Ficción

Verde frontera

C caminaba por el centro de San Julián callejeando, cabizbajo, pensando en cualquier cosa, cuando lo saludó una joven. Buenos días, ¿tiene un minuto? Era una voluntaria de una ONG, por aquella zona suelen verse muchos intentando captar colaboraciones, pero antes de darle tiempo a reconocer su intención, su inconfundible chaleco y carpeta del mismo color, se había quedado absorto mirando sus ojos; los tenía de un color verde claro que lo impresionó. Buenas, le devolvió el saludo. Siempre que algún voluntario ha intentado hablar con él, ha puesto una excusa con un gesto de negación y ni siquiera se ha detenido, pero ella lo pilló despistado, y cuando se vino a dar cuenta estaba parado, como dispuesto a escuchar lo que fuera que quería contarle. Te molesto solo un momento, le dijo, y empezó a hablarle de la organización a la que pertenecía y la labor que realizaban. Le habló de la búsqueda de agua en zonas desérticas, que habían conseguido que muchos lugares, donde era un bien tan escaso, dispusieran de agua potable. Le habló de las fronteras, de los refugiados, de las penurias que estaban pasando hombres, mujeres y niños. Le habló de vacunas y otros medicamentos que salvaban tantas vidas. C escuchó con interés, ya que se había visto en el compromiso, quería saber un poco a que se dedicaban. ¿Trabajas?, le preguntó ella. Pensó en la posibilidad de mentir y decirle que no, que estaba desempleado, así tendría una excusa en el momento de negarse a colaborar, pero es bastante sincero, le cuesta mucho mentir, y esa chica no se merecía eso. Sí, trabajo. Qué bien, ¿sabes que con muy poco puedes hacer mucho? ¿Cuánto de poco?, le preguntó con cara de circunstancias. Con solo doce euros al mes, puedes ayudar a muchas personas.

Durante toda la conversación no había podido dejar de fijarse en sus ojos; eran profundos y brillantes, tenían algo enigmático. C ha visto muchos ojos verdes, su padre, su mujer y su hijo los tienen de ese color, pero los de esa chica le llamaron la atención por su brillo, seguramente influyó el día tan luminoso que hacía; hay momentos en que los ojos de su niño le fascinan.

Se marchó pensando en cómo le explicaría a su mujer que iba a donar doce euros mensuales a una ONG; ella, como casi todo el mundo, es muy reacia a todo eso. Opina que es un engaño, que el dinero no llega a donde debe. Decidió que se justificaría diciéndole que puede cancelar la colaboración cuando quiera, que no hay ningún compromiso de permanencia que lo obligue a pagar si no quiere, y le hablaría de lo que se supone que hacen en los pueblos necesitados. Le diría que quiere ayudar, aun sabiendo que probablemente no llegue casi nada.

Se puso los auriculares del móvil y continuó el paseo escuchando música, lleva un tiempo oyendo jazz, nunca le había prestado atención a esa música, pero ha descubierto que se relaja mucho, que puede incluso leer con ella de fondo, hasta ahora siempre había necesitado silencio absoluto. Con la trompeta de Armstrong se alejó, pero se llevó con él esos dos ojos del color del mar. Pensando en ellos y en Armstrong se acordó de un relato que había escrito hacía algún tiempo, donde un joven negro, después de ahorrar durante años, intenta cruzar la frontera natural que es el mar en una barcaza llena de personas. El joven deja en la orilla a su familia y zarpa hacia un sueño. Al inicio de la historia describe el horizonte reflejado en los ojos del protagonista, algo como «En sus pupilas se multiplicaba por dos el océano y el cielo», en la chica voluntaria era el mar, el verde mar, el que se multiplicaba; la frontera para aquel chico, y para tantos otros que sueñan con atravesarlo. Siempre le ha afectado el tema de la inmigración. C cree que nadie debería imponer límites a nadie, que las fronteras no deberían ser más que líneas pintadas en el suelo, como una simple rayuela que cualquiera pudiera saltar. Muchos días en la playa, viendo a sus hijos disfrutar en la arena, llega a sentirse mal. Sabe que hay personas al otro lado de esa inmensidad, soñando con cambiar su suerte, soñando con cosas tan sencillas como no pasar hambre. Se siente mal porque sabe que sus hijos no son más que los de ellos, entiende que su felicidad no vale más que las suyas. A veces piensa que nos merecemos que el mundo se girara, que, como en una pirueta mortal, hiciera que los escombros de las ruinas de la Torre de Babel, donde hemos construido nuestro mundo, cambiaran de lado. Que sepultara nuestros palacios y dejara a la luz nuestras miserias. Que viéramos lo altos y oscuros que son los muros cuando son infranqueables, y lo frías que son las noches cuando el amanecer se espera a la intemperie.

Volvió al piso donde vive sintiéndose mal. Le dio pena imaginarse a la chica y a sus compañeros intentando captar la atención de todo el que se cruzara con ella, aceptando las falsas excusas y a veces los gestos de desprecio. Le dio pena pensar que de lo que consiguieran, probablemente, la mayor parte se perdería antes de llegar al destino. Le dio pena pensar en lo poco que le supone a muchas personas aportar algo donde realmente hace falta, y que la sospecha de la estafa lo impida. Le dio mucha pena pensar que es verdad, que existen personas que hacen negocio de eso.

Al llegar al piso les comentó a sus compañeros que se había hecho socio de esa organización, y prácticamente lo tomaron por iluso. Uno de ellos buscó en internet noticias que hablaban de estafas y comportamientos dudosos de altos cargos de alguna ONG, para demostrarle que lo habían engañado, y pasaron un rato burlándose de él. C se fue a la cama desilusionado.

Esa noche no descansó bien, se quedó dormido torturándose con su imaginación, cruel en exceso a veces, y no sabe si soñó o imaginó en duermevela.

Está en la playa de noche. Las sombrillas y las toallas están esparcidas por la arena. Lo rodean sombras de personas que no reconoce. Sus niños están con él, asustados; su hijo junto a él, y su niña en sus brazos, sollozando. No ve a su mujer. Tiene miedo, y frío. Aprieta a su hija contra el pecho y acerca a su hijo hacia él. Lo mira y le revuelve el pelo. Cuando alza la mirada de nuevo el mar ya no es negro plateado, ahora es verde, verde brillante como un bonito ojo, y el cielo luce celeste. Al fondo hay una línea blancuzca; sabe lo que es. Babel, murmura.

Se despertó en plena madrugada y, como le costaba coger de nuevo el sueño, se levantó y se sentó en el escritorio. Tenía ganas de expresar lo que había sentido aquella tarde, quería escribir algo dedicado a los voluntarios, a esos jóvenes de chaleco y carpeta que tanto molestan a los transeúntes, especialmente dedicado a aquella chica, y pensando en sus ojos escribió un posible título, «Verde frontera». Deseaba contar algo para que quien lo leyera se dejara hipnotizar por los ojos de cualquier voluntario, fuesen del color que fuesen, que se detuviese a escucharlos con atención, que vieran que doce euros pueden suponer mucho, aunque gran parte de esos doce euros se queden en el camino. Pero terminó riéndose de sí mismo. Dejó en la mesa la hoja, donde solo había puesto el título, y se volvió a acostar con esa sensación que tenía últimamente de que escribe solo para él, que a nadie le puede interesar ese cajón que tiene lleno de historias con títulos absurdos.

 


Cecilio Gamaza Hinojo (Medina Sidonia, Cádiz, 1978) trabaja en la construcción, como encargado de obra. Es un apasionado de la literatura. Ha colaborado en algunas revistas y webs, como Insomnia, Cisne Revista Digital, Dentrodelmonolito, Boletín Papenfus, Los 52 golpes, Castle Rock Asylum, Testimonios Paranormales, Diversidad Literaria, Elefante Azul, Las Cenizas de Welles, Editorial División del Norte o El yunque de Hefesto; y en varias antologías.

Un comentario

  1. Los chicos y chicas de los chalecos no son voluntarios, son empleados, cobran un sueldo, bastante magro pero lo cobran. Eres un sentimental Cecilio, un mundo con más gente como tú sería otro mundo, lo que no sé si mejor o peor. Nunca lo sabremos.

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