Analógica

Mujeres ludópatas: un tabú

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

Hay una adicción al juego femenina y otra masculina. Y son opuestas. La de los hombres es cocaína. La de las mujeres, morfina.

Una mujer de cincuenta y muchos años, en un barrio como Usera o Puente de Vallecas, cargando una de esas bolsas reutilizables de Mercadona o Carrefour, que se mete en un bar y deja la compra en el suelo —lleno de servilletas de papel grasientas y envoltorios de azucarillos— y se sienta en una banqueta ante la tragaperras Cirsa, y echa las monedas que ha arañado de la compra, los euros que diferencian el filete de categoría A del de categoría B, los céntimos que separan los huevos caros de los baratos, y que guarda en un monedero de piel específico para ese fin: un monedero con un gran vientre en el que caben muchas monedas. Muy poco dinero ocupando mucho espacio. No dinero normal sino dinero de ludópata: más brillante que el normal, más suculento. No una cifra en una cuenta del banco, no: lingotes de oro, símbolos de dólar.

Los empresarios del juego son negociantes de la calderilla. Fortunas acumuladas moneda a moneda. Dinero que suena al caer. Dinero duro, de metal.

Esta mujer viuda, cuyo hijo hace años que se marchó de casa, empieza a vaciar el vientre de su cartera —que se va quedando escuálida como un niño que no comiese lo suficiente, como su propio hijo cuando era bebé y no comía— y espera que el recipiente de hierro de la tragaperras se llene de una catarata de monedas para volver a cargar las tripas de su monedero y seguir alimentando a la máquina, estar sentada en la banqueta más tiempo. No juega por dinero. Juega por tiempo: tiempo sin pensar que volverá a su pequeño apartamento y preparará la cena para ella sola y fregará los cacharros (sacará el estropajo y la bayeta del mueble bajo el fregadero, colgados del codo de la tubería), y mirará un rato la televisión y se acostará. Tiempo sin pensar en su marido muerto, en su hijo que no la visita. Eso obtiene de la tragaperras: esa anestesia, ese entumecimiento. La mente secuestrada mientras el cuerpo obedece a la compulsión de apretar botones y tirar de la palanca. Olvidarse del dolor de ser una persona que convive en un lugar y en un momento con otras personas (para las que resulta por completo indiferente), el dolor de saber eso sin cesar.

Busca ganar tiempo. Busca que no exista el tiempo.

Los bingos y las casas de apuestas no tienen ventanas. Lo primero que hacen los empresarios de la calderilla cuando alquilan un local es cubrir los cristales con plásticos negros. O con pintura negra. Para que no transcurra el tiempo. En el interior el suelo es de moqueta mullida y las butacas son cómodas y se está a gusto, y los empleados te llaman por tu nombre y se preocupan por traerte otra Coca-Cola cuando te terminas la que estabas bebiendo. Y ni siquiera te cobran por ella. No quieren que pierdas el tiempo. Allí nunca es de día ni de noche, allí el adicto se siente como si hubiera vuelto al útero materno.

Muchos hombres creen que ganan algo más que tiempo perdido. Creen que juegan para hacerse ricos, para ser considerados unos triunfadores, para que sus conocimientos sobre fútbol o carreras de caballos sean reconocidos, para acceder a ese mundo de chicas en biquini y coches deportivos que decora las tragaperras. Sufren distorsiones cognitivas, confían en controlar lo incontrolable (el azar o los accidentes que rigen las competiciones deportivas) y cuando se equivocan nunca es culpa de ellos: no llevaban la camisa de la suerte o alguien les dirigió la palabra en un momento inoportuno o era martes y los martes jamás se gana. Juegan para derrotar a otros hombres. Y algunos se sumergen tanto en ese universo deportivo, comparativo, que ya no son capaces de relacionarse de otro modo: todo es para ellos una prueba de inteligencia o un test de habilidad. La infancia —cuando creían que podrían ser futbolistas o pilotos de fórmula 1— regresa por la vía del juego y las apuestas. Y son capaces de poner sobre el tapete grandes cantidades y robar para seguir jugando, y creen que el juego les confiere un aura de triunfo frente a los demás hombres.

Mientras tanto las mujeres —según los pocos estudios que se han llevado a cabo sobre la ludopatía femenina— hacen lo contrario: se entregan al vicio solitariamente. Buscan las variedades de juego más continuas, las más anestésicas. Aquellas que las mantienen en una suerte de adormecimiento emocional y en las que los estímulos se suceden de un modo incesante y amortiguado: las tragaperras, el bingo. Y prefieren los juegos de azar puro. Que las habilidades y los conocimientos no cuenten lo más mínimo. Buscan la muerte de la conciencia. Y encuentran también la muerte del ego (en una especie de paradoja zen).

El juego de los hombres: energía y competición. El de las mujeres: soledad, anestesia.

Las casas de apuestas, con su atmósfera de ambigüedad moral, con su testosterona, con sus imágenes de futbolistas y tenistas golpeando pelotas que imprimen estelas de velocidad, con sus restos de cocaína en la tapa del retrete —lugares hermanados con los prostíbulos, lugares en el límite de la ley, fronterizos—, resultan hostiles para las mujeres. ¿Una mujer entrando sola en una casa de apuestas? Llamaría mucho la atención: mala madre o mala novia o mala encargada de su hogar. El único rol aceptable para ellas es el de acompañantes. La chica que le pide a su novio que deje de jugar. Que pare ya, por favor. Pero el novio, impulsivo, seguro de sí mismo, no le hace ningún caso. Ese es el papel que la sociedad ha reservado para ellas en el juego.

Así que algunas prefieren ambientes más discretos. Prefieren pasar inadvertidas en la zona de las tragaperras de un casino —lejos de la ruleta y el blackjack— o de una sala de bingo, en una atmósfera más privada, más corporativa, con empleadas vestidas como azafatas que aguardan en sus banquetas junto a la pared para satisfacer las necesidades de los ludópatas. ¿Más cambio, María? ¿Otra bebida, Ana? Prefieren no tener que relacionarse con los demás jugadores. Ni con los crupieres. Quieren mantenerse aisladas y que nadie las interrumpa.

Que los hombres jueguen y apuesten resulta aceptable. Y si ganan se les alaba, y si se vuelven ludópatas se les consuela y apoya (y a menudo hay una esposa o una novia que los obliga a someterse a un tratamiento). Pero en las mujeres la enfermedad del juego es intolerable. Es un tabú. Supone un estigma demasiado sucio. Y con frecuencia no se reconocen a sí mismas como ludópatas. Les parece imposible: una mujer ludópata es una anomalía excesivamente retorcida como para existir.

Las encuestas dicen que apenas hay mujeres adictas al juego. Y que tienen cincuenta y tantos o sesenta años y están solas. El juego entra más tarde en sus vidas que en las de los hombres. Una vez que han cumplido las tareas que les habían sido dadas —cuidar a sus hijos y a sus maridos o trabajar como enfermeras o maestras de escuela, empleos típicamente femeninos, puestos relacionados con el cuidado de los otros—, se abre en su conciencia un agujero: la falta de los demás, de aquellos que las necesitaban, resulta a veces estremecedora. Ellas que nunca se han acordado de sí mismas, a quienes se ha valorado siempre en función de su capacidad para ocuparse de los otros, que han sido únicamente un vehículo en el que viajaba la satisfacción ajena, ahora han terminado el trabajo y prefieren no preguntarse cómo se sienten. Llevan muchos años sufriendo esa sordera a sus necesidades y acostumbradas a callar sus problemas y prestar solo atención a los de los demás. Y oírse a sí mismas ahora les resulta excesivo. Demasiado doloroso.

Entonces encuentran el juego, que las hipnotiza y las anestesia, que diluye sus conciencias, que elimina sus individualidades, que las convierte en cuerpos deshabitados.

No hay mayor negación del rol femenino de cuidadora que la ludopatía. El juego aspira a tragarse todo el tiempo de la ludópata. Y la madre abnegada se convierte en una mujer egoísta que nunca está disponible para sus hijos y les roba las monedas de la hucha, y la hermana generosa pasa a ser una experta en el arte de la escapada que te roba si no escondes la cartera y que jamás tiene tiempo para quedarse con sus sobrinos. Todo o nada. Y algunas desatienden otro aspecto que la sociedad machista considera indisociable de la mujer: el físico. Van sucias y desarregladas.

¿Es cierto que las mujeres enfermas de ludopatía apenas existen? ¿O acaso la sociedad prefiere no verlas?

Hay otro componente exclusivo del juego femenino: la rebeldía. El juego como un amante, como un desafío secreto a las normas patriarcales, como una renuncia silenciosa al papel que ha sido adjudicado a las mujeres (aunque muchas no lo hayan elegido). El juego como una burla contra los guardianes de las viejas tradiciones familiares.

 


Daniel Díez Carpintero es coautor del ensayo sobre el juego ¡Jugad, jugad malditos! (2020) y autor de los libros de relatos El mosquito de Nueva York (2016) y Nunca se sacia el ojo de ver (2022). A finales de 2023 saldrá publicada su primera novela, Estatura.

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