Tecnofilosofía, de Aníbal M. Astobiza (Plaza y Valdés)
El prólogo de este ensayo, que su autor presenta como «Unas palabras a quien va a nacer en la era de las máquinas», indica en buena medida la postura que defienden sus páginas, pues parece difícil a estas alturas no posicionarse respecto a un tema que suele generar encendidas críticas en la mayoría de análisis. Este no es el caso: «El imperativo tecnológico, entendido en su buen sentido, alude a que buena parte de nuestro bienestar no se podría mantener si no es gracias a las máquinas. Un mundo sin máquinas nos recuerda lo indefensos que estamos sin ellas y al mismo tiempo lo poderosos que somos por haberlas creado». Para Aníbal M. Astobiza, doctor en Ciencias Cognitivas y Humanidades, investigador en filosofía y (bio)ética y ensayista, es absurdo negarse a asumir este mundo-máquina en el que la presencia de aparatos tecnológicos de probada eficacia es constante e imprescindible hasta cierto punto; sostiene que impedir la innovación es oponerse al bienestar humano, y seguramente tenga razón. Algunos, sin necesidad de considerarse luditas, dirán que esa visión suya de un mundo «donde el crecimiento económico ya no resulta a expensas de esquilmar los recursos finitos del planeta» es demasiado optimista o directamente irreal, pero su voluntad de animar al lector a cuidarlo, preservarlo y legarlo en mejores condiciones no puede ser vista sino con buenos ojos. Equiparando la historia de las máquinas con la de la misma humanidad, Tecnofilosofía se propone analizar nuestra relación con ellas, que ha crecido exponencialmente en los últimos años y que plantea —y planteará a no muy largo plazo— cuestiones éticas insoslayables y fundamentales. Su creciente autonomía y simulación de inteligencia tendrán cada vez un impacto más radical en la vida diaria, pues además nos pondrán de frente a máquinas que lleguen a ser tan capaces como nosotros. Hasta tal punto que Astobiza se pregunta en uno de los capítulos si es posible programar máquinas para la moral, en otro si llegarían a desarrollar conciencia (algo que hasta hace poco era terreno exclusivo de la ciencia ficción), en otro la fusión entre humanos y máquinas, y en otro las implicaciones sociales y políticas de la información que estas manejan. «La era de las máquinas está cambiando por completo el ecosistema y la dinámica del conocimiento humano y cabe esperar que quien nazca en futuras eras tendrá una relación con ellas y una forma de entender la realidad muy diferente», escribe el autor, quien dice querer escapar del síndrome de Pollyanna pero considera vital preguntar qué tipo de mundo-máquina queremos construir para el mañana.
Una noche de escupir cerveza y maldiciones, de Charles Bukowski (Visor)
El próximo mes de marzo se cumplirán 30 años de la muerte de uno de los escritores más importantes, influyentes e icónicos de las letras norteamericanas del pasado siglo, cuyo —maldito— estilo sigue marcando a lectores y autores actuales. Este no es propiamente un libro de Charles Bukowski (1920-1994), pero sirve para entender su genio inadaptado y excesivo, sucio y honesto hasta decir basta, pues lo que en sus páginas se recoge es la fascinante y bullanguera correspondencia que mantuvo en la década de 1960, habiendo ya alcanzado cierto estatus, con la pintora, poeta, crítica y editora de la generación beat Sheri Martinelli (1918-1996), protegida de Anaïs Nin y admirada por artistas de muy diverso signo, de Allen Ginsberg a Hilda Doolittle. Por tanto y como demuestra el prólogo del editor de este volumen, Steven Moore, ella es tan protagonista como él y a buen seguro será todo un descubrimiento para muchos lectores españoles. «Si Bukowski hubiera recibido una típica carta de desestimación de Martinelli la primera vez que envió sus poemas en 1960, probablemente la habría tirado y habría pasado a la siguiente revista, pero Sheri se atrevió a darle algún consejo y él se molestó», cuenta Moore. La réplica defendiendo su estética del autor de Mujeres y La senda del perdedor daría comienzo a un intercambio de misivas que se extendería a lo largo de siete años, y lo sorprendente es que caracteres (y físicos; La Bella y la Bestia, los bautizaría Alexander Theroux) tan absolutamente dispares en general tuvieran tanto que expresarse, tal vez por el hecho de pese a todo reconocer enfrente a un creador singular e independiente. Aunque el talante poco dado a adornar las cosas y genuinamente descarnado de ambos acabaría dando al traste con esa relación escrita, Una noche de escupir cerveza y maldiciones bien merece una lectura atenta al intercambio de pareceres y golpes: desde ese «quiero comentarte que no veo brío en tu obra» de Martinelli, recomendando que leyera a los clásicos y a Wyndham Lewis, pasando por el «hay mucho de cierto en eso que dices de que me limito meramente a enumerar la vida y hay mucho de cierto en lo de que no estoy contando gran cosa y estoy contando demasiado en el sentido subjetivo» de Bukowski, hasta el concluyente «no tengas nada que ver con los asuntos del mundo» que ella le aconseja a él (citando a su amante Ezra Pound); por lo que todo empieza y acaba con un consejo no pedido. Pero todo, también, es brillante y desgarrador y zafio y ocurrente y cruel y explícito y vivo como la vida misma de estos dos artistas que no dejaron de escupirse, la una al otro y viceversa, su mirada única a un mundo no menos desquiciado.
Quemar las naves, de Angela Carter (Sexto Piso)
«Los puedes distinguir por sus ojos, ojos de depredador, ojos nocturnos y devastadores, tan rojos como una herida». Esta maravillosa edición de los cuentos completos de Angela Carter (1940-1992) viene a hacer justicia a una de las narradoras esenciales de la literatura anglosajona en el último siglo, de tan marcada vocación feminista —y, dada la fecha original de su producción, muy moderna— como imaginación desviada y tendente a buscarle las aristas al llamado mundo real. «Empecé a escribir piezas breves cuando vivía en un cuarto demasiado pequeño como para escribir en él una novela», explica Carter en el epílogo a uno de sus libros, resignificando la habitación propia de Woolf para conectarla al estilo literario. Para la autora inglesa, la narración breve concentra lo expresado hasta fundir signo y sentido en una abstracción propia de los cuentos, que los aleja de la experiencia cotidiana o la imitación de la vida. Por eso siempre admiró a escritores como Poe o Hoffmann, tan volcados hacia el inconsciente, lo fantástico, el tabú y lo antinatural; aunque sus referencias alcanzan a Shakespeare y la escritura dramática. Publicado originalmente en 1995, Quemar las naves reúne desde su obra temprana, con títulos como Una fábula victoriana (1966), hasta libros póstumos como El mercader de sombras (1993), pasando por los cuentos de Fuegos artificiales (1974) o los de su gran obra maestra La cámara sangrienta (1979), incluyendo el popularizado por la adaptación al cine de Neil Jordan «La compañía de los lobos», los de Venus Negra (1985) o algunos de sus cuentos no antologados, como La Casa Escarlata (1977). Uno de los elementos que añaden valor a esta edición de Sexto Piso, con traducción de Rubén Martín Giráldez (y de Jesús Gómez Gutiérrez en el caso de La cámara sangrienta), es el prólogo de Salman Rushdie, quien califica de milagro las veces en que su «número de funambulismo» literario, audaz y excesivo resulta exitoso y cala en el lector, es decir, «la de veces que [Carter] realiza la pirueta sin caerse o hace malabarismos sin perder la pelota». Sitúa su tesoro literario, que según Rushdie «podemos saborear y amasar» gracias a esta magnífica colección, a la altura de los Calvino, Chatwin o Carver por la interrupción igualmente abrupta de su obra, que nos dejó huérfanos de una de las escritoras contemporáneas más estudiadas, por todo lo que su producción tiene aún que decirnos, varias décadas después. «La muchacha rompió a reír; sabía que ella no era la carne de nadie. Se rio de él en su cara, le arrancó la camisa y la tiró al fuego, sobre la estela voraz de su propia ropa desechada. Las llamas bailaron como espíritus de muertos en la Walpurgisnacht y los viejos huesos que estaban bajo la cama empezaron a tabletear terriblemente, pero ella no les prestó atención».
Fragmentos de inexistencia, de Miquel Martín i Serra (Anagrama)
«Un hombre es demasiado complejo para su propia inteligencia. / El hombre es un milagro que ningún hombre puede conocer, ninguna inteligencia seria puede comprender. Demasiado lleno de santos, demonios y días distantes para entender la plena importancia del destino / y saber que morir es un pequeño precio que se paga por el milagro que el hombre contiene». Unos versos concebidos durante su estancia de un decenio en Sudáfrica abren esta biografía de Tom Sharpe (1928-2013), del que de forma reciente se cumplían justamente diez años desde su muerte. Tiempo suficiente como para valorar en su justa medida un legado que, como su propia personalidad, es multifacético y singularísimo. El escritor y filósofo de formación Miquel Martín i Serra, que tiene una amplia producción ensayística en torno a varios poetas catalantes importantes, nos sumerge aquí en la savia literaria de la que brotó el genio del autor británico célebre sobre todo por su personaje de Wilt, que como muchas otras de sus ácidas sátiras partieron en buena medida de su propia experiencia, su observación y su modo de lidiar con el sinsentido del mundo. Heredero de la prosa afilada de un Evelyn Waugh, este enorme novelista contemporáneo legó toda su documentación personal y materiales de registro biográfico a Montserrat Verdaguer, gran difusora e investigadora de su obra y quien finalmente encargaría a Martín i Serra este libro cuyo título, Fragmentos de inexistencia, ya había consignado el propio Sharpe, anticipando su proverbial y corrosiva ironía. Partiendo de materiales inéditos —más allá de sus 16 novelas— que incluyen poemas, obras de teatro, autobiografías inconclusas y la adaptación al cine de su debut novelístico, así como sus diarios completos y una correspondencia con diversos interlocutores entre los que se hallan literatos como Patricia Highsmith o P. G. Wodehouse, este libro se define en la introducción como «una obra construida a partir de fragmentos vitales, de flashes de una existencia (ahora inexistencia) que muestren al hombre, al escritor e incluso al personaje que asomaba detrás». Es ahí donde descubrimos sus vivencias más excentricas, aventureras y fascinantes, las mismas sobre las que armó su obra narrativa y dramática aunque fuera en forma tergiversada, retocada hasta alcanzar dimensiones algo grotescas en su mirada crítica y comprometida con la ya de por sí desquiciada realidad con la que convivió. Así se entiende aquello que sostenía Sharpe de que «las verdaderas absurdidades son las que la gente real piensa y que realmente lleva a cabo». El carácter contradictorio y paradójico del autor, fundido y confundido en su obra transgresora y brutal, que llega a congelar la sonrisa en sus escritos, se desnuda en unas páginas que contribuirán a ofrecer una imagen menos estereotipada y más descifrable del autor; acaso un hombre demasiado complejo para su propia inteligencia y para la de sus fieles lectores.
Pingback: Las rompehogares de Todd Haynes - Jot Down Cultural Magazine