Horas críticas

La poesía como pregunta y la vida como regreso

Reseña de «Las raíces del vuelo», de Bruno Mesa

Se dice que la mayor virtud de un libro es que tras su lectura, de algún modo, el lector no vuelve a ser el mismo. Por otro lado, se lee últimamente con cierta frecuencia que el recentísimo poemario de tal o cual poeta, por supuesto fundamental, no trata sobre los temas clásicos de la poesía. Y entonces uno se queda cavilando sobre de qué tratará ese libro de versos que no toca los temas habituales. Sucede, sin embargo, que pienso en poetas mayores y en poetas menores de todos los tiempos con o sin Harold Bloom por medio y no concibo otra forma de poema que la que emprendieron, desde Séneca en adelante, los Manrique, Quevedo, Machado o Juan Ramón Jiménez cuando se preguntaron sobre el sentido o el sinsentido de la vida, o como Rubén Darío que, de forma clara y rotunda, hermosísimamente confesaba aquello del no saber adónde vamos ni de dónde venimos. Boecio, a modo de testamento de una época de la humanidad, fue diagnosticado nada más ni nada menos que por la Filosofía de no saber quién era, porque había olvidado su condición esencial y porque, ignorante doblemente, se había ocultado la finalidad de las cosas, si bien acabó, también doblemente, encontrando el consuelo de la filosofía. Y, en fin, uno se queda meditando sobre cómo hoy un libro de poesía que no trata de lo humano y lo divino pues no hay otro asunto del que ocuparse pueda tener una mínima repercusión emocional, pueda servir para algo que no sea ocupar un espacio en alguna estantería remota.

Porque la filosofía, como la poesía, entendidas seriamente, no pueden ser más que la pregunta que se interroga por el origen y el fin de la existencia, y, en cualquier caso, por el estrecho margen que queda entre un punto y otro, sobre la vida y sobre la muerte. Y lo que encuentra el lector de Las raíces del vuelo es el consuelo de la poesía de Bruno Mesa, como pregunta, misterio, velo o reflexión, pero nunca como respuesta dogmática a la que adherirse o que rechazar. Porque responder a estas cuestiones principales del ser humano se hace viviendo, como búsqueda de una salida que no siempre se encuentra. La de Bruno Mesa es una poesía de indagación y abierta a la ruptura de los límites entre lo real y lo irreal. Aquí la vida se deshace, se disuelve, se esfuma, se evapora, y lo que era cosa pasa a ser humo y el humo vuelve a ser cosa, y la cosa es la casa en la que habita el ser y el ser acaba siendo cada cosa que habita en la casa del ser. La verdad, a veces, hay que buscarla entre la niebla.

Existe en el último libro de Bruno Mesa una superposición de planos que difumina los contornos de la realidad para indagar en el misterio del ensueño, en los espejismos de la memoria, en la naturaleza del ser, que no siempre es racional, en definitiva, en las raíces del vuelo. Nos descubre el poeta el terreno movedizo del «casi» del mundo, «casi real, casi cierto». De ahí la reiteración de algunos prefijos que resaltan o redescubren el significado de palabras recurrentes (renacer, reencarnarse, desdecir, reescribir, desposeer, deshacer(se), desconocerse, recorrer, descubrir, devolver, reinventar…), en un proceso de escritura revisionista propio de la filosofía del lenguaje de Wittgenstein o de Russell.

Ese mundo de confusión, de falsas apariencias y de trampantojos es el recreado por el poeta y contra el que nos advierte, el del terreno del prefijo de negación in- (im-, i-) y en el que proliferan lo irreal, lo indubitable, lo imposible, el insomnio, lo incurable o lo inconcebible. Para trazar este ambiente, a veces la atmósfera del poema es cubierta por una neblina o un humo que confunde la superficie de los objetos. En este contexto es cuando las formas se evaporan y se accede al engaño, al misterio y al rito, a los sueños que se desvanecerán con la luz de la mañana, a la ficcionalidad de lo real que late en la leyenda o en la fábula o en los fantasmas de otra vida posible.

Desde el imaginario primitivo, tan bien estudiado por Frazer en La rama dorada, la concepción cíclica de la vida ha sido una constante en la interpretación del tiempo como regressus ad uterum o regressus ad origem. Ahí está Heráclito fundamental en Bruno Mesa para mostrarnos la transformación continua de todo lo que existe (Panta rei). Ahí está la sentencia del Eclesiastés de que nacemos del polvo y al polvo volveremos; la de Boecio, para quien todas las cosas regresan a su origen y cada una celebra su retorno en un círculo sin fin; la dialéctica de Hegel; el eterno retorno de Nietzsche; o la sucesión del individuo en la especie de Kierkegaard. Se trata de la ruptura de la linealidad temporal. La existencia deja de ser un continuum y se convierte en la armonía circular de las esferas de Ptolomeo.

Bruno Mesa escribe sobre la naturaleza humana y destaca, por encima de todo, a un ser envuelto en un ambiente asfixiante que lo engulle todo. Es el espacio de la ciudad, del asfalto y de la anestesia, como denuncia contra la tecnificación y despersonalización del hombre, en la línea de Heidegger, Russell, Fromm o Marcel, y sobre la que volverá Jesús Aguado una y otra vez. Algo de prisionero platónico tiene el hombre presentado en Las raíces del vuelo. Existe una masa ingente incapaz de contemplar la belleza del sol posándose sobre los restos del mantel o incapaz de mirar la nieve cayendo sobre la tierra muda, porque «todos avanzan. Nadie se detiene» «en la ciudad que corre» sin cesar. Bruno Mesa nos invita a romper nuestras cadenas, girarnos y contemplar el mundo a la luz de la verdad; pero para ello es necesario desaprender lo aprendido, apostar por la quietud, por la contemplación y por el sosiego. La voz del poeta es la voz de la mesura, la voz tranquila de quien cava para ascender, del que se libera del mundanal ruido y de la farsa grotesca que le envuelve.

Las raíces del vuelo es un libro de versos que además se abre al poema en prosa en «Invención de la tarde» o en «Pájaro de humo». Otras veces el poema se va construyendo como una sucesión de aforismos tanto poéticos como filosóficos a través de encabalgamientos, como en «Bienaventurado» («Bienaventurado el que se odia, / porque no espera nada de sí mismo»), o mediante la esticomitia, como en «Donde el sur no termina» («la vocación del niño es la esperanza»). Otras, en cambio, adquiere el tono confesional del diario ficcionalizado de Natsume Sōseki o de Rulfo. A veces el poema se convierte en testamento para certificar que dejará como herencia las huellas de su vida en la memoria y en el olvido de los otros, pero también la vida con sus cosas cotidianas, escritas sobre el papel en blanco de los huesos del destino. También el libro, a través de la écfrasis, se metamorfosea en un estudio de la pintura de Lorenzo Lotto, al que vuelve ahora tras haberle dedicado unos versos en «Guida tascabile», de Testigos de cargo (Pre-Textos, 2015); o se transforma en guía de viajes y nos muestra el Pozzo Sacro di Santa Cristina o la Via de la Lungara. Lo que sucede es que las fronteras del verso y la prosa se ensanchan tanto que acaban deshilachándose como una vieja bandera izada al viento, tanto que en un poema cabe un cuento o, incluso, una novela; tanto que en un poema, por la gracia de la metapoesía, leemos toda un arte poética sobre el bien decir de la lírica.

Por otro lado, Las raíces del vuelo también marca fronteras espaciales que dibujan un paisaje insular: la isla es en sí una tierra circular que permite regresar al mismo punto, rodeada por un llano inmenso de agua y por un cielo azul que se pierden hacia el infinito. También en sus páginas se trazan los límites de la ciudad, una ciudad cerrada, asfixiante, pero a veces maravillosamente libertadora. Y se establece una última linde, que es el presente, deshecho por la incursión en otras dimensiones temporales, que no pueden ser otras que el pasado y el futuro; en ellas indaga el sentido del instante, en el que lo que es, no es, y lo que no es, es.

Por el principio heracliteano de enantiodromía, que expresa la identidad de los contrarios, sabemos que no se trata de la disyuntiva hamletiana de ser o no ser, sino de la cópula entre ser y no ser al mismo tiempo. Pienso firmemente que Heráclito es el autor que más ha aportado al uso de la paradoja en el pensamiento de Bruno Mesa, pues su filosofía expresa mejor que ninguna la oposición dialéctica de la esencia de ser uno mismo y su contrario, antítesis que ya es significativa desde el mismo título del poemario, el cual, por otra parte, remite a los conocidos versos juanramonianos del Diario: «Raíces y alas. Pero que las alas arraiguen / y las raíces vuelen». El lector de Las raíces del vuelo encontrará en sus páginas esta doble percepción de la realidad como cambio continuo entre el ser y la nada y como síntesis de opuestos.

Con y a partir de Heráclito, el poeta rompe con la rigidez del pensamiento occidental (a pesar de que el Oscuro de Éfeso sea cimiento de nuestra civilización) e inicia su andadura intelectual hacia la filosofía oriental, la que hallará paradigmáticamente en la luz que arroja la poesía de Jesús Aguado, especialmente en la belleza poética de su imprescindible libro de viajes Benarés, India (Pre-Textos, 2018). A Heráclito hay que remontarse para hallar la chispa que prende en las imágenes ígneas de Mesa, pues en el fuego heracliteáneo está la llama que consume y renace en la cotidianeidad de lo vivo y de lo inerte, la plenitud simbolista del sol de mediodía, que quema y arde hasta reducirlo todo a humo, a cenizas… El fuego es la llama siempre cambiante, pero siempre la misma, en perfecta simbiosis de lo uno y lo múltiple.

Es la coincidentia oppositorum la que vertebra el texto de Bruno Mesa y la que hace posible hablar «sobre la irrealidad de lo real», hacer apología del silencio de la escritura, de lo pequeño y mínimo como imagen de lo superior; renacer de los despojos que aprovecha el mirlo-poeta (otro fénix) para dar a la vida lo que la vida le dio, siendo «a la vez un fin y un principio», «que es multitud y es uno y es cualquiera»; identificarse con todo y ser nada a un mismo tiempo, es decir, caer un verbo tan importante aquí y levantarse indefinidamente, como una condena, como Sísifo o Penélope, tejer y destejer los hilos del tiempo en un círculo vicioso que prescinde del dualismo plano y petrificado de occidente; reincorporarse en la muerte diminuta de cada instante, o en la muerte final, al principio de la vida, al origen de la otra vida, y hacerlo esperando «en estas manos que sabrán volver / trepando por otras manos futuras, / en este vaso que es todo los vasos». En la poesía antitética, paradójica, dialéctica, inverosímil de Bruno Mesa que tan bien cifra la realidad, decíamos, es posible madurar hacia la infancia; identificarse con el asfalto de la ciudad, con las ruinas o con los despojos del tiempo que fragmenta, que deshace y muele entre sus fauces la materia humana, con el gusano que roe los restos, con el barro que se desvanece o con la silla que somos después de haber sido, motivos todos ellos recurrentes en sus anteriores libros.

Es esta una poesía de la re-en-carn-ación (volver a ser en otra carne o en otra materia), de la metamorfosis de los estados, del elogio de lo imposible y lo irreal, de la apología del milagro del instante; es una oda a la descomposición en ceniza, en óxido y en escombros de todo lo que es. Como en la poesía de Eugenio Montejo (Pre-Textos, 2021), muy cercana a la de nuestro poeta, somos pasado y futuro a un mismo tiempo, pues regresamos a través de los que nos perpetúan, pero, desde el pasado previo a nuestro nacimiento, también somos ya nuestros padres, nuestros abuelos y, con ellos, todas las generaciones que hicieron falta para dar testimonio de existir sobre la tierra. Resumidamente, podríamos decir que somos raíces y alas. Somos los que fueron y los que serán en un eterno retorno de lo mismo y de lo otro.

Y no sólo somos un punto minúsculo en el girar del mundo, sino que somos el otro, los otros que nos acompañan en una dramatis personae tan amplia como adaptaciones tengamos que hacer en la mascarada que es vivir. Supervielle decía que el poeta era el ser que llevaba otros seres consigo. La alteridad esencial del ser humano, cuyo epicentro literario es Rimbaud, lleva a escena a todos los yoes que fuimos, somos o seremos. La labor del poeta es, paradójicamente, la de desenmascarar a esos otros que son y no son el yo que lo conforman. Porque para Mesa la poesía es un ejercicio de descubrimiento por la vía de la profundización en las entrañas de sí mismo, un ahondamiento en el yo hacia la verdad. En ese descender, es, además, una desmitificación de la farsa de la realidad, el desmontaje de la tramoya en que están envueltos los días en la tierra y los siglos en el cielo, poblados de ilusiones trascendentales, tantas como nubes se contemplan desde «el solar de los dioses». De ahí la insignificancia de la afirmación del yo: decir yo soy es lo mismo que no decir nada, pues es esta nada el traje que mejor le queda y es este nunca el nombre de la mujer con la que se baila en una danza de vueltas y más vueltas infinitas derviche giróvago en el sinsentido de ser sin por qué y sin para qué. Es esta «una mujer llamada Nunca», la misma mujer que ya le había acompañado en Testigos de cargo.

Debo aprender a deshacerme
de todos los que fui,
de cada máscara y cada impostor,
como una multitud que se disgrega
hacia los hospitales de la noche.

Ahora bien, entre todos los yoes que lo habitan, el poeta destaca aquel que fue en la infancia, como un nuevo regreso a los orígenes. Siempre se vuelve a lo que fuimos. La infancia es el paraíso perdido, aquel en el que se ve el mundo por primera vez sin el velo de los añadidos culturales, como en el tiempo mítico de la «locura niña» de la «Carta a Eva», aquella que con Adán pisó la tierra virgen y a la que el poeta anima a equivocarse, o como en el cuarteto que es el poema «Donde el sur no termina», donde la infancia es el reino de la alegría y de la esperanza.

Cada uno escribe la literatura que puede, no la que quisiera poder escribir. Y la poesía de Bruno Mesa se ancla en sus raíces a las alturas del vuelo. Es su libro un árbol enraizado en el aquí y en el ahora, pero cuyas ramas apuntan a lo más alto y cuyas hojas hacen sonar con suaves sonidos sibilantes la voz del viento, que es la música del tiempo. Escribir es un deseo y la poesía reflexiva sobre su propio quehacer es la mejor prueba de que es una obra de calidad, pensada como una obra de alfarería que modela un barro útil y sencillo; la utilidad de lo inútil de la poesía de Mesa consiste en la ética y en la belleza de la vasija que es el poema, en la belleza de la ética con que bebemos de sus versos y en la ética de la belleza que propone para alimentarnos de la necesidad de otra nueva manera de ser sobre la tierra. Escribir, como vivir, es preguntarse, es buscar, es dudar, es el recinto sagrado de la incertidumbre, de la herida y de la llama que quema y consume, de la boca que muerde, de la sed que no se sacia. La poesía es la «alegría / de vivir sin respuesta», a pesar de la incapacidad de la herramienta pobre que es la palabra, insuficiente, encubridora y destinada al silencio, punto de encuentro de los participantes en la comunicación literaria, metaliteraria y metafísicamente. Escribir, como vivir, es encontrarnos en el silencio, con el silencio.

Y, por cierto, de Las raíces del vuelo, el lector saldrá transformado, siendo otro, rejuvenecido, más libre de prejuicios y, tal vez, curado de la ceguera que nos envuelve, con los pies más anclados en la tierra y la mirada más fija en el vuelo que atraviesa la bóveda celeste de los cielos. Y sí, la poesía de Bruno Mesa es el desvelamiento de lo oculto, la revelación del misterio latente en lo real, la síntesis de opuestos en la armonía de lo cotidiano. La poesía, una vez más, vuelve a ser canto de la vida constante y diálogo entre la tierra y el cielo, entre las raíces del humus y la levedad del vuelo. No hay mayor virtud en un libro que la de acompañarte largo tiempo en tu ancho espacio, que la de iluminarte en oscuros caminos nunca transitados. Porque vivir es una pregunta y el silencio es su respuesta.

 


LAS RAÍCES DEL VUELO
Bruno Mesa
PRE-TEXTOS
(Valencia, 2023)
100 páginas
17 €

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