Ficción

Fermi en Los Álamos

Relato ganador del concurso Ciencia Jot Down 2023 en la modalidad de narrativa de ficción científica

Una nave espacial futurista levita sobre un extraño paisaje alienígena, una fantasía de ciencia ficción generada por inteligencia artificial.

English version

Posiblemente Emil Konopinski no habría recordado la caricatura de los platillos volantes que había recortado esa mañana del New Yorker, de no haber sido lunes o si Kate no les hubiera estado sirviendo el almuerzo. Cualquier otro día de la semana Kate era la más eficiente de las camareras del Fuller Lodge, además de ser la más guapa, con su corta melena rubia, sus labios granate que siempre sonreían y aquella manera tan sexy de balancear las caderas camino de la barra.

Pero era lunes y los lunes Kate era una ruina ambulante. Demacrada, ojerosa, mal maquillada, Kate se movía lenta como un zombie, sin dar a basto, entre las mesas abarrotadas. El calor del verano —1950 había batido el récord de canícula estival de la década— y la impaciencia de los comensales no ayudaban a que la chica se centrara. Hacía ya más de 15 minutos que Emil y su grupo habían pedido el menú y Kate todavía no les había atendido.

Fermi, sobre todo, estaba empezando a ponerse nervioso y Emil sabía que el riesgo de que perdiera la paciencia y se fuera antes de que la chica consiguiera servirles el almuerzo aumentaba por segundos. Y si el gran hombre se largaba dando un portazo, Kate se llevaría una reprimenda, incluso podría perder el empleo… Quizás le estaría bien empleado, por llegar a trabajar en un estado tan lamentable. Pero por otra parte, excepto los malditos lunes, Kate derrochaba simpatía, de hecho Emil tenía la impresión de que la muchacha era especialmente afable con él. Nunca se olvidaba de llenarle la taza de café una y otra vez, hasta que Emil le decía basta, basta y ella siempre insistía, seguro que no quiere un poco más, doctor Konoski, equivocándose siempre al pronunciar su nombre y sonriéndole, Teller también lo había notado y no perdía ocasión de propinarle un codazo por debajo de la mesa y acusarle de casanova. Pero Teller era aún más impaciente que Fermi y cabrearlo era todavía más peligroso. Emil se contaba de vez en cuando un chiste a sí mismo -siendo material clasificado, el chiste no podía salir de sus labios, sin riesgo de que le cayera un paquete-: Fermi era un neutrino, tan rápido como la luz en sus cálculos mentales e indiferente a todo lo que no fuera su trabajo. Sólo interaccionaba con la realidad de vez en cuando, pero en esas raras ocasiones podía explotar como la bomba atómica que había creado. Teller, por su parte, era, incluso en sus buenos días, una bomba de hidrógeno, como la que estaban desarrollando en los Álamos, mil veces más peligrosa.

Así que Emil sacó del bolsillo de su chaqueta la hoja del New Yorker que había rasgado cuidadosamente de la revista esa mañana y la desplegó encima de la mesa, mostrando la caricatura de unos marcianos —el dibujante los había resuelto con cuatro trazos, más que marcianos parecían gnomos en pijama, tocados con un sombrerito acabado en una especie de antena—. Los alienígenas iban y venían de un platillo volante, cada uno de ellos cargando con una cesta metálica. El dibujo hacía referencia a un artículo sarcástico en el que un columnista del New Yorker acusaba a los extraterrestres de robar las papeleras que ese verano estaban desapareciendo por docenas en Nueva York.

—Están como cabras —dijo Teller, soltando una carcajada y propinándole a Emil una de sus descomunales palmadas en los hombros —. Estos periodistas están como cabras.

Fermi examinó la caricatura con la seriedad con que lo hacía todo. Emil casi podía oír los engranajes de su rápido cerebro, girando a toda velocidad, mientras Teller vociferaba.

—¡Una guerra! ¡Acabamos de pasar una puta guerra y la gente no tiene otra cosa que hacer que pensar en los marcianos!

—Los del New Yorker están de broma —apuntó Emil, mientras observaba, por el rabillo del ojo como Kate, alertada por los bramidos de Teller, parecía salir de su letargo y se dirigía hacia ellos a toda prisa, menú en mano.

—Ellos sí, pero la mitad de los periódicos de Nueva York se lo han tomado en serio y están venga a darle vueltas, que si ya están aquí, que si hay evidencias. ¡OVNIS! Les puede caer un misil ruso encima en cualquier minuto y no tienen otra cosa que hacer que preocuparse de los OVNIS.

—No es una teoría irrazonable —dijo Fermi.

Teller dio un puñetazo en la mesa, haciendo tintinear los cubitos de hielo que abarrotaban los vasos de agua que Kate acaba de servirles.

—¿Qué no es irrazonable, Enrico? ¿Qué los periódicos se preocupen de los OVNIS en lugar de preocuparse de los rusos o que nadie tenga nada mejor que hacer este verano que hablar de papeleras?

—El modelo no está mal —insistió Femi imperturbable, señalando la viñeta —. Explica a la vez la desaparición de las papeleras y la observación de los OVNIS.

—Bromas aparte —terció Herbert York, que hasta entonces no había abierto la boca, absorto en la lectura de un artículo que no había cesado de rayar con un lápiz rojo —. El asunto de los OVNIS tiene interés. ¿Y si de verdad estuvieran aquí?

—Bobadas —retrucó Teller —. La distancia entre las estrellas es enorme. La luz necesita cuatro años para llegar desde la que nos cae más cerca. ¿A qué velocidad puede viajar uno de tus OVNIS, Herbert? Uno por ciento de la velocidad de la luz ya me parece mucho, así que llegar desde desde Alfa de Centauri, que está aquí al lado les costaría cuatrocientos años. ¿Cuánto hay hasta el centro de la galaxia, veinte mil años luz? ¿Cuánto necesitarían los hombrecitos verdes para llegar, dos millones de años? ¿No te parece un poco demasiado para robar unas papeleras?

—Este pardillo pretende que la velocidad de la luz puede superarse —contestó York, agitando el artículo que había estado rayando sin piedad.

—¿Otro más? ¿Cuántos artículos de esos llevamos este año?

York se encogió de hombros ——. ¿Veinte?

—¿Y cuántos estaban mal?

—Todos —dijo York, sonriendo satisfecho —. Incluyendo este.

—¿Entonces?

—Bueno, quién sabe…. torres más altas han caído.

—Pues yo te digo que la relatividad no va a caer. ¿Tu qué opinas Enrico?

—¿Opinar? ¿De qué? —Fermi estaba distraído, dándole vueltas a una de sus ideas, desacoplado del resto del mundo.

—¿Cuán probable te parece que algo pueda viajar más rápido que la luz?

Fermi se pasó un dedo por la inmensa frente —. Yo diría que un diez por ciento.

Emil se rio de buena gana, a la par que el resto. «Diez por ciento» era la famosa frase que Fermi utilizaba para referirse a algo extremadamente improbable.

—Pues eso —Teller se sonó ruidosamente con la servilleta de papel que Kate acababa de ponerle delante, junto con los cubiertos, echó mano del menú —. Para mí una hamburguesa doble, monada.

—Lo mismo para mí —dijo Emil, suprimiendo un suspiro de alivio.

—Y para mí —dijo York.

Fermi pidió café y un diminuto sandwich. Cada día come menos, pensó Emil. El día menos pensado, Fermi se desacoplaría de la materia y se volvería un neutrino de verdad. El pensamiento, macabro sin querer, le produjo un escalofrío.

—Ya tenemos bastante con los rusos —Teller seguía con su obsesión —. Sólo nos faltaría tener que vérnoslas también con los marcianos.

—Podrían venir en son de paz, ¿no? —apuntó York.

—Lo dudo mucho —contestó Teller —. Si tuvieran la tecnología para llegar hasta aquí también tendrían un armamento superior al nuestro. Así que más vale que no puedan venir porque si lo hacen estaremos jodidos.

—No veo por qué —se atrevió a intervenir Emil, ahora que Kate se había retirado no sin antes dedicarle una sonrisa agradecida —. Una civilización avanzada podría ser moralmente superior a la nuestra.

—No me jodas, Emil —bramó Teller, dándose una palmada en la pierna —. ¿A ti te parece que nosotros somos moralmente superiores a los rusos? ¿Que ellos no quieren a sus niños? ¿No quieren a sus perros? ¿No son buena gente, la mayoría?  ¿Entonces para qué cojones estamos fabricando nuestro juguetito? ¿Para qué necesitamos Castillo Bravo si los rusos son tan buenos chicos?

—Edward —terció York, apurado —, no grites…

Teller miró a su alrededor, como si esperara verse rodeado de espías de la KGB. Castillo Bravo era el nombre clave de la bomba de hidrógeno cuyo desarrollo les daría —o al menos eso pensaban los generales y desde luego Edward Teller— la ventaja definitiva sobre los soviéticos. Mil Hiroshimas en un solo artefacto, bastante para borrar Moscú de la faz de la Tierra. Por segunda vez, Emil sintió un escalofrío recorriéndole la columna.

—Bueno, pues eso —concluyó, en voz más baja —. Me da igual que sean rusos que marcianos. Lo que cuenta no es la moral, sino los megatones.

Kate llegó con la comida. A pesar de ser lunes, y de las ojeras y el maquillaje corrido, estaba guapa. Y sonreía, sonreía como siempre, mientras le servía el café. Posiblemente, se dijo Emil, en algún lugar de Rusia, una chica parecida a ella le servía sonriente una café a un físico que también quería a sus hijos y también trabajaba en una bomba de hidrógeno capaz de borrar a Nueva York de la faz de la Tierra.

—Te gusta, ¿eh? —dijo Teller, con la boca llena, cuando Kate se hubo alejado.

Emil no tuvo tiempo de contestar. Fermi dejó en la mesa su taza de café —no había probado aún su sandwich— y dijo:

—¿Dónde están?

Asombroso, pensó Emil, como incluso Teller se quedaba callado cuando Fermi soltaba una de sus cargas de profundidad. Ni por un momento había dudado nadie que la pregunta iba en serio. Y de alguna manera todos sabían a qué se refería.

—Vamos a ver —Fermi sacó su estilográfica y empezó a ametrallar números con ella sobre la servilleta —. Digamos que hay cien mil millones de estrellas en la galaxia. ¿certo?

Era inevitable, cuando Fermi pensaba, que se le escapara alguna en italiano. La pluma escupía números que se desparramaban, junto con la tinta, en el papel esponjoso de la servilleta.

—¿Cuántas estrellas tienen un sistema solar con un planeta habitable?

—Uno por ciento —contestó Teller, tan concentrado en el argumento como Fermi. El hombre sería un energúmeno, pero nadie podía negarle un talento casi igual al del maestro.

—Uno por ciento, giusto, giusto. Quedan mil millones. ¿En cuantos de esos planetas aparece la vida?

—Puede que en todos, ¿no? —contestó Emil. Conozco a un par de químicos, Stanley Miller y Harold Urey que están trabajando en un experimento para demostrar la teoría de Oparín.

—Estoy de acuerdo —dijo Teller —. Oparín tenía razón, aunque fuera ruso. Dame un buen planeta con agua, hidrógeno, metano y amoníaco y la vida es inevitable.

—Yo no lo veo así —dijo York —. Estoy convencido de que la vida es un milagro irrepetible.

Teller miró a Herbert con una mezcla de sorna y resignación, el ateo militante tolerando a duras penas al católico convencido.  Era, pensó Emil, difícil imaginarse dos personas más dispares que aquellos dos. Herbert, el científico concienzudo y honesto, sin más ambiciones que hacer bien un trabajo que adoraba, buen padre de familia, buen profesor, buen amigo, se parecía tanto a Teller, como un San Bernardo a un tigre de Bengala. Y sin embargo, también el buen samaritano trabajaba en la bomba.

—Un milagro —sonrió Fermi —. Diez por ciento, entonces. Nos quedan cien millones. De todos los planetas donde aparece la vida, ¿en cuántos aparece la inteligencia?

—En ninguno —dijo Teller, negando pesimista con la cabeza —. Lo cual nos incluye.

—Si la vida es un milagro la inteligencia lo es aún más —insistió York.

—Diez por ciento, va bene. Entonces nos quedan diez millones de planetas donde se desarrolla la inteligencia. De los cuales un diez por ciento pueden haber desarrollado una civilización avanzada. De las cuales diez por ciento pueden haberse desarrollado mucho antes que la nuestra, digamos un millón de años antes, ¿vero? Obtengo cien mil civilizaciones avanzadas. Incluso si viajan por debajo de la velocidad de la luz, en un millón de años han tenido tiempo de sobrar para colonizar toda la galaxia. ¿Certo ragazzi?

—Ya veo —masculló Teller —. Deberían estar aquí.

—Exacto. Deberíamos haber visto ya los OVNIS, o haber detectado sus señales de radio, o quizás sus obras de ingeniería galáctica.

—A lo mejor es verdad que se están llevando las papeleras… —bromeó York.

—Sin bromas —cortó Teller —. Enrico ha dado en el clavo. ¿Dónde están? Las cuentas están claras. Incluso si le pones o le quitas uno o dos ceros el resultado es el mismo. Deberíamos haber visto ya a los putos marcianos. A no ser que se escondan. Y ¿por qué habrían de esconderse si son tecnológicamente superiores a nosotros? No lo entiendo.

—La verdad es que no me quita el sueño —dijo York, encogiéndose de hombros.

—Pues debería quitártelo, Herbert. Porque lo que no entiendes, puede matarte.

—En ciertas ocasiones la ignorancia puede ser una bendición —contestó York, dedicándole a Teller una sonrisa ecuménica.

—¿Tú crees? Pregunta en Hiroshima.

Tercer escalofrío, pensó Emil y este se extendió hasta el estómago, presionando sobre la hamburguesa que de repente parecía haberse solidificado en una masa indigestible, tan densas como el uranio enriquecido de Little Boy. Emil respiró hondo, tratando de controlar la sensación de náusea.

Como intuyendo su angustia Kate se acercó, con la jarra de café en la mano.

—¿Mas café doctor Konoski?

Emil suspiró agradecido, extendiendo la taza vacía hacia su sonrisa, pintada de granate.

Contexto:

El relato ficcionaliza la formulación de la paradoja de Fermi. Los hechos a los que se refiere son históricos, así como los personajes involucrados en la narración. Ver:

https://www.fossilhunters.xyz/extraterrestrial—life/the—fermi—paradox.html

4 Comentarios

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  4. Guauu!!!
    me sentí por un momento en los Alamos en esa mesa de ese restaurant
    muy buen relato
    La paradoja de Fermi, como me rompió la cabeza la primera vez que la conocí (y hoy todavía).
    Hermoso universo, hermoso planeta Tierra.
    Saludos y buen día

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