Entrevistas

David Jiménez: «Ha existido siempre la idea de que todo lo que estaba mal visto en tu país o en tu entorno social se podía hacer en Extremo Oriente»

El periodista y escritor David Jiménez. / © Christian González — Público

David Jiménez (Barcelona, 1971) tiene alma de trotamundos y es consciente de que vivió la última época romántica del periodismo. Aquella en la que los corresponsales disponían de tiempo, espacio y recursos para sumergirse en la realidad de los países que visitaban y mandar sus crónicas sin depender de la urgencia ficticia de las redes sociales. Durante dos décadas fue corresponsal en Asia de El Mundo, cubriendo guerras, revoluciones y catástrofes naturales en más de treinta países. A su regreso asumió la dirección de ese periódico con el reto de liderar su transformación digital y plasmó sus experiencias en el controvertido libro de memorias El director (Libros del K.O., 2019). También ha escrito Hijos del monzón (Kailas, 2007), que obtuvo el Premio Internacional de Literatura de Viajes Camino del Cid, El lugar más feliz del mundo (Kailas, 2013), que recopila algunas de sus crónicas y reportajes, y las novelas El botones de Kabul (Booket, 2010) y El corresponsal (Planeta, 2022). Ahora vuelve a la actualidad literaria con Los diarios del opio (Ariel, 2023), donde rememora los viajes por Extremo Oriente de escritores legendarios como Rudyard Kipling, Joseph Conrad o Graham Greene, y los mezcla con sus propias experiencias como corresponsal para intentar descubrir por qué nos fascina tanto esa parte del mundo.

La primera vez que hablamos me dijiste que esperabas que Los diarios del opio no te hubiera quedado demasiado romántico. ¿Por qué crees que el romanticismo se ha perdido o se ha vuelto algo negativo, sobre todo vinculado a la escritura, al periodismo o incluso a los viajes?

Ha habido un deterioro generalizado del mundo del periodismo y de la escritura, que siempre ha necesitado de mucha vocación y empeño porque los escritores no han vivido nunca en la abundancia. Desde que llega Internet, la oferta informativa se multiplica, se vuelve masiva y se produce una precarización que hace que cierren decenas de corresponsalías en España. Entonces pasa a ser más importante la cantidad y la rapidez con la que se escribe que la calidad. Eso lo vemos en el deterioro de la escritura que se lee a diario. A la vez, nos encontramos con un boom de una literatura de adolescentes enfocada a un público adulto, que ha tenido mucho éxito y ha marginado a autores de calidad en favor de estrellas mediáticas, de youtubers y de una literatura lo más fácil posible porque la gente tampoco tiene tanto tiempo como antes para dedicar a la lectura. Todo esto ha sumergido a los autores y a los escritores en una nostalgia de tiempos pasados. Y a los viajeros les ocurre algo parecido porque viajar ahora, en tiempos de turismo masivo y de líneas low cost, se ha llevado parte de ese romanticismo que tenían la aventura y el viaje.

En tu caso, fue el romanticismo y cierto idealismo de juventud lo que te llevó a dejar la redacción de El Mundo en 1998 para empezar tu etapa como corresponsal en Asia. ¿Cómo se prepara un periodista para ese tipo de trabajo?

Tuve que aprender en la carretera. Es decir, pasé de cubrir atascos de tráfico para el periódico en Madrid a revoluciones en Birmania o en Filipinas. Y en vez de cubrir conflictos vecinales, pasé a ir a guerras como la de Afganistán o la de Cachemira. Hice el cambio con muchísima ilusión porque tenía esa fantasía que tenemos muchos en la facultad de periodismo de vivir aventuras, de conocer a gente fascinante… y sucedió en esa época en la que los periódicos ganaban mucho dinero y te permitían viajar sin límites. Pero creo que un estudiante que lea mis libros, desgraciadamente, pensará: «Bueno, y el periodismo que hizo este tipo, ¿dónde está ahora?». Porque cosas que yo hacía, como ir una semana a Bután a escribir un único reportaje sobre la llegada de la televisión a ese país, si se lo ofreces hoy a un redactor jefe, te va a decir que estás loco o te pagarán por la pieza lo que ellos consideren, que suele ser muy poco.

En tu libro El corresponsal hablas de la camaradería que surge en los conflictos bélicos entre periodistas y de la figura de los veteranos ayudando a los jóvenes, pero también de rivalidades y de competitividad. ¿Cómo se gestiona ese microcosmos tan bipolar en medio de la tensión?

El periodismo siempre ha ido acompañado de una competencia brutal. La razón es que nuestro trabajo se hace público al día siguiente o, en el caso de Internet, cinco minutos después. Es decir, está expuesto al ojo público y al juicio de las audiencias y de los jefes. Eso hace que la pelea por el espacio, por la notoriedad y por la exclusiva lo hagan muy competitivo. Pero es verdad que, cuando trasladas esa rivalidad a un conflicto donde hay riesgos y puedes perder la vida, muchas veces también va acompañada de solidaridad, de compañerismo y de camaradería. Yo he encontrado las dos cosas tanto en la redacción como en mis viajes de reportero. Eso sí, siempre me ha parecido más amable el mundo de los corresponsales que el de las redacciones, donde los puñales vuelan. Una de las razones de que yo me fuera de corresponsal también era salir del ambiente tóxico que, a veces, encontraba en la redacción. Sin querer mitificar ni romantizar en exceso el mundo de los corresponsales, tuve la suerte de vivir años en los que era más fácil pasar tiempo en un país sin la prisa de regresar por cuestiones de presupuesto y poder establecer amistad tanto con los corresponsales como con la población local. Tenías tiempo para sumergirte en las historias y eso ha hecho que pueda escribir los libros que he escrito.

Muchos periodistas y fotógrafos sienten predilección por ciertos temas y los buscan en todos los países donde viajan. ¿Crees que hay constantes temáticas en tus años como corresponsal?

Me detuve mucho a contar historias de niños porque me parecía especialmente injusto cuando ellos sufrían la guerra, la pobreza y los desastres naturales. Otro tema que ha estado muy presente en mi trabajo como periodista y escritor es la maldad. Siempre me ha llamado la atención intentar encontrar respuestas a eso que nos hace cruzar la línea que separa el civismo y la convivencia del odio y querer eliminar al otro. En esa búsqueda también encuentras motivos para el optimismo. Gente que, en medio de las situaciones más extremas, se comporta con admirable coraje y humanidad. Me fascinan esos dos mundos que, muchas veces, conviven dentro de nosotros.

¿Fue complicado abandonar la vida de trotamundos después de dos décadas en Asia para volver a la redacción del periódico como director?

Los corresponsales se adaptan fatal al regreso a una redacción. De hecho, siempre nos resistimos. Recuerdo que todos mis compañeros corresponsales en Asia temían el día en el que un jefe los llamara y les dijera que tocaba volver. En mi caso, el regreso fue atípico porque volví para dirigir el periódico El Mundo y el contraste fue todavía mayor. Pasé de las trincheras de Afganistán a la trinchera de un despacho de poder, como es la dirección de un gran periódico. Creo que quien aterrizó en esa redacción fue un extraterrestre, alguien que había vivido la parte más romántica del oficio como corresponsal durante veinte años y, de repente, chocó con la parte más fría, más oscura y más intrigante del oficio. Esa que tiene que tratar con la política, con el poder, con los intereses y con la supervivencia económica de un diario. Algo que te enfrenta a encrucijadas morales… y siempre he dicho que me resultaban más difíciles de resolver que decidir una cobertura bélica o cómo conseguir historias en esos lugares remotos a los que iba.

¿Podríamos afirmar que la experiencia en el frente te generó cierta empatía hacia tus compañeros? Tengo entendido que fuiste muy prudente a la hora de mandar a corresponsales por el mundo…

De hecho, mis compañeros de la sección de internacional veían una contradicción en que, habiendo sido reportero de guerra y cubierto conflictos en tantos lugares, fuera el director de El Mundo que más se resistió a enviar a sus periodistas a conflictos. Recuerdo que hubo propuestas de ir a Siria, Irak y otros sitios que en ese momento suponían un altísimo riesgo para los reporteros, y yo me resistí. Seguramente porque sabía a dónde los enviaba y un director de periódico que solo había cubierto política nacional y ruedas de prensa, y que había comido con los ministros, pero no había estado nunca en el frente, probablemente no era consciente de los riesgos como yo.

Acabas de presentar Los diarios del opio, donde el centro del relato son escritores célebres que encontraron la perdición en Oriente y mezclas sus historias con detalles de tus viajes. ¿Necesitabas reconectar con esos lugares desde una óptica menos periodística y más personal?

En cierto modo, quería escribir un libro que pusiera fin a mi trabajo literario sobre Asia. Muchas veces me pregunté qué fue lo que me atrapó del Extremo Oriente, porque fui para probar seis meses y acabé quedándome dos décadas. Entonces me dije: «A lo mejor una manera de encontrar ese secreto es utilizar como guías a aquellos que también quedaron prendidos por ese mundo mucho antes que yo». Había leído libros míticos y a autores que se habían inspirado en el Extremo Oriente y me dije que sería bonito volver a todos esos lugares, pero siguiendo sus huellas. Al final ha sido un viaje un poco más calmado porque, cuando eres corresponsal, vas a los sitios en situaciones de mucho estrés y quería contar Asia de una manera más literaria, más sosegada y más profunda. Tratar de llegar al espíritu del continente, de su gente y a su filosofía de vida para intentar desvelar ese misterio que ha atraído a los occidentales desde tiempos de Marco Polo.

Los protagonistas del libro son gente de épocas pasadas, con muchos claroscuros en su manera de actuar y de ver el mundo. ¿Qué opinas de la tendencia a juzgar a personajes históricos desde la ética o la moral actuales?

Creo que es un disparate juzgar el siglo XVIII o XIX con los códigos morales del XXI. Si estudias la biografía de Kipling, uno de los protagonistas del libro, puedes concluir que era un tipo racista, muy favorable al colonialismo, misógino y que tenía muchísimos defectos. Pero resulta que la época que le tocó vivir era racista, era procolonial y era machista. Por supuesto que hubo gente que se rebeló contra todo aquello, pero no era tan fácil como hoy, que puedes poner un tuit y expresar tu rechazo a todas esas cosas. Por ejemplo, la obra de Kipling está vetada en universidades del Reino Unido o Estados Unidos. Incluso obras en las cuales no aparece nada de eso. Pero da igual, se prohíben porque se le ha puesto la etiqueta de «cancelación». Y si ya es absurdo cancelar a los autores actuales, más absurdo es cancelar a aquellos que, hace mucho tiempo, no pasaban por el corte moral que hemos establecido ahora. Pasa lo mismo con el colonialismo. Había autores, como Conrad, que lo criticaron y tuvieron la capacidad de ver que estaba mal. Y otros, como el propio Kipling, no lo hicieron porque crecieron en un ambiente donde se les inculcaba la idea de que estaban civilizando a esos pueblos. ¿Vamos a coger a Gengis Kan y lo vamos a juzgar porque, en vez de resolver sus disputas en la ONU, que, evidentemente, no existía en esa época, lo que hacía era arramblar con todo? Lo que debemos hacer es criticar lo que está haciendo Putin en Ucrania porque hoy tenemos una conciencia social, geopolítica y de los derechos de los pueblos mucho mayor, que nos ha llevado a concluir que utilizar la violencia para conquistar al vecino es inaceptable.

La guerra de Vietnam dio un giro inesperado gracias al trabajo de los corresponsales y la guerra del Golfo fue la primera retransmitida en directo por televisión. Pero ¿qué papel juegan hoy la prensa y los medios tradicionales en la guerra de Ucrania? Es la primera de la era de las redes sociales…

Tiene un impacto positivo y negativo. Positivo en el sentido de pensar en qué no estaría pasando si no hubiera ningún testigo para recoger la crueldad de esa guerra y los abusos que se cometen. Por otra parte, estamos viviendo una guerra que se narra en redes sociales con miles de vídeos donde vemos morir a los soldados, los drones caer sobre las trincheras y las explosiones de los tanques. Nunca jamás habíamos tenido un acceso tan cercano a la guerra, pero la información que se viraliza no necesariamente te está contando la realidad. Por eso necesitamos periodistas que estén sobre el terreno, que recojan información y tengan la capacidad para contarte la realidad de lo que sucede. Por eso, ahora es más importante que nunca el periodismo. Puede sonar muy ingenuo y romántico, pero el periodismo puede ayudar a detener una guerra. Has mencionado el caso de Vietnam, donde los reporteros cambiaron la opinión pública contando a los estadounidenses la verdad de lo que sucedía y obligaron a sus líderes a firmar la paz. En Yugoslavia vimos claramente que no se hacía absolutamente nada para detener lo que ocurría hasta que los periodistas empezaron a describir las masacres en los mercados y las fosas comunes. Eso forzó a la comunidad internacional a actuar. El problema es que, muchas veces, estamos enviando a cubrir guerras a chavales en precario, que ni siquiera tienen un chaleco antibalas y reciben 50 euros por crónica. ¿Quién quiere ir a jugarse la vida, por muy romántico que sea su espíritu, a cambio de prácticamente nada?

Todos los escritores que aparecen en el libro viajaron a Asia buscando algo distinto, pero sin saber muy bien qué encontrarían. Y lo único que nos dejaron fueron sus escritos. ¿Qué tiene Asia que aún genera tanta fascinación?

Tradicionalmente, uno viajaba a Asia y se encontraba con el exotismo, con una manera de vivir diferente e incluso con una manera de afrontar los problemas distinta. Una de las preocupaciones que reflejo en el libro es qué pasa cuando esas zonas de Oriente y Extremo Oriente van renunciando a su autenticidad para adaptarse al turismo masivo… cuando sales a la calle en Bangkok y no te encuentras los puestos callejeros de antes, sino un centro comercial que tiene un Zara y un Hugo Boss. Viajas miles de kilómetros para encontrar lo mismo que en tu ciudad. Y una de las grandes preguntas es qué queda de la experiencia del descubrimiento de algo diferente que antes era lo que atraía a la gente. Pero, no nos engañemos, también ha habido atractivos menos puros que el exotismo y la aventura. Los autores de Los diarios del opio encontraron allí la perdición, el opio, mujeres… ha existido siempre la idea de que todo aquello que estaba mal visto en tu país o en tu entorno social se podía hacer en Extremo Oriente. Y eso, en su versión más decadente, se ha mantenido hasta hoy con el turismo sexual, del cual también hablo en el libro.

Leer el libro me ha hecho pensar muchas veces en la idea de paraíso. ¿Crees que este concepto existe o es una invención romántica de esos escritores que el capitalismo ha magnificado?

Creo que es una actitud, más que un lugar concreto. Yo me he sentido en el paraíso en Manila, una ciudad horrorosa y llena de atascos. Y también en una isla paradisiaca en Tailandia, donde no había absolutamente nadie. Todo depende de si para ti el paraíso es una cuestión física, como tener un agua transparente o un paisaje fantástico, o si se trata de salir de tu zona de confort y estar en un lugar donde te pasan cosas nuevas, donde vives experiencias únicas y donde conoces a gente que te hace crecer. A veces, el paraíso es una aldea perdida en China donde los vecinos te reciben como si fueras uno más y te invitan a comer con ellos. Me he sentido en el paraíso en los sitios más remotos, pero no necesariamente los más bonitos. Otras veces he estado perdido en una montaña en Bután o en el desierto de Gobi y he encontrado lo que me parecía el paraíso. Lo que sí tengo claro es que no es el paraíso estar en esos lugares y ver llegar autobuses llenos de turistas que no respetan los sitios y exigen que las cosas estén como ellos creen que deben estar. Ahí hay un riesgo de pérdida de autenticidad de los lugares. Y ahí es donde se pierde el paraíso.

Igual que sucede con el jazz, el periodismo ha evolucionado gracias al intercambio generacional y a la figura de los mentores. ¿Te sientes identificado con esta manera de entender la profesión?

He intentado hacer ese papel a mi regreso y dedico mucho tiempo a recorrer facultades de periodismo para transmitir a los futuros reporteros cómo creo que deben hacer su trabajo y cómo era en mi época. El director es un libro que está dedicado a los futuros periodistas y tenía esa aspiración de ser un manual de ética periodística para ellos. Desgraciadamente, se ha perdido esa cadena de transmisión de los valores, de las experiencias y del aprendizaje del periodismo que había en las redacciones porque llegó un momento en que se empezó a despedir a los veteranos o se jubiló a gente de gran valía, que no solo hacían bien su trabajo, sino que tenían ese papel de pasar el testigo a los que llegaban. Ahora eso es muy raro que ocurra y es una pena porque, en un país donde en las facultades de periodismo no se aprende absolutamente nada de periodismo, muchas veces eran esos maestros y esos mentores los que más te enseñaban sobre el oficio.

Me gustaría terminar con una pregunta literaria. En tus días como corresponsal viajando por Asia, ¿había espacio en la mochila para llevar libros de viajes?

Siempre llevaba libros que me ayudaran a entender los lugares a los que iba. Y muchas veces podía ser narrativa, no tenían por qué ser libros académicos o de no ficción. Por ejemplo, si iba a Indonesia porque me tocaba cubrir la revolución de Suharto, leía el famoso libro de Christopher Koch, El año que vivimos peligrosamente. Hoy, en tiempos de Internet, donde lo tienes todo al alcance de la mano, es absurdo llevarte la típica guía de viajes. Si voy a Lahore, en Pakistán, lo que quiero es leer Kim de Kipling porque muchos de los lugares que describe siguen estando allí. Si vas a Filipinas, puedes leer Filipinas es mi jardín de Manuel Leguineche, donde te hace una introducción fantástica del disparate que ha sido ese país en las últimas décadas. Si vas a Japón, te recomiendo que leas Crónica japonesa de Nicolas Bouvier porque ningún occidental se ha sumergido más en la cultura japonesa que él. Esto te hace indagar en los cambios que ha vivido el lugar al que vas y ahí hay un descubrimiento fascinante.

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