Horas críticas Analógica

«Magma», de Thora Hjörleifsdottir: A veces el amor finge estar

El amor y su instante inadvertido. A veces aparece y nos devana como ovillos en un mundo nuestro, hecho de roce magnífico, chispas de dolor y placer, excesos e ilusión. Se desconoce la puerta por donde ha entrado, el momento exacto en que ha cruzado el umbral. Tampoco se saben con certeza las razones. La indefinición concede misterio a su génesis. La incertidumbre se hace lógica y hábitat. Y, sobre todo, dificulta darse cuenta de que se pasa una larga temporada flotando en una sustancia espesa y viscosa. Una materia orgánica tan dulce y tan dañina que resulta espinoso discernir sus límites.

Thora Hjörleifsdottir (Islandia, 1986) surca lo cotidiano en Magma, su primera novela, para explorar en pequeñas dosis las vivencias de Lilja tras enamorarse de un joven universitario. Hasta aquí el argumento es archiconocido: chica conoce a chico en 2007 en Reikiavik, y el resto es narrar las omisiones que empañan este tramo de vida. «En el silencio florecen la vergüenza y el aislamiento y si nadie rompe este secretismo, el cuento se repite una y otra vez», advierte la autora en la primera página.

Frase a frase, Hjörleifsdottir visibiliza una caída abrupta en la fosa de una relación ponzoñosa. El idilio empieza con resaltar la suavidad del territorio de las afinidades, las mariposas en el pecho. Compartir un estilo de vida sin carne, el gusto por los libros, por Jacques Derrida, por un determinado cine, es la argamasa de una apacible sensación de unión que no tarda en convertirse en tormento. La autora apunta y dispara contra la falacia de que el vegetarianismo estimula la bondad. Diana perfecta. En este sentido, Magma no cuenta con un punto de inflexión, ya que se percibe desde bien temprano que asistimos al avance de una historia de manipulación y vejación.

Cuando el maltrato psicológico no se expresa, se asume con docilidad la culpa. Entonces arranca el proceso de autodestrucción. «Pero yo era la mujer-teflón: todo me resbalaba». La fuerza de voluntad merma y cede terreno al aislamiento. Lilja se aleja poco a poco de sus amigas, de sus padres, de su antiguo barrio, de las clases en la universidad, y se instala en la telaraña que ese hombre teje con sigilo. Lilja se culpa por las nimiedades, los caprichos y los cambios de humor de un narcisista de libro. Incluso cuando él le es infiel, siente que ella está obrando mal, o no está dando lo mejor de sí misma.

«Lo mejor para mí sería cortar con él y dejar de estar tan tarumba. Pero no aguanto mucho tiempo lejos de él, no sería capaz de perderlo». Cuando el suelo del maltrato psicológico está muy bien abonado, se da el salto al abuso físico. Él pide más y más, una avaricia sin medida: prácticas sexuales que a ella le repugnan, conductas de convivencia que solo afianzan su control y poder, berrinches para minar los deseos de ella, celos desmesurados e inexplicables, y amenazas de separarse cuando ella toma la iniciativa respecto a cualquier asunto. Todo un manual de estrategia para que Lilja sucumba a un silencio forzoso. Y los silencios oscurecen los días de la protagonista, prolongan su agonía y, al final, afloran de las sombras vestidos con los peores presagios.

«Ya me ha pelado como una cebolla. Me he quedado en nada, envuelta solo por una finísima piel, y me escuecen los ojos». En lo hondo de la fosa, Lilja habita la ceguera de las mentiras que se inventa. Miente a su madre y sus amigas, se excusa con imaginación torpe solo para seguir manteniendo a flote la gran farsa que la rodea. El maltrato como mecanismo de vida paralela. Alternativa hueca y sin futuro. Y sí, cuando no puedes huir de la opresión que te anula, te autodestruyes a conciencia y luego perseveras en la mentira. Es el bucle vicioso al que te someten los fantasmas de la violencia mientras te susurran al oído que serán tus compañeros para siempre, que no puedes esconderte de ellos ni de sus verdades.

Una verdad: «Me violaron un fin de semana, puedo jurar que no estaba ligando con aquel tipo, no me molaba en absoluto, pero así pasan las cosas, todas perdemos la virginidad de algún modo». Otra verdad: «No lo voy a dejar. No quiero volver a casa de mis padres, ahora es él quien cuida de mí». Una sucesión de escalofríos, golpe a golpe, en cada párrafo. Así están las cosas y así de descarnadas nos las ofrece Hjörleifsdottir.

Thora Hjorleifsdottir, autora de «Magma». / Foto: Gunnlod Jona — Galaxia Gutenberg

Hay que destacar que la espontaneidad del estilo de la escritora islandesa le otorga una gran viveza al relato. Por momentos, las frases dibujan siluetas en el aire delante de un lector perplejo que aparta la mirada para no traumatizarse. Los capítulos breves —algunos, meros aforismos de angustia muda; otros, tachaduras de desasosiego a gritos— recuerdan inevitablemente tanto a Alessandro Baricco como a Agota Kristof. La elección de la prosa fresca, carente de adornos, es de un acierto mayúsculo en esta novela. Una destreza formal que desenmascara la virulencia del maltratador y el desamparo de la maltratada.

«Por fin me ama, pero ya he perdido tanto el norte que no consigo disfrutarlo», confiesa Lilja como si hubiese logrado una victoria amarga, la del amor sin deleite. ¿Acaso existe tal sentimiento? A veces el amor finge estar. Pero a todas luces es humillación, corrosión lenta e inevitable. Carcoma. Es este magma.

 


MAGMA
Thora Hjörleifsdottir
Traducción de Elías Portela
GALAXIA GUTENBERG
(Barcelona, 2023)
168 páginas
15,50 €

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