Horas críticas

Libros de la semana #122

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

Rey Kull, de Robert E. Howard (Ediciones T&T)

«El sol se estaba poniendo. Un último resplandor carmesí bañaba el paisaje y se posaba, como una corona de sangre, sobre los picos moteados de nieve de las montañas». Así se abre este libro consagrado a recopilar todas las narraciones en torno al personaje que le da título, Rey Kull, y que nos sumerge en una maravillosa aventura ucrónica con elementos de la iconografía y la historia del medievo, la antigüedad o la cultura celta, entre otras. Bárbaros, seres híbridos zoomórficos, hechiceros, dioses sanguinarios, clanes salvajes, dragones voladores… Una verdadera mitología con todos los ingredientes del (sub)género conocido como espada y brujería, en una obra que, sin embargo, no es un remedo del famoso Conan; en todo caso ese brutal guerrero nació como reformulación de Kull y, de hecho, puede decirse que es aquí donde nace esta vertiente de la fantasía épica. Pese a su corta vida, Robert E. Howard (1906-1936) fue un autor fundamental para la literatura de género —western, erótico…— y, en concreto, el fantástico, sobre todo con sus personajes pulp para la revista Weird Tales, uno de los cuales fue precisamente, a finales de los años 20 del siglo pasado (y teniendo el propio autor apenas 20 años), este Rey Kull de la región mítica que la Grecia clásica bautizó como «la isla de Atlas». En su prólogo, Armando Boix señala que el escritor estadounidense no inventó la fantasía heroica, pero «le concedió una forma sólida y madura»; hasta el punto de que el lector puede observar en estas páginas cotas de imaginación a la altura de genios creativos como Tolkien o Lovecraft, por citar dos ejemplos diversos pero en cierto modo conectados con la obra de Howard. La idea de incorporar componentes fantásticos a las tradicionales narraciones de aventuras puede parecer obvia hoy día, pero no por aquel entonces, cuando aquel cóctel apenas había sido explorado desde el ciclo artúrico y las novelas de caballería. La fantasía sucia de los relatos de Kull fue antecesora de autores clave como Michael Moorcock o Catherine L. Moore, tal y como nos recuerda en su esclarecedor apéndice Rodolfo Martínez, quien además siembra una interesante reflexión: «Es curioso que tres de los géneros más importantes de la literatura del pasado siglo, la novela negra, la espada y brujería y la ciencia ficción moderna, tengan un origen común en las revistas pulp. […] Los géneros que mejor han sabido analizar la época en la que vivimos, le pese lo que le pese a la mal llamada alta literatura». No en vano, esta espléndida edición con traduccíon revisada de Alejandro Calderón e ilustraciones de Jagoba Lekuona nos muestra no tanto a un salvaje primigenio como a un hombre civilizado presa del desasosiego, la melancolía o incluso la introspección: «Kull se preguntaba qué era real en la vida. ¿La ambición, el poder, el orgullo? ¿La amistad de un hombre, el amor de una mujer (cosa que él no conocía), la batalla, los saqueos…? ¿Qué era real? ¿Quién era el verdadero Kull? ¿Ese que se hallaba sentado sobre el trono? ¿Quizá aquel que escaló las montañas de Atlantis, el que había asolado las lejanas islas del ocaso, el que se había reído de las rugientes olas del verde mar Atlante? ¿Cómo es posible que un hombre, a lo largo de su vida, sea tantos hombres diferentes?». Larga vida al rey metafísico.


Símbolos naturales, de Mary Douglas (Alianza)

Al comienzo de este libro, su autora diagnostica que «uno de los problemas más graves de nuestro tiempo consiste en la falta de adhesión a unos símbolos comunes». Aunque es solo en apariencia, señala: lo que ha ocurrido es que unos símbolos de distinto orden o naturaleza han sustituido a los anteriores. Hoy día es curioso ver, por ejemplo, cómo lo religioso, lo místico, lo oculto o lo mágico vuelven a emerger como tema central o trasfondo en las artes escritas y visuales, en principio como fascinación por lo exótico, pero también como creencia en su poder. Pues bien, Símbolos naturales fue publicada originalmente en 1970, pero como obra fundamental en la trayectoria de la reputada antropóloga Mary Douglas (1921-2007), no ha perdido un ápice de su interés y vigencia. Esta nueva edición de Alianza, traducida por Carmen Criado, suma la introducción que la propia académica escribió para su versión definitiva, en la que explica que, como producto de la época en que fue concebida, su obra «revela una sensación de urgencia, el deseo de intervenir en una conversación extremadamente estimulante a nivel mundial». Lo que comenzó siendo un comentario sobre la rebelión estudiantil contra el ritual vacío y las formas desprovistas de sentido, se convertiría en un ensayo de cosmología y sociología de la religión comparada, según el cual se podría llegar a predecir qué tipo de universo resultará de una determinada forma de relación social. Ya fuese con ejemplos del totemismo australiano o la sociedad industrial, los peyotistas navajos o las divinidades bosquimanas, la jerarquía católica irlandesa o los profetas nuer, se trataba de demostrar que las dimensiones de la vida en sociedad dominan las actitudes esenciales respecto al espíritu y la materia. En su prólogo, Manuel Delgado destaca que la autora británica escribió, desde un amplio conocimiento humanístico, «sobre simbolismo, ritual y religión —sus temas principales—, pero también sobre lo limpio y lo sucio, el medio ambiente, el riesgo, el cuerpo, los usos del consumo, los alimentos o los gustos estéticos», dejando una amplia huella a su paso en posteriores estudios e incluso en saberes socialmente extendidos. Recuperadora del funcionalismo estructuralista de Durkheim, uno de los padres de la sociología, su nombre se sitúa junto a los de emblemáticos críticos de la realidad de la segunda mitad del siglo XX como Foucault, Bourdieu o Habermas, distinguiéndose por su visión abierta de la antropología, que consideraba en contraste y conexión con otras disciplinas o como parte de un sistema. Dicho de otro modo: su obra evidencia la imposibilidad de que pueda existir algo en nosotros que esté libre de los constreñimientos que nos impone la relación con los demás. En Símbolos naturales, Douglas nos invita a analizar «cuán poco nos hemos zafado de funciones y funcionamientos sociales alienantes, aunque los creamos superados o ajenos por nuestra fe en la soberanía del individuo sobre sí mismo». Otra clase de fe, podría decirse.


Una película para cada año de tu vida, de Alejandro G. Calvo (Temas de Hoy)

El claim o gancho con el que se promociona este libro reza: «Si solo pudieras ver una película al año, ¿cuál sería?». Y al lector que se acerca con genuina curiosidad, seguramente cinéfilo, lo primero que le viene a la cabeza es que menuda distopía: a lo mínimo que aspira un hooligan del séptimo arte hoy en día es a ver una peli al día (o una cada dos días, si hace concesiones a las series). En cambio, a nosotros no puede parecernos más pertinente la propuesta planteada en estas páginas. En un panorama audiovisual dominado por el consumo en plataformas, ese «damero o tapiz» de títulos —en palabras del cineasta Rodrigo Cortés— que se nos pone por delante a veces resulta tan abrumador que todos experimentamos el fenómeno de pasar mucho tiempo, a veces cercano a lo que duraría un largometraje, seleccionando qué film concreto nos apetece ver o deberíamos ver (siendo fieles a nuestra conciencia cinéfaga). Pues bien, el periodista y crítico cinematográfico Alejandro G. Calvo (Barcelona, 1978), al que conocemos sobre todo por sus estupendas reseñas en vídeo para medios como Sensacine, ha venido a solucionarnos la papeleta centrando el foco. Ante la inmensidad del catálogo de posibles visionados, Una película para cada año de tu vida elige 101 títulos con la intención de que se asocien a esos hitos anuales de nuestro paso por el mundo. Sin ánimo de hacer mucho spoiler de su selección, procedamos a un breve repaso con múltiples elipsis: un recién nacido podría ver —es un decir— El árbol de la vida de Malick pero también Las aventuras del príncipe Achmed de Reiniger; un o una adolescente de 14 años, Clueless de Heckerling; alguien en sus 27, Sábado noche, domingo mañana de Reisz; con 39, la sublime In the Mood for Love de WKW; con 51, Grupo salvaje de Peckinpah; con 66, El gran silencio de Corbucci; con 84, Beau travail de Denis, y con 95, la inmortal Rufufú de Monicelli, para irse despidiendo entre risas y a lo grande. Por supuesto admite estar haciendo un ejercicio de elucubración sobre el futuro y lo que el cuerpo o la mente nos pedirá (pues él mismo solo tiene 45 años… o 44, depende de cuándo los cumpla), pero de igual modo ha de ponerse en su propia piel (o en la de sus hijos, entendemos) para elucidar qué titulo correspondería a su más tierna infancia. A las buenas películas, como a los clásicos en cualquier disciplina, se puede —o se debe— volver casi cada año, porque en cada momento vital aportarán una determinada enseñanza o, mejor dicho, nos arrancarán una determinada reacción, emoción u opinión. Este libro ofrece, como señala en su prólogo Pedro Vallín, «unas cuantas certezas éticas y estéticas para navegar la marejada de la provisionalidad de casi todo», y de hecho, tan atractivo como ese itinerario resulta la mención de films que ha tenido que dejar fuera, desde Zoolander de Stiller a Meek’s Cutoff de Reichardt, Häxan de Christensen o El dulce porvenir de Egoyan. Con la mezcla de erudición y entusiasmo, junto a esa desprejuiciada consideración indistinta de blockbusters con chicha y cine de autor incontestable que vemos en sus videoreseñas de YouTube, el autor no solo hace una lista de imprescindibles o imperdibles o favoritas; se trata más bien de cine importante, que atiende a lo que acaso acerca este arte a su público como casi ningún otro: el profundo humanismo de sus obras fundamentales, aquellas que nos ayudan a vivir o a descubrir posibles formas de conectar con otros seres humanos y con nosotros mismos. Como recuerda Calvo, «cuantas más y mejores películas veas, más feliz serás y más feliz harás a la gente que te rodea».


Mago, de Magdalena Parys (Ginger Ape)

«Eso de que un dolor con otro se quita es verdad», dice una de las frases menos violentas del inicio de este libro, y de las más duras. A finales de los 70, la Stasi alemana ejerció su salvaje represión ante cualquier sospecha de disidencia, aludiendo internamente con el nombre en clave Mago a su método de volatilizar personas. La escritora y periodista polaca Magdalena Parys, exiliada en Alemania desde niña, estrenó con esta novela política e histórica su «trilogía de Berlín», protagonizada por el poco ortodoxo comisario Kowalski. La narración se ambienta en 2011, aunque despliega la historia del país y de Europa del Este a través de las décadas, en un complejo mosaico de secretos, chantajes y venganzas personales que conectan la época del Muro con la actual sociedad germana. Mitad ficción trepidante, mitad devastador documento, Mago disuelve las fronteras del thriller con un estilo hipnótico y el esclarecedor testimonio de su relato sobre la culpa, la condena y la ausencia de responsabilidades. Aunque subraya Parys que lo contado solo sucede en su imaginación, lo que la desencadenó fue la noticia en 2010 de otra desaparición, la de millones de páginas de reveladoras actas sobre aquella operación: nada por aquí, nada por allá. Hasta que esta obra, ganadora del prestigioso European Union Prize for Literature, desveló el truco, tan barato y de tan alto coste humano. Un libro, traducido al castellano por Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz, que no recomendaremos a los que creen que lo pasado, pasado está y que no da ni para alimentar ficciones («El pasado nunca está muerto; no es ni siquiera pasado», se cita a Faulkner en estas páginas); pero que sin duda subrayamos como indispensable para todos aquellos lectores preocupados por la amnesia colectiva del viejo continente y las heridas aún abiertas en la Europa de hoy. Otra de las citas que contiene esta novela, diegética en esta ocasión, da en la clave de su atemporal vigencia, y se atribuye a Malraux: «El humanismo no es decir: Lo que yo he hecho no lo ha hecho ningún animal, sino decir: Hemos rechazado lo que en nosotros quería el animal, y queremos encontrar al hombre allí donde hemos encontrado lo que le destruye».

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