Crónicas en órbita

Felisberto Hernández, de literatura y muñecas de porcelana

Galería de imposibles #1

El escritor uruguayo Felisberto Hernández

Todos los escritores imposibles tienen en común que su estilo es precisamente no haber alcanzado estilo alguno, de modo que su literatura es más un brote que un fruto, más una chispa que una luz. Lo cual no es un defecto, exactamente. Todos estos extravagantes sublimes son artistas en el sentido más puro de la palabra. Sus textos son fotos sin filtro, vino sin conservantes, autenticidad. No necesitan más que un lector paciente, entregado, que considere que es mejor una frase lúcida en un mar de confusión que navegar trescientas páginas de esa literatura comercial y premiadísima, de cartón de hipermercado, en la que alguien que ni siquiera intuye qué es el arte aspira a contarte un episodio de la guerra civil con un vocabulario de trescientas palabras y expresiones al alcance de un repetidor de la ESO.

Aunque podría haber elegido cualquiera de los ya mencionados, Felisberto Hernández (1902-1964) parece apropiado para comenzar esta galería de imposibles, precisamente porque la suya es una escritura que parece condenada irremediablemente a la orilla del arte, al extremo oscuro del escritor que siempre vuela bajo radar, a la lista de los eternamente desaparecidos. El uruguayo pertenece a la nómina de autores que ya eran malditos la primera vez que se pusieron frente a un escritorio. Tiene que ver con su escritura: rara, arriesgada, malcocinada, sublime. Tan pronto empiezas a definir su literatura tienes que disculparte por no haber llegado a captar su esencia, preguntarte por qué hacía lo que hacía. No es fácil llegar a conclusiones que probablemente ni siquiera el autor alcanzó.

Cómo me hubiera gustado compartir tiempo con él, intercambias palabras, tantear su talento para la escritura de catacumba. Este tipo de escritor feroz suele tener el ego mal medido, despachándolo en exceso para cuestiones estériles y sintiéndose la cabeza de un alfiler para lo que de verdad importa. Esto no es mera suposición, sino que ha quedado en su escritura. Felisberto Hernández pasaba de la presunción más abusiva a la definición de su insignificancia en apenas unas palabras de distancia:

La noche que di mi primer concierto me pareció que había aparecido en el mundo un nuevo pianista. Aunque el mundo no se diera cuenta de esto (como era muy natural) y el pianista fuera de la fuerza más débil, era cierto que había aparecido. Lo mismo sería el haber nacido en el medio del África una planta entre medio de otras. Pero existía concretamente y se podía ver y palpar.

El uruguayo es por tanto un gran escritor que ni siquiera es escritor, o al menos no lo pareció nunca. Se presentó ante el mundo como pianista, y así se ganó la vida. Recorría las ciudades buscando un lugar donde le dejaran tocar, sintiéndose un nómada de la partitura. Insistía mucho en ello en sus escritos, en lo de ganarse la vida al piano, y era un tipo tan genial que hablaba en un mismo párrafo de su vida personal y de los errores de Dios al crear el mundo:

[…] si yo me supongo un Hacedor del mundo con mi condición humana personal, diré que creo que le han salido muchas cosas sin querer, sin estricta relación, sin lógica; que le han salido algunas cosas muy lindas, otras muy feas y otras regulares. Y si supongo al Hacedor con la condición de muchos otros, de los de toma y daca, no le debo al Hacedor ninguna cuenta, puesto que he vivido, en estos países, como concertista de piano.

Carol Prunhuber, que escribió mucho y bien sobre él, dijo que el mundo de Felisberto Hernández giraba sobre tres ejes: el agua, el silencio y la memoria. No parecen malos materiales de inicio para un escritor que apenas escribe, y que cuando lo hace tiene más presente la urgencia de la resaca que la paciencia del teclado. El autor de Libro sin tapas escribió una vez: «No debo tener eso que llaman imaginación. Pero creo que ni la necesito», frases que tiran por tierra todo lo que se enseña en los talleres de escritura.

Desde su lado más narcisista, Felisberto Hernández jugaba a descodificar su propia obra, como si la escribiese e interpretase al mismo tiempo. Ya les digo que los artistas tienen graves problemas para manejar su singularidad. En uno de sus papeles póstumos apareció este párrafo maravilloso:

He decidido leer un cuento mío, no sólo para saber si soy un buen intérprete de mis propios cuentos, sino para saber también otra cosa: si he acertado en la materia que elegí para hacerlos: yo los he sentido siempre como cuentos para ser dichos por mí, esa era su condición de materia, la condición que creí haber asimilado naturalmente, casi sin querer; por eso quiero saber si eso es una parte íntima o necesaria de ellos mismos, o por lo menos si es la manera preferible de su existencia.

Me gusta eso de «acertar en la materia que elegí para hacerlos», porque todo arte depende mucho de la materia prima que el artista escoja para forjar los sueños. También da mucho que pensar la formulación de los cuentos como un fruto que solamente se muestra de la manera adecuada si lo lee su escritor, algo chocante, tan peregrino como si Chopin —otro pianista— restringiera sus partituras a la interpretación que él mismo pudiera realizar.

Resulta curioso que los autores menos conscientes de su obra sean con frecuencia los mejores. Creo que tiene que ver con el hecho de que te puede resultar más sencillo llegar a ser un artista puro cuando no te preocupa demasiado no serlo. Lo más valioso del surrealismo de sus cuentos —a esta etiqueta de vanguardia se le suele vincular— es que no parece una pose o la adscripción a una corriente literaria, sino las creaciones de un tipo que consideraba que no hay mayor absurdo que la existencia.

Para que un autor ingrese en la galería de imposibles, sin embargo, no es suficiente con su obra. En realidad nunca es suficiente con la obra, por mucho que esos filólogos cientifistas griten contra el biografismo. El arte es cuerpos, pasos, biografías, vidas. Y la de Felisberto Hernández superó cualquier expectativa. Si se animan a leerle, están obligados a bucear en su vida de manera paralela. Son profunda, trágicamente complementarias. Un pianista vagabundo que mendiga actuaciones por Uruguay y Argentina. Que marcha a París para escribir, donde conoce a María Luisa, una modista con la que estuvo casado dos años. Un escritor que muere sin saber que su mujer se llama en realidad África de las Heras. Que es espía rusa, bajo el nombre en clave de Patria. Que su único interés por conocerle bien pudo ser introducirse en la sociedad uruguaya y pasar información al otro lado. Que fue su mujer quien informó del idilio entre Kahlo y Trotsky. Que algunos de los nombres que África de las Heras utilizó fueron «María de la Sierra», «Ivonne» o —atentos— «María Pavlovna». Sublime.

Con esta muestra biográfica ya pueden imaginar que su vida fue aún más surrealista y vanguardista que su obra. Desde que se hiciera pública la noticia de que convivió durante dos años con una espía, cientos de lectores enfermos de Felisberto Hernández buscan en la producción del autor uruguayo pistas que nos demuestren que alguna vez supo quién era realmente su mujer.

Si se preguntan por dónde empezar a leerle, yo les aconsejaría que utilizasen como pórtico de entrada Relatos para piano (Jus, 2018). El primero de los relatos ahí reunidos es «Las Hortensias», un cuento que nos habla de las oscuridades del amor, las relaciones de pareja, la obsesión por las muñecas y la vida de un concertista de piano. El cuento fue un regalo de compromiso de Felisberto a María Luisa / África / Ivonne / Patria. También trata sobre un marido que deja de ver la diferencia entre una muñeca y su mujer. Se imaginan la interpretación que los felisbertistas hacen del mismo: la mujer y su doble, quien se ha casado conmigo y quien informa al NKVD, después KGB.

Al autor uruguayo le atormentaba que, por mucha que sea la pericia del escritor, jamás alcanzará la profundidad real del lenguaje, que no será capaz de encerrar la magnitud concreta de la palabra. Su preocupación encaja con una gran verdad de la literatura: que solamente a los buenos escritores les preocupa fallar al lenguaje. Tiene fragmentos sublimes al respecto:

Pienso decir algo de alguien. Sé desde ya que todo esto será como darme dos inyecciones de distinto dolor; el dolor de no haber podido decir cuanto me propuse y el dolor de haber podido decir algo de lo que me propuse.

Felisberto Hernández dedicó mucho más tiempo a la música que a la literatura. Sin embargo es y será recordado exclusivamente por cuanto escribió, esas líneas extrañas que distraía entre concierto y concierto.

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