Tener la carne, de Carla Nyman (Reservoir Books)
«Un cuerpo almacena muchos fluidos y órganos, su señoría. Por no hablar de los ruidos intestinales y el peso de los huesos. ¡Un escándalo!». Esta novela comienza hablando del cuerpo humano, y ya no parará de hacerlo. La narradora es una chica que se ve impelida a contar a un juez —en puridad, a su buzón de voz— cómo y por qué ha asesinado a su novio con la inestimable complicidad de su madre, mujer controladora y recelosa de los hombres a fuerza de haber sufrido la constante infidelidad de quien iba a ser su compañero de trayecto. Carla Nyman (Palma de Mallorca, 1996), brillante y premiada dramaturga y poeta debuta en la narrativa de ficción con este monólogo o diálogo con interlocutores fantasmas, ausentes por uno u otro motivo, donde da rienda suelta a la experimentación formal a través de la prosa. Evidentemente hay algo muy teatral en esta sucesión vertiginosa de mensajes-escenas, pero también un flujo de pensamiento y obra la mar de literario y hasta cinematográfico: los localismos (en concreto, la costa almeriense de Garrucha) han sacado a relucir el nombre de Almodóvar, pero podrían hallarse ecos de los Hermanos Coen o de Martin McDonagh en este thriller desquiciado y de intenso humor negro que no deja de tener un poso existencial en su viaje por los terrenos pantanosos de la herencia, lo femenino, la pérdida, el deseo, el amor y todo aquello que se confunde con esas emociones, las retuerce y las enmascara. Tener la carne es la crónica/confesión de un crimen inevitable como estar en redes sociales, una lección explícita y gore de «anatomía muerta» que revive en la palabra, una sesión de terapia donde la madre de la criatura es el trastorno a tratar y exorcizar, una provocadora fábula que en su apertura en canal recuerda a la potencia evocadora de Luna Miguel, de Amélie Nothomb o de Ariana Harwicz, a la que se cita de inicio (junto a los bíblicos Salmos, ahí es nada), pero también la crudeza y la escatología de Rabelais en Gargantúa y Pantagruel, una de sus reconocidas inspiraciones. Aunque, por encima de todas las cosas, la novela de la joven autora mallorquina es justo lo que anuncia: pura carne descarnada, encarnación de nuestros males y vicios y castigos, descripción de cómo es vivir encerrada en un cuerpo, o en más de uno, o cómo es acoger a otros cuerpos, hasta cierto punto extraños y a la vez familiares, en el propio. De cómo es expresarse con una voz que son varias, un estilo que se hace también corpóreo y que nos agarra y ya no parará de hacerlo: «Y me pregunto, su señoría, yo me pregunto, o se pregunta mamá, no lo sé, todavía estoy atravesada por la voz de mamá, todavía agarrada por su voz que es la mía, ahora que estoy a su lado, al lado de brunito, me pregunto, nos pregunto, por qué este empeño de llevarte a cuestas, por qué te empeñas, hija, le digo yo a mamá o me dice ella a mí, por qué te empeñas en arrastrar toda esta carne, en tener toda esta carne contigo, tonta, en resucitar a un cadáver, déjalo donde está, mamá, deja a papi ahí, olvídalo, no se puede arrastrar tanta carne, llevarla a cuestas, tanto todo el rato, esa es la pérdida, así nos fue dado estar, mami, en este lado de la derrota». Valiente ópera prima.
La ciudad sin imágenes, de Juan Gallego Benot (La Caja Books)
¿Y si la ciudad contemporánea solo cobrase identidad real y tangible en las palabras de quienes la cuentan, dando testimonio de sus mutaciones inadvertidas y haciendo memoria —literaria— para el futuro, pero también para el presente cuya interpretación se nos va escapando a toda velocidad? Es la hipótesis sobre la que podría asentarse una posible lectura de este libro, en el que el joven poeta Juan Gallego Benot (Sevilla, 1997), investigador también en el área de Retórica y Modernidad, parte de su diagnosticada prosopagnosia, un problema en la memoria que dificulta la fijación de imágenes en el cerebro y que lleva a confundir nombres y lugares. Lo primero, cuenta al inicio, lo sobrelleva con cierta vergüenza y la comprensión de su gente más cercana; lo segundo, en cambio, afecta a su sentido de la orientación y le resulta de lo más angustioso: «Las calles por las que camino no conducen a ningún lugar: no sé qué hay detrás de cada esquina y la relación de plazas, avenidas y paseos me parece un laberinto que se renueva cada día». Sin embargo, las palabras las recuerda con toda claridad en toda su abstracción, por eso en su obra literaria ha optado por «inventar una estructura formal que constituya un lugar sin imágenes y a la que pueda confiar toda la experiencia». La retórica como único referente de la realidad. Además de ese impulso, el autor sevillano se vale del contexto actual «de vivencia y turismo, de habitabilidad y de extracción desalmada» para, inspirado por Alice Oswald o Harun Farocki, narrar su paso por varias urbes donde tantos elementos son intercambiables, plenamente confundibles. Sin un destino específico, este particular flâneur de la escritura halla en su (di)vagar «de pronto otras posibilidades de lo urbano». La ciudad sin imágenes se pasea por las calles gentrificadas de Londres, Sevilla y Madrid, por el bosque idealizado y por las ideas de Turner, Juan Sebastián Bollaín, Mary Shelley o Julián Génisson, entre otros, para componer esta crónica-ensayo-crítica del «sufrimiento urbano»; de sus imágenes quebradas, llenas de pliegues o contradicciones, y a la vez dictadoras de un cierto estilo —aunque sea un no-estilo— al que ni siquiera el lenguaje poético parece capaz de dar sentido.
Las primeras periodistas (1850-1931), de Carolina Pecharromán (Renacimiento)
«Hablar de las periodistas significa también hablar de la voz pública y la voz publicada de las mujeres de su época», dice en su introducción la autora de este ensayo, que recoge la figura de más de 60 mujeres periodistas pioneras a lo largo de ocho décadas, su profesionalización y activismo, en paralelo a la historia de España, Francia y Reino Unido. Este trabajo de investigación inédito hasta la fecha tiene origen en la tesis doctoral defendida por su autora en la UAM el pasado año —y ganadora del Premio Clara Campoamor 2023—, aunque no es en absoluto una recién llegada. Carolina Pecharromán (Madrid, 1969) ha estado vinculada a TVE desde hace más de treinta años y se ha especializado en contenidos relacionados con la equidad de género. Eso y su pasión por la Historia confluyen en un libro que, como señala la también periodista Anna Bosch en su prólogo, no se dirige al análisis académico sino a dar a conocer mejor nuestra historia moderna desde una lectura, eso sí, marcadamente feminista y de clase: «El esfuerzo, la osadía y la pelea de las mujeres por poder ejercer como periodistas remuneradas es la misma que la de la obrera de una fábrica textil […]. O la de cualquier mujer que simplemente aspire a ser alfabetizada y tener educación». En las páginas de Las primeras periodistas se recorre el origen de la llamada prensa femenina —con Louisa May Alcott como inspiración en la ficción—, las primeras periodistas españolas impulsadas por el romanticismo y la rebeldía de su vocación cronista, el oficio como medio de emancipación y autonomía socioeconómica, la explosión de la prensa feminista, la conexión con Latinoamérica o el asociacionismo en el sector, entre otras cuestiones. Además, ofrece el perfil de un amplio catálogo de esas periodistas, con distintas tendencias ideológicas pero todas ellas adelantadas a su tiempo en su voluntad de tener voz (y darla), de construir su propio relato histórico: Concepción Arenal, Carmen de Burgos, Josefina Carabias, Luisa Carnés, María Teresa León, Isabel Oyarzábal y un largo etcétera de nombres más o menos reconocidos a día de hoy o ampliamente olvidados durante el franquismo —y a los que aún cuesta ver mencionados—. Mujeres, de las que Pecharromán no duda en destacar su valentía, «que se atrevieron a dar el paso y publicar sus poemas, artículos, relatos, etc., en prensa o incluso a editar libros, ya se tratase de novelas o manuales de urbanidad, pese a la furibunda oposición que encontraban». Lejos de aquel modelo de madre y esposa «estático como la estrella polar» que criticaba Emilia Pardo Bazán, otra de las citadas, y del que aquellas autoras a la vanguardia mostraron cómo escapar, a base de talento escrito.
Homo antecessor, de José María Bermúdez de Castro y Eudald Carbonell (Crítica)
Hace poco más de 25 años desde que se hallaran en la Sierra de Atapuerca los restos fósiles del Homo antecessor, hoy día convertido en una pieza fundamental de ese puzle en constante progresión que es nuestra historia evolutiva y que ayuda a entender, en mayor o menor medida, la clásica y esencial pregunta: de dónde venimos. Sin embargo, en el momento del descubrimiento y en las décadas siguientes, el proyecto científico impulsado en nuestro país no paró de eludir escollos y de enfrentarse a quienes contradecían el nacimiento de una especie del Pleistoceno Medio —hace unos 430.000 años— y del hoy célebre Miguelón. El doctor en ciencias biológicas, paleoantropólogo e investigador del CSIC José María Bermúdez de Castro (Madrid, 1952) y el catedrático de prehistoria, arqueólogo, investigador del IPHES y divulgador Eudald Carbonell (Ribas de Freser, 1953), premiados con el Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica, entregan aquí una personal y exhaustiva crónica de su maravillosa hazaña y de la pasión que los condujo a escribir una página inolvidable en la historia de la ciencia española, pese a la miopía y desinterés con que se toparon. Desde aquel 8 de julio de 1994 y la «descarga brutal de dopamina» cuando dieron con su particular Santo Grial, narran la evolución —nunca mejor dicho— del proyecto de excavación e investigación de Atapuerca, incluyendo sus errores y la maduración de su discurso, la consolidación del prestigio internacional de los yacimientos, la precariedad y la soledad del trabajo, su figura como «embajadores del cambio que se estaba produciendo en nuestra sociedad», la crucial publicación en la revista Science, la sorpresa de Juan Luis Arsuaga al comprobar las similitudes de aquel homínido pionero con nuestra especie, la localización de su origen en una zona entre África y Eurasia denominada «Corredor Levantino» que corresponde con el Próximo Oriente y, finalmente, el gran reto de este libro: «Encontrar suficientes evidencias fósiles de esa especie enigmática, que podría ser la clave para entender la evolución humana del último millón de años». Como señala en su prólogo José Manuel Sánchez Ron, las grandes virtudes de Homo antecessor son poner en palabras el entusiasmo y la perseverancia de sus autores y apreciar la complejidad de la labor paleontológica a la hora de interpretar lo encontrado y reconocer su trascendencia: un cambio de paradigma en la idea de la primera colonización del continente europeo. «Todos estos homininos son hermanos de sangre», dicen los autores, y solo por eso merece la pena conocer ese vínculo milenario y fascinante.
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