Entrevistas

Paula Sánchez Perera: «El estigma puta es una de las luchas más significativas que tiene pendiente el feminismo»

La filósofa, activista, docente y escritora Paula Sánchez Perera. / Foto: David G. P.

Tengo la suerte de vivir al lado de una librería digna de ese nombre, una especie en peligro de extinción. Eso significa, entre otros privilegios, que si Eva, tu librera de confianza, te recomienda un libro, hay muchas probabilidades de que valga la pena leerlo. Y puede que sea incluso tu libro del año, como en el caso de Crítica de la razón puta (La Oveja Roja, 2022), un texto fundamental que reclamó mi plena atención durante varios días, primero para leer con detenimiento sus casi cuatrocientas páginas cuajadas de notas esclarecedoras y rigurosamente documentadas, y luego para reseñarlo en Jot Down. Y poco después la Llibreria 22 invitó a su autora, Paula Sánchez Perera (Lanzarote, 1988), a presentar su libro en Girona, lo que me brindó la oportunidad de conocerla personalmente y pergeñar esta entrevista.

En tu libro, y desde el mismo título, cuestionas a Kant y a otras vacas sagradas de la filosofía occidental, cosa que el feminismo más combativo viene haciendo al menos desde los años 60 (pienso, por ejemplo, en Escupamos sobre Hegel, de Carla Lonzi). Como profesora de filosofía y activista feminista, ¿qué puedes decirnos sobre este importante frente —que podríamos llamar académico— de la batalla de las ideas?

No soy favorable a lo que ahora se denomina cultura de la cancelación: no tenemos que dejar de estudiar a Heidegger porque fuese nazi, por ejemplo. No pienso que haya que tirar por tierra a los popes de la filosofía porque muchos de ellos abrazaron puntos de vista misóginos y racistas, porque esto es una falacia (ad hominem) y porque los debates que abrieron y enriquecieron no dejan de ser muchas veces universales. No obstante, tampoco creo que se pueda detentar un punto de vista epistémicamente feminista cuando solo lees y valoras a señores: no se puede hacer crítica feminista desde Platón, si quieres.

Menos aún concuerdo con la idea de separar la biografía de la obra, ya que la producción filosófica no es inmune a los prejuicios de los autores, y cuando abordamos las implicaciones políticas de sus desarrollos ontológicos o epistemológicos lo vemos claramente. Con lo que estoy de acuerdo es con la praxis feminista que entabla un diálogo crítico con sus postulados, situando dentro de la exposición todos estos elementos en lugar de pensarlos como meras anécdotas, como luces y sombras ajenos al núcleo duro.

En la tradición feminista la sátira, como ejercicio cuestionador del poder, ha sido una constante, como el libro de Carla Lonzi que mencionas. Quizás por eso me sorprendan tanto las reacciones escandalizadas por el título que he escogido, cuando Kant no deja de ser uno de los padres del pensamiento patriarcal. A él le debemos frases como que la mayor virtud femenina es ser guapas o la idea de que no nos da la cabeza para conquistar la razón práctica. De todas formas, este título no es cosmético ni una apuesta vacía por la provocación. Kant es el padre del concepto de dignidad que se maneja en el debate de la prostitución. Él consideraba que el sexo convertía a las personas en medios para un fin, en instrumentos, y solo podíamos reconquistar el estatus como sujeto y devenir las prácticas sexuales en moralmente legítimas cuando se producían dentro del matrimonio, porque el contrato garantizaba la reciprocidad de uso. A menudo se obvia todo este residuo sexofóbico cuando se emplea su razonamiento de manera parcial e interesada en el debate de la prostitución. Así, si él en la Crítica de la razón pura se preguntaba por los límites de la razón para comprender las ideas metafísicas, yo trato de someter a crítica los puntos ciegos del abolicionismo cuando asume la imagen de la prostitución que dibuja el estigma.

Cuentas que, al iniciar tu investigación sobre la prostitución, partías de una postura próxima al abolicionismo y que la relación directa con las trabajadoras del sexo te hizo cambiar radicalmente de actitud. ¿Fue un cambio gradual o hubo algún dato decisivo, alguna experiencia concreta especialmente reveladora, un momento eureka?

Cuando escribí el TFM, en el que analizaba el debate feminista sobre la prostitución limitándome a la lectura de fuentes bibliográficas, era abolicionista. La postura proderechos, a la que no calificaba con ese adjetivo ni siquiera, me era desconocida o más bien la conocí a partir de una caricatura. En gran parte esto también se debió a que no encontré un ensayo teórico proderechos que sistematizara los argumentos y respondiera a los contrarios; eso es lo que he querido hacer con el libro: escribí lo que me hubiese gustado leer cuando era una predoc. Para la tesis doctoral me decidí a hacer trabajo de campo y también accedí a otra clase de lecturas.

Mi cambio de postura no fue repentino, sino gradual, y me llevó años reconocerme enteramente de acuerdo con la otra posición. Por supuesto que la intervención social en zonas de prostitución callejera fue decisiva, no solo porque la relación con las mujeres hizo mella en muchísimas preconcepciones que tenía, sino porque permití que ese contacto me interpelara. Una puede tranquilamente asignarles el estatus de alienadas y no dar valor de verdad a su palabra, una puede acatar el estigma, pero como persona que practica el pensamiento crítico sé que este no se limita a criticar las ideas contrarias a las mías, sino mi propio pensamiento. También fue crucial el conocimiento de las vulneraciones de derechos a las que se enfrentan, porque muchas de ellas derivan de políticas abolicionistas, como la Ley de Seguridad Ciudadana que sanciona a los clientes, o los códigos penal y civil que imposibilitan denunciar la explotación laboral porque impiden reconocerla como trabajo. Este impedimento también obstaculiza el acceso a la vivienda, por ejemplo, favoreciendo el que pasen a residir en clubes, beneficiando a los proxenetas. Entonces comencé a entender las normativas no a partir de las aspiraciones ideológicas que persigan, sino de los efectos que generan. El momento decisivo de mi conversión se produjo en Buenos Aires, cuando conocí de primera mano los efectos de la políticas antitrata y los códigos contravencionales, que incluso las retienen en el calabozo. En Argentina conocí un argumentario feminista materialista que ya no bebía como el europeo de la línea prosexo, y eso fue lo que me permitió reformular los argumentos con los que antes no estaba de acuerdo, como la libertad de ejercicio y el papel de la demanda, desde un lugar diferente que ya me permitía reconocerme en esta posición y entender que su defensa era una cuestión de justicia social.

Llevas ya un tiempo planteando la presentación de tu libro como un diálogo —una entrevista mutua, se podría decir— con Kenia García y otras trabajadoras sexuales que han tenido el valor (en ambos sentidos del término) de dar la cara en la lucha contra el estigma y proderechos. ¿Cómo ha sido la experiencia para vosotras y qué reacciones ha suscitado?

Por ahora, en las presentaciones me han acompañado Kenia García, Ninfa, Beyoncé, María José Barrera, Belén Ledesma, Lucía Fernández, María Riot, Miel Guernika y Georgina Orellano; todas ellas trabajadoras sexuales que forman parte del libro y quienes también quisieron tomar partido en las presentaciones. Desde antes de que se publicara el texto tenía claro que no lo presentaría sola, porque no es ético hablar de prostitución sin ellas, por la misma razón que los beneficios del libro van a ir a parar a las cajas de resistencia de los colectivos de trabajadoras. La academia tiene una deuda moral y económica con los colectivos que estudia y quería ser coherente, de acuerdo con una ética dialógica, porque el papel lo soporta todo y la praxis es otra cosa. Así que, en resumen: ha sido una experiencia necesaria. Debemos dejar de hablar por ellas para hablar con ellas, junto a ellas, utilizar los espacios para que la gente las escuche, servir de puente y altavoz. No se trata de «dar voz a las sin voz» porque ellas tienen voz, lo que no se activa es la escucha, solo un oír deficitario y casi psicoanalítico analizando sus palabras para buscar pasos en falso desde los cuales atacarlas.

Yo quería hacer un conversatorio, en el que nos entrevistásemos mutuamente, donde replicásemos aquellas entrevistas que les hice durante la tesis doctoral intercambiando los roles, de modo que yo también me tuviese que justificar. Las reacciones han sido muy positivas: las personas salen removidas, con una conciencia clara de que no conocían lo que estábamos defendiendo y con ganas de seguir reflexionando junto a la lectura del texto. Para mí forma parte de un compromiso activista y estoy muy satisfecha de esa pequeña fisura en el estigma que abrimos con las presentaciones.

Kenia García y Paula Sánchez Perera en la Llibreria 22 de Girona. / Foto: Joana Higuita

La cuestión del trabajo sexual ha provocado uno de los grandes debates internos del feminismo. ¿En qué medida has participado en él y qué conclusiones has sacado al respecto?

Llevo en este debate algo más de nueve años. Lo he vivido desde seminarios y congresos, pero también asambleas, formaciones e incluso alguna comisión interna con grupos políticos. Mi conclusión es que el debate no existe o más bien, como lo titulo en el libro, que «lo llaman debate, pero no lo es», haciendo un guiño a aquel lema del 15M. El debate no existe porque no se dispone de la misma información de una postura que de la otra: la mayoría piensa que defendemos un modelo regulacionista —al contrario—, que creemos en la libertad de elección, que ese es nuestro argumento capital, o que pensamos que la prostitución es empoderadora… chorradas así que son falacia del hombre de paja. No hay debate, sino un combate dialéctico que se desarrolla mediante mecanismos de censura, inserto en un contexto de pánico moral y orquestado a través de un buen número de falacias. Esta asimetría de información entre las posturas responde a la razón real por la que se no produce un debate: las diferencias de poder entre las posturas. El abolicionismo ostenta la hegemonía del poder (afirmación que fundamento a través del reparto de capitales, siguiendo a Bourdieu, en el campo feminista) y la postura proderechos queda relegada a una posición defensiva y sujeta a una caricatura.

Una de las razones por las que, como acabas de señalar, el debate sobre el trabajo sexual rara vez se puede considerar un verdadero debate es el «pánico moral» que la prostitución provoca en mucha gente. ¿A qué se debe este terror irracional y cómo funciona?

Como decía, yo creo que la razón fundamental viene dada por las relaciones de poder que se dan dentro del campo feminista. El estigma también es un factor crucial porque refuerza la idea de que «somos malas» y por lo tanto «defendemos el mal». Así suspende las facultades críticas habilitando esa lectura, de modo que no se analiza lo que se dice, sino desde la caracterización de quien lo dice como defensoras de la liga del mal (se nos tilda de neoliberales, proxenetas, antifeministas, etc.). Ahora bien, el contexto es el del pánico moral, un concepto que propuso Cohen para dar cuenta de cómo determinados sectores sociales son demonizados y construidos como una amenaza para la sociedad. Pánico hace referencia a la alta carga emocional con la que se interpreta el asunto y moral a la desaprobación mediante juicios maniqueos, polarizados de bien y mal. El debate a favor del aborto también se produjo en este contexto, al igual que el del matrimonio igualitario, y hoy lo sufre la Ley Trans. Un ejemplo claro de la demonización de nuestro discurso lo vimos cuando se censuraron unas jornadas proderechos en la universidad de A Coruña: entonces determinadas personalidades abolicionistas afirmaron que la defensa de nuestra postura era equivalente a la captación de mujeres para la trata de personas. Que definamos a la prostitución como trabajo, que llamemos trabajo al trabajo, no significa que lo defendamos. El trabajo es el contexto de la explotación, de la venta de la fuerza de trabajo, de la conversión de una misma en mercancía. Precisamente por eso se reclaman derechos, porque son la mejor herramienta disponible para hacer frente a los abusos y a la explotación.

¿En qué medida crees que el mito del amor informa el pánico moral ante la prostitución?

Es probable que formen parte del mismo entramado, aunque creo que el estigma es más fundamental, porque el pánico moral se orquesta especialmente durante la campaña contra la trata de blancas del siglo XIX. De igual forma, los mitos del amor romántico son un constructo de la modernidad, como han desarrollado varias teóricas feministas. Mientras tanto, la estigmatización de la prostitución se origina desde la antigua Mesopotamia, como explica Gerda Lerner, con el objetivo de apuntalar el orden social favoreciendo al matrimonio para garantizar la transmisión biológica de la herencia. De acuerdo con Silvia Federici, con la acumulación capitalista la apropiación y el control del trabajo reproductivo se vuelven cruciales, de modo que todas estas lógicas cooperan para tal fin.

Uno de los temas clave de tu argumentación es el estigma y su relación con la marginalidad y, en última instancia, con el poder.

Cuando en nuestro siglo se consolidó una definición del estigma en general, no solo del de la prostitución, sino de cualquier estigma, los sociólogos Link y Phelan sistematizaron la producción académica para suturar la ambigüedad en la que había caído este término tras la obra de Goffman. Entonces se entiende que el estigma es un proceso social en cadena en el que concurren cinco elementos interrelacionados (etiquetaje, estereotipos negativos, aislamiento, pérdida de estatus y discriminación). Ellos añadieron el sexto: la ausencia de poder social. De lo contrario, la definición del estigma conducía a situaciones paradójicas en las que se podía argumentar que los sujetos privilegiados podían sufrirlo. El estigma no es un asunto individual, sino estructural porque precisa para serlo de haber sido institucionalizado en las creencias y en las normas, sean formales o informales. Yo parto de este canon académico para hablar de la dimensión estructural del estigma, que es la primera piedra de su edificio. Esta dimensión estructural la componen los seis modelos jurídicos que la han regulado desde el siglo XIX hasta nuestros días, porque cada uno de ellos institucionaliza las capas de ese estigma: víctima, delincuente, desviada social o grupo de riesgo.

¿Cómo ves la situación actual, tanto en el aspecto jurídico como en el sociológico?

A nivel social estamos lejos de ganar la batalla cultural. Se encuentra demasiado instalado un imaginario de la trata, confundiéndola con la prostitución, que tampoco resulta eficaz para las víctimas porque desplaza el foco de los factores estructurales que la motivan, como la Ley de Extranjería. El enfoque trafiquista español privilegia la causación penal y el control migratorio, en lugar de los derechos humanos de las víctimas, además de que se ignoran todas las demás finalidades de la trata de personas, como ha denunciado de nuevo y recientemente el Consejo de Europa. Las cifras del resto de modalidades de trata en España no son para nada pequeñas, se puede consultar en el último balance del CITCO.

Tiene mucho peso el argumento que señala que la libertad laboral es un mito neoliberal. Estoy de acuerdo, pero me parece perverso, primero, que se limite a la prostitución, y segundo, que eso invalide que sea un trabajo: ¿dejan de estar trabajando empleadas del hogar, jornaleras, camareras de piso o riders porque no tuviesen muchas más opciones? Es una falta de conciencia de clase porque el trabajo no es una opción, sino una coerción estructural, y la dignidad laboral es un verso: se trabaja por necesidad económica. Y de igual forma que todos estos sectores pelean por derechos que reduzcan el poder de la parte fuerte de la relación laboral, las prostitutas también. Cuando no se aplica la misma lógica que al resto de trabajos feminizados, precarios y con mano de obra migrante entonces la diferencia es moral, no ética, y está hablando el estigma, aunque no lo advirtamos.

¿Y en el plano jurídico?

A nivel jurídico estamos en una situación dramática y salvaje donde se compagina el abolicionismo penal, el prohibicionismo en la calle —mediante ordenanzas municipales y Ley Mordaza— y el reglamentarismo del alterne (recordemos que la patronal fue reconocida por el Tribunal Supremo en 2004, el caso Mesalina). Estamos en un escenario donde se combina la clandestinidad forzosa con la criminalización, sin alternativas laborales realistas, porque las que ofrecen las entidades son con frecuencia los motivos de entrada en la prostitución. Es decir, a menudo son las mismas opciones de las que procedían esas mujeres y frente a las cuales optaron por la prostitución porque les remuneraba más en menos tiempo; así que más que solucionar la situación las encierra en un círculo vicioso de cronificación de la pobreza. No avanzamos porque el foco del debate sigue colocándose en los símbolos en lugar de en la realidad material de las mujeres. No soy optimista con respecto al futuro porque los intentos de implantar el modelo nórdico en España se escuchan desde que Ana Botella trasladó la cuestión a los foros madrileños y que hoy recoge el PSOE, ignorando sus consecuencias como han denunciado los informes de Amnistía Internacional en Noruega o Médicos del Mundo en Francia. Con todo, la autoorganización de las trabajadoras sexuales ha crecido estos últimos años y trabajan articulando alianzas con el feminismo autónomo y otros sectores de mujeres a las que les ligan los mismos ejes de opresión, como las jornaleras, las camareras de piso o las trabajadoras del hogar.

Paula Sánchez Perera, autora de «Crítica de la razón puta» (2022). / Foto: David G. P.

En tu libro dices textualmente que «el estigma puta representa una de las luchas más profundas y significativas que tiene pendiente el movimiento feminista», y, a modo de conclusión, propugnas una «sororidad radical».

El estigma que encarnan y sufren las trabajadoras sexuales excede la cuestión de la prostitución. Este estigma nos interpela a todas las mujeres porque forma parte de la construcción del género femenino y actúa como un dispositivo de control patriarcal sobre nuestra reputación. Mientras que a los varones el mandato patriarcal les exige probar la hombría, a nosotras, para conquistar la legitimidad, lo que se nos demanda es que demostremos que somos buenas: que no somos unas putas, que no nos merecemos la violencia, que no fue culpa nuestra. El género se construye tanto determinando qué conductas y actitudes le pertenecen (qué es lo propio de la auténtica o buena mujer, donde la madreesposa es el arquetipo, como diría Marcela Lagarde), como también perfilando los límites del género, donde la puta, la alteridad constitutiva de la madreesposa, representa el ejemplar. Pues bien, cuando cruzas la frontera de género (el maricón que se feminiza, la puta que se apropia de la moral sexual masculina) entonces se habilita la arquitectura del castigo que va desde la violencia simbólica (repudio, chistes, humillación, aislamiento) hasta la violencia sexual para disciplinarte, colocarte de nuevo en tu lugar: feminizarte.

En comprender este estigma nos jugamos tanto entender las raíces de la misoginia como de la retórica con la que se legitima la violencia sexual. Por eso las mujeres que han sufrido una violación tienen que demostrar una reputación moral intacta para merecer derechos, reparación y respeto o de lo contrario el imaginario dirá que se lo merecían, que les pasó por putas. En la historia del feminismo hemos accedido a derechos siempre como víctimas o como excelentes morales, en sintonía al modelo socialmente aceptado de mujer, pero nunca porque se nos conceda el ejercicio de la transgresión, por eso se perdona a las prostitutas que no escogieron la prostitución o que pueden justificar su decisión por condiciones de vulnerabilidad o pobreza. Está tan enraizado el estigma en nuestra percepción que se dice que venden su cuerpo. Si vender servicios sexuales es equivalente a venderse como mujer se está revalidando el imaginario misógino al reproducir la idea de que las mujeres somos sexo, de que el núcleo de nuestra identidad y el almacén de nuestra dignidad es el sexo.

Precisamente porque este estigma divide a las mujeres en una jerarquía de clases, para desactivarlo se necesita de una sororidad radical. La guerra intrafeminista es una expresión de esta división de mujeres, entre buenas o legítimas feministas y malas a las que hay que disciplinar. La sororidad radical reconoce a la genuina Otra como una igual, con capacidad de agencia y de resistencia, con capacidad de tomar decisiones responsables, aunque no fuesen las que tomarías para ti misma. Por supuesto que la prostitución es una institución patriarcal, pero no es la única y ni siquiera es la más peligrosa: la que más mujeres mata a lo ancho y largo del mundo, ya nos lo dice ONU Mujeres, es el matrimonio y la familia nuclear. En lugar de desvincular instituciones a conveniencia, se trata de aceptar que estamos todas en el mismo barco peleando contra el mismo monstruo con distinto rostro. Todas las mujeres resistimos y colaboramos simultáneamente con el patriarcado, en función de los ejes de opresión que nos atraviesen, pero no hay ninguna mujer afuera gozando de una especie de matriarcado socialista. Nuestra lucha se fragua experimentando y gestionando contradicciones. Necesitamos de esa sororidad radical tanto para dinamitar esta guerra como por todo lo que tenemos que aprender de las trabajadoras sexuales. No podemos aspirar a conquistar la igualdad entre hombres y mujeres si antes no construimos la igualdad política entre las mujeres mismas.

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