«¡Las Iglesias murieron! Murieron…»
(Cuando acecha la maldad, 2023)
En 1993 se estrenaba Cronos, primer largometraje del cineasta mexicano Guillermo del Toro, una obra barroca y deslumbrante en su oscuridad, que tanto adolecía de las taras inherentes a la imprudencia de cualquier debut como rebosaba de su vehemente libertad. A propósito de esa mezcla de arrogancia e inconsciencia de toda ópera prima, el español Rodrigo Cortés argumenta que las primeras películas «deberían rodarse como si al director no le fueran a dejar hacer otra». La invención de Cronos —como se tituló originalmente— era una osada alquimia del mito fáustico-nosferatuesco sobre un artefacto-insecto que se alimenta de sangre y cuyo poder otorga la eterna juventud. Una alegoría acerca de la inmortalidad que es, en esencia, la de la fantasmagoría del relato clásico y la del propio cine. Con ella, Guillermo del Toro conformaba gran parte del imaginario del cine fantástico y de terror de las siguientes décadas. Curiosamente coetánea, la película de Álex de la Iglesia El día de la bestia, estrenada en 1995, supuso el renacer del fantástico español en medio de una década infectada de lo malsano del cine y la televisión norteamericanos. Una década que allí inaugurarían El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991) y Twin Peaks (David Lynch y Mark Frost, 1990-1991), y que continuarían Expediente X (Chris Carter, 1993-2002) y Se7en (David Fincher, 1995).
El tiempo —Cronos, precisamente— le reservaba a Guillermo del Toro cierta eternidad en la historia del cine mexicano, aupándolo hasta el máximo de los reconocimientos, el Óscar a mejor película y mejor director, casi un cuarto de siglo después. Con La forma del agua (2017) coronaba una filmografía referente del fantástico latinoamericano, incluyendo coproducciones españolas en las que incluso había podido abordar el género como válvula de escape de los horrores de la Guerra Civil, véanse El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006). Las recientes Pinocho (2022), desde la libertad del cine de animación, o su Gabinete de curiosidades (2022), como anfitrión de narración seriada —a lo Alfred Hitchcock presenta de nuestros tiempos—, dan cuenta del excelente estado de forma en el que se encuentra una de las mentes más creativas y dotadas del cine fantástico y de terror de su generación. No en vano, en 2024 iniciará el rodaje de su nueva versión de Frankenstein, un proyecto hacia el que su travesía filmográfica parecía abocarlo irremediablemente.
Además de ganar los Óscar y el León de Oro del Festival de Venecia, La forma del agua fue la película escogida para inaugurar el Festival Internacional de Cine Fantástico de Catalunya en la celebración de su cincuentenario, nada más y nada menos. Es precisamente el Festival de Sitges, termómetro inequívoco del cine de género de su tiempo, el lugar al que este trayecto nos ha llevado y donde deberemos instalarnos para pulsar las propuestas que el último cine latinoamericano ha traído a estos lares. Y es que la última parada de ese viaje es clara, sonada e inevitable: la película argentina Cuando acecha la maldad (2023), de Demián Rugna, primera producción de Latinoamérica en ganar el premio a mejor película de Sitges en toda la historia del certamen.
En aquella edición de 2017, Demián Rugna ya presentó su filme Aterrados: el cineasta bonaerense nos trasladaba a un tranquilo vecindario en el que comenzaban a sucederse extraños y escabrosos acontecimientos sin otra explicación que la presencia de fuerzas del más allá. No resulta forzado, pues, encontrar un estilema autoral, espejado en Cuando acecha la maldad, en esa representación extrema y liminal de lo maligno y lo innombrable. A nivel narrativo, además, los poderosísimos planteamientos y sobrecogedores primeros minutos de ambas cintas conllevaban el insalvable yugo de una sensación de desinflamiento en sus últimos tramos. Como fuere, en Aterrados y Cuando acecha la maldad muchos han visto la guinda generacional de un grupo de cineastas argentinos de género: Valentín Javier Diment —La memoria del muerto (2011) y El eslabón perdido (2015)—, Ezio Massa —2/11: Día de los muertos (2012) y 5 A.M. Cinco ante los miedos (2016)—, Adrián y Ramiro García Bogliano —Sudor frío (2010), Penumbra (2011) y Expansivas (2020)—, o Luciano y Nicolás Onetti —Francesca (2015), Los olvidados (2017) y Abrakadabra (2018)—.
Pero no solo en Argentina podemos rastrear esa reciente genealogía. De Brasil llegó el extravagante y lisérgico neo-retro-wéstern distópico Bacurau (Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles, 2019), que se alzó con el premio del jurado en Cannes y los de la crítica y mejor dirección en Sitges. Su singularísima deriva, a medio camino entre el spaghetti western y el cine de John Carpenter, puede leerse también como una alegoría política de los peligros de Bolsonaro, lo cual apunta hacia «lo fantástico como síntoma de lo político» en el cine latinoamericano actual. Remitimos para ello al investigador Sergi Ramos Alquezar, que en el nº 16/2021 de la Revue d’Etudes Hispaniques —de la Université Paris 8— analiza la película guatemalteca La llorona (2019), de Jayro Bustamante, y la coproducción colombiana-brasileña Los silencios (2018), de Beatriz Seignier, basándose en el concepto de «justicia espectral» elaborado por Jacques Derrida a partir de su lectura de Hamlet.
Heredera de la valentía formal de Lucrecia Martel, deudora del cine del cuerpo de la Claire Denis de Trouble Every Day (2001) y alineada con la portentosa fuerza de la Julia Ducournau de Titane (2021), emergía la mexicana Michelle Garza con Huesera (2022). Impresionante debut —como aquel de Guillermo del Toro— que pudo verse también en Sitges y que enhebra con sutil maestría los miedos y conflictos de la maternidad con la punzante aguja de una puesta en escena de body horror e influencias del terror asiático, Huesera se basa en una leyenda nativa mexicana. En su íncipit, la joven protagonista embarazada hace una ofrenda —rodeada de mujeres cantando «La Guadalupana»— a una imponente efigie de la Virgen de Guadalupe, una de las tradiciones católicas más arraigadas en México. Sin embargo, a lo largo de su metraje Huesera intercala imágenes de esa virgen en llamas, lo que parece apuntar a una asfixiante representación del miedo y la ansiedad ante el hecho de ser madre. El mito popular de «La Huesera» habla de una mujer de aspecto casi animal, que camina por el desierto recogiendo huesos de animales muertos y los agrupa para formar un esqueleto completo, al que da vida con el calor del fuego. Esta capacidad de crear un ser a partir de los restos de otros hace que pueda ser considerada una siniestra figura maternal. Pero Michelle Garza aprovecha también esos huesos para representar lo quebradizo del cuerpo, el peso de los atavismos y la insoportable levedad del ser. Probablemente la mejor película del fantástico mexicano de los últimos años y una obra que permite rastrear en este cine latinoamericano otra característica transversal: su escenificación de los legados y las tradiciones, junto a la importancia de las creencias religiosas en muchas de sus tramas y personajes.
Es algo que también podemos ver claramente en Cuando acecha la maldad, con esas constantes referencias a los «encarnados» o «embichados», que para el espectador convencional encontrarían su parentesco más familiar en los poseídos o endemoniados de las películas sobre exorcismos de estética predominantemente norteamericana, pero que aquí se despojan de todo espectáculo y artificio al enraizarse en las costumbres más ancestrales y cotidianas de los personajes. El mal en estas películas no baja por las escaleras del revés; hay que sacarlo de casa en una asquerosa y nauseabunda sábana que se rompe por el peso de la mierda. En este último cine fantástico y de terror hispanoamericano ya no hay experimentados ni carismáticos exorcistas que nos libren del mal, sino un dolor y un vacío perturbador cuya puesta en escena es la que hostia a un espectador que no encuentra ni paz ni concilio en filmes extremos capaces de devolverle la mirada a los límites de lo representable. La radicalidad de esta «nueva ola de cine de terror latinoamericano», como se ha acertado a denominar, es la del gesto del cazador Pedro (Ezequiel Rodríguez) en el arranque de Cuando acecha la maldad: que se adentre escopeta en mano en el bosque ignoto, frío, oscuro y nebuloso, tras oír unos disparos, no es terrorífico; ni siquiera lo es que se encuentre un cuerpo brutalmente cercenado; lo es un plano-reacción en el que se estremece y se tapa los ojos. El espectador tardará aún unos segundos en comprobar lo abyecto del contraplano: la podredumbre del horror puro.
Iván Bort Gual es doctor en Ciencias de la Comunicación y profesor de Teoría e Historia del Cine, Narrativa Audiovisual y otras materias relacionadas en el CESAG-UP Comillas de Palma de Mallorca. Ha publicado los libros Annette / Titane: un cuento de canciones y furia (2023) y La vida y nada más. Million Dollar Baby / Valor de ley (2012), y escribe sobre cine en diversos medios generalistas y especializados.