Horas críticas

Libros de la semana #118

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

La noche de San Juan, de Juan Carlos León (West Indies)

La madrugada del pasado viernes mucha gente celebró en España, a la manera típica de cada zona, la noche de San Juan. Ese rito emprendido durante el tránsito de un día a otro da título a una novela que es también la crónica de un momento —existencial— de paso; el de la infancia a otra etapa, que no es la adultez pero tampoco ya corresponde a la despreocupada niñez, y que genera tanto extrañamiento como perplejidad, desde las primeras páginas, en sus tres jóvenes protagonistas: «Cuando estuvieron frente a él vieron que era mayor que ellos pero menor que los mayores. De cerca se derrumban los castillos que la imaginación construye en la distancia. Esa indefinición en lo relativo a su edad iba a hacer más complicado su tratamiento». Ambientada en 1983, La noche de San Juan también es el retrato de un país aún imberbe, adolescente, en su trayectoria democrática, que ya vislumbra los miedos adultos del desempleo, las drogas o la delincuencia, pero también conserva la esperanza y hasta cierta fe en el voto electoral como vía de cambio, de progreso. En ese contexto se desarrolla esta narración, y en concreto en el entorno de una nueva urbanización, microcosmos donde se dan cita a esa pequeña pero trascendental escala de la juventud las personalidades y las relaciones en construcción, los parajes urbanos desolados, los juegos más o menos crueles y los conflictos más o menos resolubles, aunque abran las primeras heridas en sus contendientes. Estamos ante la segunda novela del escritor Juan Carlos León, también ensayista y articulista en medios como Jot Down, con particular tendencia a los asuntos musicales, que de hecho aquí aparecen reflejados en una suerte de playlist que podría acompañar la lectura, integrada por músicos como Joan Baptista Humet, Lole y Manuel, Nacha Pop o el grupo Vídeo, responsables del éxito de tecno-pop «La noche no es para mí», producida por Tino Casal. No se disimula la mirada nostálgica y llena de ternura del autor hacia aquella época, pero sobre todo hacia sus personajes, tan bien caracterizados y a los que dan ganas de abrazar, en una prosa que evoca a la perfección sentimientos y sensaciones propios de otros tiempos, y de algún modo eternos. Un relato polifónico y costumbrista que representa un magnífico ejemplar de bildungsroman o novela de iniciación y que, como en sus mejores exponentes, encierra no pocas enseñanzas vitalistas y humanistas en torno a las peripecias de su protagonista. La magia y el trauma, como ese momento del año que rinde homenaje a San Juan Bautista, «el único santo del que la Iglesia celebra su nacimiento y su martirio», se dan cita en estas páginas. Nacimiento y martirio, eso suponen los grandes cambios —en las personas, en los países—, como el que trae el fin de la infancia y la entrada a un espacio desconocido, sin norte ni brújula, con lo puesto de la identidad aún en formación, y acompañado por esos amigos que, aun convirtiéndose en pasado, seguirán siendo nuestros para siempre.


El arte de contar la naturaleza, de Luci Romero (Barlin)

«Que la naturaleza es la matriz de la vida lo sabemos, o al menos comenzamos a intuirlo, ahora que nuestra conexión con ella es más débil y sentimos su falta más que nunca». Así comienza este breve ensayo de aliento preciosista la poeta, librera y activista cultural Luci Romero (Cabra, 1980), que supone su personal análisis del pasado y presente de un género tan reivindicable y tan vivo como el de la nature writing: más allá de su carácter ecologista o conservacionista, resume el espíritu de un grupo de autores dispares y de diversas épocas que de algún modo ofrecieron «una respuesta a la naturaleza mediante la palabra escrita»; una carta, podríamos decir, al medioambiente, que tiene mucho también de narración del propio mundo, de historia de la humanidad en su relación con el entorno. Una mirada sobre el paisaje tan subjetiva como filosófica, que empieza a brotar en la Norteamérica de mediados del siglo XIX con autores como Susan Fenimore Cooper y su influyente Diario rural, aunque sus primeros indicios se hallen en las ideas trascendentalistas de Thoreau o Emerson. La obra de este último señala ya la mirada que abandera El arte de contar la naturaleza, que no es otra que la poesía, una forma de conciencia: «Un minúsculo cambio en nuestra percepción lo altera todo». Exploradores y observadores minuciosos como John Muir o John Burroughs, que ya defendían la empatía con el mundo natural y el cuidado de lo local, y cuyo testigo han recogido en el Reino Unido actual las obras de Helen MacDonald o Amy Liptrot. También en nuestro país a los Delibes o Llamazares siguen hoy autores como Joaquín Araújo o Juan Goñi. Todos ellos comparten las esencias que la autora de este libro detecta en este género de escritura sobre lo que nos rodea: la denuncia social en torno a la degradación de espacios cercanos y específicos, como en Mary Austin, Annie Dillard u Olivia Laing, que plantaron cara al ecocidio; el asombro propio de los clásicos de Rachel Carson o Wendell Berry, esa emoción como forma de negar el antropocentrismo y de «reconocer algo más allá de las fronteras de la existencia humana»; la sanación del tedio y la ansiedad de una existencia regida por el progreso y la tecnología, como en Terry Tempest Williams o Gabi Martínez. Emprende en estas páginas Luci Romero una verdadera cartografía de la nature writing a través de los escenarios que ha contemplado, ya sea el desierto, el bosque, la montaña, los mares o los hielos. Y podríamos hablar de un verdadero mapeo en femenino de este género, autoras que han desafiado los estereotipos aventureros, conquistadores y heroicos para erigirse en auténticas narradoras de lo salvaje, lo fronterizo. De Emily Dickinson a Elinore Pruitt Stewart, de Lucy Jones a Miren Amuriza, la autora cordobesa reivindica esa reapropiación de la escritura en torno a la madre naturaleza, con especial mención a su coterránea María Sánchez, quien ha marcado un antes y un después en el género —nunca mejor dicho— con libros como Tierra de mujeres, en el que escribe: «Debemos aprender a mirar y transmitir. Preguntar a nuestras abuelas, a nuestras madres. Dar importancia a nuestras historias y a nuestras aldeas. Preguntar, contar, escuchar, cuestionarse una y otra vez. Mirar más allá. Mancharse las manos de tierra». Todo eso debería ser la nature writing.


La belleza de lo oculto, de Daniel V. Villamediana (Eolas)

Este libro entraña una síntesis de la historia invisible, esotérica o secreta que acabaría dando forma en buena medida a la cultura occidental; lugares de la interioridad a los que se asomaron creadores como William Blake («Quien no imagina rasgos más fuertes y mejores, y bajo una luz más fuerte y mejor que la de su ojo perecedero, no imagina en absoluto»), místicos como Emanuel Swedenborg, astrólogos como John Dee o estudiosos de la fe como C. W. Leadbeater, todos ellos investigadores de la ciencia y del alma a partes iguales. El escritor, cineasta, doctor en Humanidades y colaborador periodístico Daniel V. Villamediana (Valladolid, 1975) indaga en La belleza de lo oculto en lo que se ha dado en llamar Otro Mundo, Más Allá, Bardo, Cuarta Dimensión… diversas expresiones de paraísos perdidos o de un Mundus Imaginalis entre lo divino y lo terrenal —como lo definió Henry Corbin—, que el autor pretende rescatar a partir de sus lecturas y, sobre todo, de su propia exploración. Más que un recorrido histórico, se trata pues de una crónica, en primera persona y con tono irónico, de esa búsqueda del conocimiento oculto en ciertas prácticas o creencias que manan de lo más hondo del ser y que hoy aguardan «agazapadas el momento de resurgir y fascinarnos con sus sublimes paisajes». Comienza Villamediana admitiendo que siempre deseó tener un tercer ojo, en lo que a fin de cuentas ha sido una continua búsqueda de la belleza («La belleza es verdad y la verdad belleza», se cita a Keats al inicio), y admite también no saber de dónde surgió su gusto por contactar a los muertos, pero le sirve para introducir el surgimiento del espiritismo en la era industrial y racionalista, que cautivó a figuras como Dickens o Darwin, junto a la eclosión de la psicoterapia y la parapsicología. Lo que más le apasionaba, explica, no era predecir el futuro, sino «intentar ver el pasado, una antesala de lo que luego sería mi interés por la arqueología y la historia», y así describe cómo ya en la antigua Grecia existían adivinos y oráculos, a los que sucederían grandes clarividentes como Hildegard von Bingen o Abraham Abulafia. Otro capítulo lo dedica a los viajes astrales, con Helen Petrovna Blavatsky y Mircea Eliade como guías de excepción por una «nostalgia del vuelo» hacia esas regiones utópicas, tan imperceptibles como inaccesibles desde nuestra mentalidad contemporánea. El autor vallisoletano, quien ya había abordado temas colindantes en sus películas Cábala Caníbal y De Occulta Philosophia —en homenaje a Agrippa, mago del Renacimiento—, y del que en Mercurio ya admiramos su magnífico e imaginativo debut novelístico titulado Las islas imposibles en 2020, halló en ese libro la inspiración para este, desarrollando justamente la idea de que es la literatura la que le ha permitido atravesar ciertos umbrales y «encontrar un equilibrio entre los mundos interiores y los exteriores». La belleza de lo oculto es la constatación por parte de un «viajero inmóvil» (se desplazó a través de páginas como las de Lovecraft, que marcarían su vocación) de que todo es misterio.


Sol negro, de Edward Abbey (El Paseo)

«No hay nada nuevo para él, nada que sea completamente desconocido. Y, sin embargo, cada vez que sube a esta torre, cada vez que contempla este mundo, le parece más extraño y onírico. Y todo él, completamente vacío». Publicada originalmente en 1971, Sol negro es una novela crepuscular, intensa y visceral, según la describe Juan Bonilla, que en este rescate editorial de El Paseo ejerce como excepcional traductor y prologuista. Tan de verdad que su autor la escribió en cuatro semanas, según cuenta en el prefacio: «Como la mayoría de las novelas honestas, es parcialmente autobiográfica, mayoritariamente inventada y completamente auténtica». El escritor y ambientalista Edward Abbey (1927-1989) la tenía entre sus favoritas, la más profunda, pese a no haber sido bien acogida ni por el público ni por la crítica, debido seguramente a su carácter extrañamente romántico, la explicitud y la sentimentalidad conjugadas, tan distinto de otras de sus obras emblemáticas. En realidad, como denota la dedicatoria inicial («Para Judy, 1943-1970, dondequiera que sea»), la concibió tras la pérdida de su esposa por leucemia, y justamente esa sensación domina el relato, una historia de amor a contracorriente entre un veterano guardabosques —como lo fuera Abbey— y una chica a la que dobla en edad y en conocimiento de la naturaleza: tanto la del sexo como la de la vida a la intemperie. En ese escenario se cifra la pérdida de un mundo insalvable, del que el protagonista se ha apartado à la Thoreau, y la pérdida también de su pasión amorosa, un ardiente deseo que se desvanece y lo deja en el absoluto desamparo, ante la angustia de una derrota irreparable. Un argumento sencillo, el de un romance idealizado y exasperado, que no en vano permite admirar la prosa poética del escritor estadounidense, así como su versatilidad de tonos y registros, convirtiendo Sol negro en una inesperada obra maestra. Como en otras novelas suyas, su evocador retrato del oeste americano da la vuelta al mito tradicional y funde sus paisajes desolados con las emociones desatadas de su protagonista, internándose «a través del desierto de la vida humana en el desierto del mundo natural». Según el propio Abbey, la voz que habla en este libro es «la voz apasionada del bosque, ese sonido del viento gimiendo entre los pinos amarillos»; y más tarde, ya en plena narración, escribirá que el rumor de los álamos «elevaba algo parecido a un murmullo de voces, un discurso sin palabras». Pese a que, como indica John Nichols en su epílogo, se trata de una de las obras más apacibles y conmovedoras de aquel ecologista y anarquista «cascarrabias», no deja de resultar amarga esta crónica de una obsesión sobre el pasado o sobre el futuro, escrita en tercera persona del presente del verbo doler, que describe un vacío inconmesurable: «Muy cansado, desinflado por la desesperación, se tumbó en la manta y contempló las constelaciones, esas cadenas brillantes que se enredaban en el cielo. La extravagante aleatoriedad de su distribución desconcertaba cualquier voluntad de entenderlas. Todo el espacio estaba cargado con sus vibraciones inaudibles». Para completar esta excepcional recuperación, la edición incluye una semblanza final del autor a cargo de Charles Bowden, quien lo compara a Twain más que a Melville, por su capacidad de conectar con el lector sin intermediarios. Por la vía de las emociones y las sensaciones directas, palpitantes.

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