta, amor por la ensoñación enfebrecida con el otro, con la otra.

Amor y poesía. La amiga y El poeta y el tiempo. El amor y la poesía como dos soplos que le insuflan aliento al alma para soportar los desatados vendavales de la existencia cotidiana, para «permanecer de pie, en el viento». Así fue mientras la llama del amor se mantuvo viva en su corazón a veces rescoldo, a veces hoguera, a veces árbol en llamas, así hasta el fatídico 31 de agosto de 1941, cuando su cuerpo seguía siendo zarandeado por el viento del suicidio y quedó, para siempre, pendiendo grávido de un gancho en el interior de una isba de Elábuga, así hasta que su mente ya no pudo más y abdicó, bandera ajada, de la esperanza. Sobre el suicidio de Maiakovski escribe que fue un «disparo lírico»; el suyo fue con una soga poética con la que puso fin no a una situación concreta, sino que acabó con la afirmación de toda una vida que se remonta a todos los instantes, desde su infancia, y a todos los espacios que habitaron su cuerpo. Sabía que la vida es una estación de la que se parte pronto, a otro lugar. Ese lugar es el silencio, de ahí que cada vez escribiera menos.

Pero este es el final de una vida que tuvo sus comienzos un 26 de septiembre de 1892 en Moscú. En el ensayo que abre El poeta y el tiempo, «Respuesta a un cuestionario», Tsvietáieva repasa su infancia, sus intereses, preferencias y motivaciones, sus trabajos publicados o escritos hasta la fecha, sus espacios emocionales, siempre con una exactitud y un ahorro lingüístico sorprendentes. Es, pues, un breve texto autobiográfico en el que se retrata y que sirve de carta de presentación. En el primer párrafo, su nombre; en el segundo, fecha y lugar de nacimiento; y en el tercero, toda su etopeya sintetizada en una única palabra y una única palabra formando un único párrafo: «Noble». No necesita más. Noble, no de títulos nobiliarios, sino de condición noble, por bondad y sinceridad, por desinterés y distinción espiritual; la suya es la nobleza del alma. A continuación, sendos párrafos para decir quiénes fueron sus padres (Iván Vladimirovich Tsvietáiev y Maria Alexándrovna Mein) y cómo influyeron en ella. Parece que Marina Tsvietáieva dedicó grandes esfuerzos para justificar por qué llegó a ser la que era. En múltiples ensayos autobiográficos (Mi padre y su museo, Mi madre y la música, El diablo, traducidos por Selma Ancira) escribe sobre su infancia, no como una excusa determinista que, en términos psicológicos, explicaría a la escritora adulta, sino como la ruptura intencionada del plan que el destino estaba urdiendo para ella. Ahora bien, no se puede comprender a la poeta si no recorremos el viaje ficcional a su niñez.

Desde sus primeros años vemos a alguien que necesita pasar la realidad por el filtro de la poesía, como única forma de, en muchas ocasiones, hacerse con ella. Nos viene a decir que el mundo está desafinado y es la poesía el único instrumento capaz de hacer sonar «una música distinta». Marina Tsvietáieva no llegó a ser la pianista consagrada que quería su madre que fuese, aunque el ritmo del tan odiado metrónomo, las notas que colgaban como jilgueros del pentagrama, de las cuerdas del piano de su madre, esa musicalidad, la acompañará siempre en la deflagración poética que llegó a ser su escritura. Y de este ritmo interiorizado, de su preferencia por las partituras narrativas de las romanzas, vendrá el uso tan especial que hace del guion para marcar el ritmo de su escritura. Por eso sus poemas siempre tienen rima no así en la traducción, porque la canción es más fácil de recordar, porque la canción eterniza el pensamiento.

Si la madre representa la música, la poesía y la naturaleza, el padre le inculca «la pasión por el trabajo, la ausencia de cualquier afán arribista, la sencillez, el aislamiento». De ambos se sentirá orgullosa, por haberle influenciado en su renuncia a lo material y su amor a todo lo espiritual, en su «carácter espartano» y en entender la vida «de manera sublime». Ya desde niña era ese mesurado torrente pasional que sería durante toda su vida y en todos sus escritos, como poeta y como mujer, pues como dice en El diablo— «lo que se aprende en la primera infancia se aprende para toda la vida». Desde los dieciséis años, confiesa, será un espíritu libre de toda ideología, de cualquier movimiento, de cualquier dogma. Como única posesión declara tener a sus hijos y sus cuadernos de trabajo.

Los otros ensayos que configuran El poeta y el tiempo analizarán los elementos de la comunicación literaria desde el prisma de su particular visión poética. Poco a poco nos va cediendo sus impresiones sobre la concepción de la poesía, el poeta, el lector y el crítico, la carne y el espíritu de las palabras… hasta llegar a una reflexión sobre un emisor muy especial (Rainer Maria Rilke) con un código muy especial (sus cartas).

La imagen que proyecta Tsvietáieva sobre el poeta tiene un importante sesgo romántico, si bien su poesía logró superar los moldes simbolistas y, por su fiel compromiso con la individualidad, también los acmeístas. El poeta es una unidad constituida por la dualidad esencia-forma, alma-palabra, sentimientos-escritura, si bien considera que la esencia es la forma. El poeta es definido por el conocimiento privilegiado que tiene de lo visible y lo invisible, aunque necesita de lo visible («un poco del léxico y de la vida cotidiana») para poder expresar lo invisible. He ahí la función heurística de la poesía. Digamos que es la respuesta dada, a priori, de una pregunta no hecha: la inspiración. Y en la identidad del poeta está, además, la imagen mítica del emigrante, la de aquel que ha sido desterrado del paraíso celestial para ser también expulsado, sin contemplaciones, del mundo terrenal; el reino del poeta es un limbo extraño, ajeno y alienado, el espacio y el tiempo del descontento y del dolor: «Esta simiente de simientes del poeta —dejando de lado la indispensable capacidad artística— es la fuerza de la tristeza». Y este poeta que va presentando no es sino ella misma, la enigmáticamente-triste.

En sus cartas y en los apuntes de sus cuadernos, Marina Tsvietáieva hace referencia a sus andrajos de ropas viejas. Fue un poeta (ella siempre se nombraba como poeta, en masculino, justificado por ella misma por el deseo —y consecuente decepción— de su madre de que fuera, al nacer, un niño), un poeta y una mujer para la que las apariencias, las formas, los círculos establecidos, los códigos aceptados no formaban parte de su vida. Las cosas eran totalmente prescindibles, todo era superfluo. Todo, menos el alma, otra vaga forma de decir el milagro, la vida vivida en la pasión, en el escalofriante ardor de los sentimientos, allí donde se consume el tiempo. La gracia del poeta, del buen poeta imprescindible, es ser contemporáneo de todos los tiempos posibles, incluido el suyo, es decir, difuminar su capacidad de influencia como polen por el campo de la eternidad. De otro modo, Cervantes es más contemporáneo que la inmensa mayoría de los escritores vivos actuales, que los que fueron y que los que serán.

Ut musica poiesis. La herencia materna de la música le dejó una huella tan profunda que muchos años después, cuando se ponga a reflexionar sobre el arte de la escritura poética, vendrá a reivindicar la necesidad de oír correctamente la melodía que escucha en su interior como génesis de la creación literaria. Según Tsvietáieva, el poeta no escribe, sino que transcribe lo dictado por alguna fuerza superior que le susurra al oído los versos ya escritos en algún otro lugar: la mano del Creador está a punto de rozar al pobre mortal. Y como el niño en la escuela, debe permanecer atento para no perder la lección y reconstruir el ritmo. En lo sublime, el silencio y la soledad —la autenticidad propia del que, errando en la tierra, está destinado a cantar la esencia del cielo— son condiciones esenciales del arte. Oh, música callada, oh, voz muda. Ese ente que hace sonar la lira es nombrado de distintas maneras, como genio, inspiración y voluntad, como intuición. Los dioses le dan el primer verso («las más de las veces [se presenta] como el último dístico») y, a partir de él, levanta todo un edificio de emociones y palabras, rellenando huecos con la mano de su oficio. El arte es una necesidad, porque nadie le dice que no a dios: «Escribo porque no puedo no escribir»; porque dios pronuncia la verdad, la verdad de la poesía, que es «como una inyección en el corazón de la Eternidad». La visita de las musas es un instante sagrado: el poeta percibe algo impreciso, se deja seducir para que penetre en él y, extasiado, esa voz aletea mínimamente en su interior «como la huella de una luz o de una pérdida». El poema es una canción que el poeta no sabe cómo empieza ni cómo termina, sólo sabe que es, y que es la verdad. Luego, toca pulir, deshacer, borrar y tirar. Pero eso es ya humano.

¿Por qué y para qué escribir? Marina Tsvietáieva dirá que escribe para la poesía misma, para aquel dogo de su infancia, para ganar dinero y tener así la libertad de escribir lo que quiera, para tener tiempo y, sobre todo, para crear su tiempo, pues el poeta no tiene que ser el pintor que refleja sus circunstancias, sino el creador del tiempo en que le tocó nacer: El poeta y el tiempo. Los primeros decenios de la Rusia del siglo XX son Marina Tsvietáieva, como también son Anna Ajmátova, Ósip Mandelstam o Borís Pasternak. ¡Qué cerca sitúa de Dios la rusa Tsvietáieva a los poetas!

Al final de la cadena de la comunicación poética se encuentra el lector, que no debe ser pasivo, sino que su función es la de re-construir o co-crear, descifrando, interpretando, extrayendo el misterio. Al igual que el escritor tiene que saber oír, el lector, el buen lector de poesía, tiene que saber ver. La única materialización del saber es el conocimiento. Por ello, es indispensable que el lector conozca perfectamente toda la obra del poeta, que la reciba, la haga suya y que la ame, porque sólo se ama a aquel con quien se comparte (partir-con) la vida, a aquello que ha sido interiorizado y ya no son dos sino una unidad indivisible, irrefutable, borrada. De ahí que Tsvietáieva maldiga a los críticos ciegos, a los críticos cultos y cobardes que no ven más allá de su presente, a los críticos ignorantes que opinan de oídas y al sesgado crítico prontuario de la forma. «El único maestro: el propio trabajo. El único juez: el futuro».

Después de leer las reflexiones sobre el oficio de poeta de Marina Tsvietáieva, uno tiene la precaución de pensar que lo que escriba debe ser justo, acertado y fiel a la verdad, como si la poeta pudiera volver de no se sabe dónde y reprendernos por la superficialidad de los argumentos. Como si, por detrás de mí, mientras escribo el borrador de estas líneas, casi sin ser notada, sus ojos inquisidores se clavaran en estas palabras. Porque estoy convencido de que cada uno escribe como ama… o como deja de amar. En ello está en juego toda la naturaleza de nuestro ser. Por eso, amor y poesía son dos absolutos difícilmente divisibles en la escritura de Tsvietáieva, que fue (¿que es?) la poeta que amó con todo su ser el ser de la poesía y amó para alimentar el fuego de la poesía. Fue consciente de sus milagros, el del amor y el de la poesía, que le permitían tener diez amantes y ser, de una vez y para siempre, siete poetas y otros tantos prosistas al mismo tiempo. Ahora bien, aunque existan muchas Marinas Tsvietáievas, todas están unidas entre sí por la fuerza de la pasión.

Marina Tsvietáieva fue una mujer que necesitó amar el amor, en un proceso ideal que encarnaba en distintos amantes, desde su infancia. Su primer gran amor, el gran amor de su vida, fue el diablo. Luego vinieron otras corporeizaciones de él, en hombres y mujeres de todo tipo, con la silueta común de ser personajes melancólicos, a veces tristes y a veces angustiados, idealistas y soñadores, heridos por el dolor de estar vivos, vinculados al arte y especialmente a la poesía. Todo alma, nada material. Todo espíritu, nada terrenal. Fue una mujer de enamoramientos necesarios para vivir, que en Tsvietáieva es lo mismo que decir para escribir. Sus encandilamientos, como pompas de jabón, hermosas y brillantes mientras pululan libremente, saltaban por los aires al contacto con la superficie de la realidad. Eran el viento que soplaba e inspiraba sus poemas. Una vez que cumplían su función, eran fríamente aniquilados, sustituidos, degradados, reducidos a un minúsculo charquito maltrecho del pasado, los restos de la pompa de jabón.

Su gran amor, el amor al que prometió a Dios que seguiría como un perro fiel durante toda su vida (no creía en Dios) si lo devolvía sano y salvo de la guerra, fue el poco práctico Serguéi Efrón. Luego tuvo dos amores mayores con los que las ideas bajaron a la tierra y se corporeizaron en relaciones sexuales consumadas: primero, Sofía Parnok; luego, Konstantín Rodzévich, cuyas cartas de amor también han sido traducidas por Reyes García Burdeus. Y, más allá de esta tríada, una legión de amores platónicos o ideales, más soñados que reales, pero sobre los que colgó los fastos y oropeles de la retórica amorosa, los amores a distancia, vendado y ciego Cupido, y el amor en sí mismo, por las almas de cuerpos que a veces ni se cruzaron en el mismo espacio, entre los que destacan sus diálogos con S. E. Holliday (Sóniechka), Rilke, Pasternak o el delator de la naturaleza imaginativa de sus destinatarios amorosos, Anatoli Steiger. Porque, como escribe a uno de esos enamoramientos, Alexandr Bájraj, en 1923, puede llegar a tener diez relaciones a un mismo tiempo y asegurarle a cada uno que es el único amor de su vida. El ensueño es el escenario donde se representarán todos estos idilios.

Desde el primer poema del ciclo poético de La amiga, su relación con Sofía Parnok está enmarcada en los límites de la excepcionalidad, en el ámbito de la heroicidad y la demonización del amor. El triunfo de Eros bajo el yugo del Pathos y la definitiva victoria de Thanatos sobre aquel. Es la manera que tiene Tsvietáieva de decir que su amor no es de este mundo, que rebasa las barreras del amor cotidiano y al uso, y se desprende de la tierra para volar por el espacio eterno del cielo. Sin embargo, también el ángel alado, un día, se sintió tentado por la carne, por el placer y por la lujuria; también el ángel de los ideales se desprendió, una vez, de sus alas y cayó Ícaro sin soberbia—, con toda su gravedad, a la tierra. Desde muy niña, Marina se sintió atraída por el lado oscuro de la vida. Mientras otros parloteaban con su dios, ella mantenía una atracción irresistible por el diablo. Su hermanastra Valeria, para atemorizarla, la llamaba a su habitación y le decía que al fondo de la misma estaba el demonio; la niña Tsvietáieva, con apenas cuatro años, seducida y ansiosa de verlo, entraba en el juego de aquella, fingiendo miedo e inseguridad. Pero ella veía «realmente» al diablo: una figura masculina ingente, desnuda y de piel escurridiza y brillante, tan gris como la tarde más sombría, sentada en la cama, con la mirada irresistible del pecado que se clavaba en lo más hondo de su víctima. Nunca más lo volvió a ver, pero ya le acompañaría toda su vida y para él escribiría. Este diablo volverá a ser una y otra vez en la vida de Marina Tsvietáieva la pasión: es lo oculto y misterioso, aunque real, lo íntimo y puro de uno mismo, lo no siempre confesado, pero que portamos dentro, como un secreto, como una verdad, como la vida desnuda. En el ciclo de La amiga, el diablo encarna la forma de su amante Sofía Parnok, «mi demonio de prominente frente», que, como indica el título es «la amiga», pues la amistad es, para Tsvietáieva, algo más que el amor.

Deben leerse estos poemas, especialmente el primer poema, a la luz de las palabras bíblicas de san Juan: «El que practica el pecado es el diablo, porque el diablo peca desde el principio. Para esto apareció el hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo» (3: 8). Pero sabemos que Dios no existió en la vida de Tsvietáieva y que el suyo fue un Dios-Diablo que habitó a sus anchas en el alma de una mujer incapacitada para la vida y para la felicidad. Así, el primer poema, de un total de diecisiete, es el retrato de Sofía Parnok como aquella que banaliza el amor, amor fati, amor trágico, sobre la que se cierne la «nube amenazante» del pecado, la de las seducciones y la que la acompaña por siniestros caminos, la que es amada

Por este temblor, porque, ¿quizá
esté soñando?
Por ese irónico encanto
de que usted no es él.

Ese él es el diablo, que es y no es al mismo tiempo su provisional amante, la misma que será sustituida por otros. El diablo es, en suma, la entrega absoluta de todo su ser en el amor.

El alma de la poeta Tsvietáieva atraviesa cada una de las fases de sus enamoramientos-desenamoramientos de sus idilios cerebrales, que, con Parnok, también fueron pasiones terrenales:

El mismo entusiasmo piedad deseo de colmar de regalos (¡de amor!) y el mismo al cabo de un tiempo: ofuscamiento enfriamiento desprecio.

Son las seis estaciones de penitencia que atraviesa su particular via crucis amoroso. El primer movimiento de apertura es, paradójicamente, un sentimiento profundo de tristeza, que es en Tsvietáieva el ADN del amor. Una vez identificado que es amor verdadero, terrenal o celestial, se inicia el milagro:

1. Entusiasmo: confiesa que la ama y la describe pormenorizadamente en distintos poemas: cuello-tallo, ojos-lunas, labios sinuosos, frente prominente, cara ovalada y, por encima de todas estas cualidades, las manos, protagonistas del amor. Estas son el látigo que aviva la pasión terrenal, el sentido a través del cual se accede al cuerpo de la amada («Irrepetible mano, / bellísima mano») y las que acariciarán los rojizos cabellos de Sofía. Este primer enamoramiento corporal hace que se olvide hasta de sus propios versos y no escriba; pero la exaltación es tan honda, es tan elevada, que no le importa, «porque el corazón está demasiado lleno».

El amor es vivido por Tsvietáieva, siempre que se interponga la carne, como lucha; son los indicios terrestres. Por eso se rajará las vestiduras de su cuerpo para mostrar desnuda su alma. La hostilidad corporal permite leer las múltiples alusiones bélicas del poemario: «¡este corazón se toma por asalto!». Es la ecuación irrefutable del destino trágico de su existencia: vida – pasión – dolor. El sufrimiento encuentra calor en el corazón de la poeta, porque su corazón es hogar, viva llama de amor, porque ella es un espíritu evanescente signado para sufrir y no para hacer sufrir.

Pero la auténtica y siempre sincera Tsvietáieva, la que nunca deja indiferente a nadie, el estenógrafo de la vida, en honor a la verdad, nos deja una pincelada de la prosopografía de Parnok que provocará en el lector aunque sea un mínimo cambio de rictus, por complicidad: «todo en ti me gusta a rabiar», afirma con generosidad, y añade, «¡incluso que no seas hermosa!». Esta fealdad se extenderá lenta, progresiva y ciceronianamente por su interior, como una metástasis.

2. Piedad: el amor entrañable, o el amor de sus entrañas, aparecerá en la calidez de las caricias, en la caída del pañuelo como invitación al diálogo amoroso, en la promesa de robarle a una virgen una joya de la que se había prendado la caprichosa Parnok o en el juego infantil de burlarse de Marina. En esta segunda fase del amor, la amada inaugura el mundo.

3. Regalos: son múltiples los dones con que quiere agasajar a su amada (peinetas, anillos brazaletes, cadenas y pendientes). Estas alhajas tienen la finalidad de espantar a los malos espíritus, para que no entren en sus almas enamoradas. La Tsvietáieva lúcida recupera continuamente sus creencias, su fe en el diablo, que es lo oscuro y misterioso de las supersticiones. Así, aparece en La amiga la escena de invocación del diablo, cuando, sin querer, derrama la sal; la lectura del destino en el poso del café; el rey de corazones en la cartomancia para el triunfo del amor, por el que, celosa, se enfadará Sofía Parnok; o la interrogación al espejo.

4. Ofuscamiento: no sólo se enfurecerá esta vez Sofía Parnok, sino que sus continuos dolores de cabeza la convierten en un ser insoportable. En este momento entran en juego el enfado, los celos y, pronto, la ira, como antesala del desprecio. Aquí y allá se lamenta de aquel amor, de su naturaleza de lucha («mirada contra mirada») y de su indignación por no poder, aún, olvidarse de la que tontea con su abanico, la que se muestra insolente como un niño «en cada venita y en cada huesecito / en la configuración de cada perverso dedito».

5. Enfriamiento: es el turno del olvido, del «arte querido del olvido» que «ya le es tan familiar a mi alma», confiesa en sus versos, que son estos restos hechos añicos de su corazón.

6. Desprecio: ya ha pasado la tempestad. El olvido ha hecho su trabajo y queda sólo el recuerdo desapasionado de lo vivido: «¿Qué quedará de mí, / en tu corazón, peregrina?». El fuego se ha apagado y puede decir abiertamente que Sofía Parnok fue un ser ruin y, despectivamente, evocarla como la «desconocida de frente beethoveniana». En consecuencia, considerará afortunado a aquel que no se cruce en su camino, antes de la despedida definitiva: «Le doy mi bendición / donde quiera que se halle». Y concluye, tajantemente: «Y márchese». Niega y afirma al mismo tiempo; niega este amor carnal y afirma su destino trágico: la fragilidad de la belleza de la flor, como metáfora del reino contradictorio del amor.

Amante y amada personifican la diversidad suspendida, neutralizada en la unidad del amor, como ríos, como afluentes que se funden y confunden el todo inmenso y ya deforme del mar, de la vida. Marina Tsvietáieva y Sofía Parnok llegaron a convivir tras el reclutamiento de Serguéi Efrón como enfermero en el frente, del lado de los Blancos. Los poemas de La amiga relatan la tormentosa relación que mantuvieron. El fin de este amor llegó en enero de 1916, cuando, tras regresar de un viaje a San Petersburgo junto a Mandelstam, Marina encuentra en la cama de Parnok a otra mujer, «muy grande, gorda, morena». Como con todos sus enamoramientos, este le confirma que ha venido al mundo a sufrir.

Stanislaw Jerzy Lec, otra víctima más de Stalin, escribe en uno de los aforismos de su larga melena de Pensamientos despeinados (Pre-Textos, 2014) que todo el mundo debería tomarse un día libre de la vida. Conociendo la biografía y la obra de Marina Tsvietáieva, se podría decir que ella se tomó libre toda una vida. La libertad circulaba por su pensamiento, por su interior, y no por los moldes formales de la rutina gris de la cotidianeidad. Es difícil conducirse en un laberinto en línea recta. Así se transita por el alma de Tsvietáieva. Sabemos a dónde nos conduce, cuál va a ser la salida, pero, ay, es tan difícil recorrer algunos caminos. La suya no es una escritura fácil porque su pensamiento tampoco lo fue. Tampoco su tragedia. Despojó al verso de todos los elementos extraños a la propia poesía y se abrió camino por la intrincada senda de lo anecdótico para alcanzar un espacio inmaculado y virgen, un claro del bosque ahíto de luz: la esencia del amor y de la poesía. Leerla es asistir al desmontaje del alma, como si, niños curiosos, viéramos al relojero manipular los mecanismos del reloj. Escribe desde las entrañas y se mueve por los recodos de la conciencia, que, en ella, lindan con los pliegues del alma. Creó una música distinta, un idioma nuevo.

Así que tú, lector, ne daigne!, ¡no te dignes!

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